martes, 28 de febrero de 2017

¿DEROGAR LA REFORMA LABORAL… O ALGO MÁS?

Miquel Àngel Falguera  Baró (TSJ Cataluña)

La Exposición de Motivos de la Ley 3/2012 –con el precedente del Decreto-Ley homónimo- aducía una doble justificación: acabar con la alta tasa de paro entonces existente y dotar a las relaciones laborales de mecanismos ágiles de flexibilidad. Más de cinco años después de la reforma laboral que puso en marcha el anterior Gobierno del PP se ha convertido en una especie de mantra –en diversas instancias españolas e internacionales- la afirmación que esos objetivos se están cumpliendo en base a datos estadísticos macroeconómicos.

Sin embargo, una cosa es la “foto” estadística; otra, muy distinta, la realidad que vivimos cada día en los juzgados y tribunales. O la que vemos cada día como meros ciudadanos. Es lo que tiene el discurso meramente economicista basado en estadísticas: el retrato no es verídico, en tanto que se basa en cifras, no en personas.  La reducción del paro se sustenta hoy en empleo de muy baja calidad –contratación temporal desmesurada y un amplio porcentaje de trabajo a tiempo parcial-. Y en la práctica la supuesta “mayor flexibilidad” no es otra cosa que una “precarización” de las condiciones de trabajo, al haberse incrementado exponencialmente las competencias decisorias de los empleadores en el marco del contrato de trabajo. Es recurrente hoy la figura de los “pobres con trabajo”, lo que no es otra cosa que hablar de un mayor número de personas que se encuentran en muy difíciles situaciones económicas, mientras que la riqueza de unos pocos ha aumentado exponencialmente. La “mejora económico” beneficia a los poderosos, no al conjunto de la ciudadanía. Una realidad ciertamente alejada del mandato constitucional a los poderes públicos para promover una igualdad “real y efectiva”.

De hecho, pese al triunfalismo en las declaraciones, parece obvio que el conglomerado de cambios normativos que dieron lugar a la reforma laboral de 2012/2013 se sustentaba en una serie de pilares ocultos, a saber: a) incrementar las competencias decisorias de los empresarios (dotándoles de mayores atribuciones en aspectos como la movilidad funcional o la modificación sustancial de las condiciones de trabajo, eliminando la autorización administrativa en los despidos colectivos, etc.); b) una reversión negativa de derechos de las personas asalariadas (reducción de la indemnización por despido, el contrato indefinido de apoyo a los emprendedores, menor control judicial sobre las extinciones, descenso de las garantía del FOGASA,  revisión a la baja del sistema de pensiones, etc.); y c) una disminución significativa de los mecanismos de control de la empresa, internos y externos (cláusulas de inaplicación de convenio con arbitraje forzoso, potenciación de los convenios de empresa, etc.).  Esos eran, en el fondo, los objetivos buscados con dicha reforma normativa.

Aunque ese panorama se base en discursos aparentemente tecnocráticos, la realidad es otra: se trata de mera ideología. Los teórico neoliberales están convencidos que la desigualdad crea riqueza (lo que no deja de ser parcialmente cierto: la genera para los ricos) y que es el único camino. No es cierto: al menos en el terreno de las relaciones laborales las experiencias de otros países –en especial, los septentrionales europeos- ponen en evidencia como es perfectamente posible combinar las tutelas de las personas asalariadas y pensionistas con estándares suficientes de igualdad que no afectan negativamente al crecimiento. A lo que cabrá añadir un efecto adicional: son los sectores productivos que menos valor añadido aportan en términos de recursos humanos y crecimiento personal los que precisan de precarización; por el contrario, los modelos de industria y servicios más especializados requieren mano de obra más calificada y formada, lo que redunda en beneficio de las condiciones contractuales.  El tan reiterado “cambio del modelo productivo” exige previamente una efectiva modificación del sistema de relaciones laborales, así como una mayor formación profesional de los ciudadanos.

El maestro Josep Fontana ha dedicado sus últimas obras (entre ellas, el imprescindible “Por el bien del Imperio” o la más reciente, “El siglo de la revolución”) a explicarnos lo que está ocurriendo.  Su tesis es simple y obvia: la fase del denominado Estado del Bienestar –que, desde el punto del iuslaboralismo es también coincidente con la constitucionalización de las grandes instituciones de nuestra disciplina- no obedecía a una voluntad graciable de los poderosos, sino a su miedo. De esta forma el gran pacto social de postguerras en Europa (que en España tuvo un trasunto tardío en los denominados Pactos de la Moncloa) respondía al temor de las clases acomodadas a la existencia en media Europa de otro modelo social y la constatación del hartazgo del estatus quo vigente por las clases asalariadas tras haber sacrificado dos generaciones en sendas guerras mundiales.  Pero a finales de la década de los setenta y principios de los ochenta del pasado siglo la debacle del modelo soviético era ya constatable, lo que fue acompañado de otros fenómenos paralelos: la creciente hegemonía del denominado “capitalismo popular”, el cambio en el modelo productivo,  la revolución tecnológica y la globalización productiva y de servicios. En el nuevo paradigma resultante los poderosos ya no tenían –ya no tienen- miedo; de ahí que empezaran a reclamar la devolución, con los correspondientes intereses, del  trozo del pastel que en su día sus temores les hicieron soltar. En otras palabras: el contrato social welfariano se dio por finiquitado. Se trata de recortar las conquistas sociales de civilidad democrática, de revertir negativamente las rentas, de eliminar controles internos y externos al poder (también en la empresa) y de articular un discurso social hegemónico en el que el núcleo esencial de la ciudadanía ya no se base en el trabajo, sino en la “emprenduría”.

Si se parte de esa constatación la reforma laboral del 2012/2013 halla una plena lógica explicativa: el “empleo” y la “flexibilidad” no son más que simples pantallas de las intenciones ideológicas reales subyacentes. La crisis económica reciente se convirtió en la gran excusa para avanzar por esa senda. Y el miedo cambió de bando.

En esa tesitura no deja de ser sorprendente el discurso de los distintos colectivos que se oponen a esa reversión democrática. En ocasiones se tiene la impresión que aquello que se reclama no es otra cosa que el cumplimiento por los poderosos del contrato social del que surgió el Estado del Bienestar, obviando que las circunstancias han cambiado. Pero de nada sirve invocar el principio “pacta sunt servanda”, cuando la contraparte ha aplicado unilateralmente el de “rebus sic stantibus” y no hay tribunal con jurisdicción para componer el conflicto de intereses.

Los viejos tiempos no van a volver. Guste o no, el pasado es pasado: es inútil empeñarse en reivindicarlo.  Por eso no entiendo que, ante la situación actual del mercado de trabajo el discurso de la izquierda política, social y los sindicatos se centre esencialmente en reclamar la derogación de la última reforma laboral, sin grandes matizaciones. ¿Se trata de volver al modelo previo después de la reforma del último Gobierno Zapatero, que no fue más que un precedente del vigente marco normativo? O si no, ¿seguimos retrocediendo en el tiempo hasta el Estatuto de los Trabajadores de 1980?...

La solución es otra: empezar a construir un discurso alternativo en clave democrática, igualitaria y fraternal para ir generando hegemonía en el discurso social. Y ello requiere ineludiblemente articular un nuevo desiderátum de relaciones laborales y de protección social. Por tanto, diseñar un modelo de contrato de trabajo menos descompensado que el actual (y que el previo al mismo), un sistema más democrático de relaciones laborales con nuevos mecanismos de control interno y externo de la empresa, de qué se produce y cómo se produce (resituar el debate sobre el poder en la empresa), la adaptación de nuestra disciplina al cambio de modelo superando la visión unidireccional de la flexibilidad contractual para pasar a otra bidireccional y regulando la flexibilidad en la producción (externalización, empresas multiservicios,  ubereconomía, etc.), en la organización de la empresa (grupos de empresa, empresas-red, etc.) y en los medios  de producción informáticos (su uso en el trabajo, sus efectos sobre el derecho de huelga, etc.), así como de dar una nueva respuesta a los distintos estados de necesidad que nuestra sociedad genera (superando, por qué no, el modelo de Seguridad Social esencialmente profesional).

Sólo un discurso alternativo y posible puede generar el miedo de los poderosos necesario para soslayar la actual degradación de las tutelas democráticas. Por eso, la simple exigencia de derogación de la reforma laboral no es nada más que poner paños calientes sobre una herida infectada: es inútil, sin alternativas, para parar nuevos embates en la degradación de la igualdad y la reversión de rentas y de poder.





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