Javier Terriente
Avanzar
en democracia, recuperar derechos
Ninguna
profesión, clase, categoría social, sexo, edad, nacionalidad o adscripción
política ha quedado indemne de los recortes ni al margen de los protestas. Guste o no, Podemos ha sabido
reflejar, en mayor o menor medida, el sentir general de las asambleas del 15 M,
las Mareas, la dramática precarización de las condiciones de vida y de trabajo,
las reivindicaciones de los Afectados por las Hipotecas, del movimiento
ecologista, feminista, de los inmigrantes, de los mayores, de las aspiraciones
y sentimientos nacionales… dando por sentado que los derechos, todos, son
igualmente importantes y representan un todo indivisible, desprovisto de
cualquier orden jerárquico. Probablemente, este haya sido, hasta ahora, uno de
sus mayores aciertos.
Está
claro que hablar de derechos es nombrar lo irrenunciable de un Estado
democrático, como reclamar más democracia es hacerlo en el sentido concreto de
socializarla a través de un compromiso firme con la igualdad y la solidaridad;
significa dar mayor sustancia a los sistemas formales de representación, a los
parlamentos y asambleas locales, pero también impulsarla en los partidos
políticos y sindicatos, las asociaciones vecinales, profesionales y cívicas,
las empresas y centros de trabajo, el ejército y los cuerpos y fuerzas de
seguridad; trasladarla a todos los ámbitos de la vida cotidiana, familiar y a
las relaciones de pareja; democracia y derechos es, por supuesto, crear empleo
y combatir la desigualdad, feminizar la vida en todas sus vertientes, implantar
un sistema socialmente cohesionado y medioambientalmente sostenible; democracia
y derechos es aplicar criterios de equidad impositiva, redistribución de la
riqueza y de lucha contra el fraude y el
dinero negro; democracia y derechos es garantizar las políticas públicas y
sociales y asumir la preservación y defensa de lo público; democracia y
derechos es defender la laicidad del Estado y la independencia de la justicia;
es la exigencia de transparencia empresarial y política y la lucha contra la
corrupción; es reformar el sistema electoral…Estos son algunos desafíos.
El
falso dilema, calle o instituciones
En
determinados foros es frecuente oír que el problema de Podemos en los últimos
tiempos ha sido su desplazamiento hacia la moderación (derechización), hasta el
punto de elevarlo a la categoría de verdad revelada para justificar el fracaso
de Unidos Podemos en las elecciones del 23 de mayo pasado. De este modo, se
oculta que el retroceso electoral se debió entre otros factores a la decisión
de comparecer en coalición electoral con IU estatal (error que hoy persiste),
quebrantando una de las ideas fuerza del Podemos fundacional: primarla
construcción de grandes mayorías sociales, amplias y diversas
(transversalidad), sobre cualquier tipo de coalición vanguardista de
izquierdas, que acabaría desplazándolo a los márgenes de la política. Esa
supuesta moderación/derechización tiene un origen rechazable: Podemos ha
abandonado la calle, alfa y omega de sus señas de identidad, traicionando sus
raíces, sus premisas históricas surgidas del 15M. Bastaría, señalan, con volver
a las fuentes del 15M para reencontrar la senda de la victoria. En
correspondencia, la sublimación a la categoría de espacio bautismal de Podemos
hace del 15M un lugar mítico de peregrinaje para los no iniciados, sólo
interpretable por una nueva casta de sacerdotes que monopolizan la transmisión
de sus esencias. Y desde esa más que discutible superioridad ético-política,
nada mejor que golpear en la línea de flotación del Podemos actual, acusándolo
de traicionar sus principios dogmáticos por y para refugiarse y aislarse en las
instituciones. En consecuencia, la condición para recuperar la iniciativa y
superar al PSOE (el sorpasso como finalidad primaria) es volver a la calle y
relativizar la dimensión institucional,
invirtiendo los términos del problema. Nada que objetar, salvo que este es el
camino seguro hacia la derrota en una sociedad moderna, cuyas transformaciones
progresistas dependen de la plena democratización de los poderes e
instituciones del Estado y de su permeabilidad a las nuevas y masivas demandas
sociales. Por otra parte, la experiencia histórica señala que este tipo de
argumentos suelen caracterizar a los partidos furiosamente antisistema, cuya
influencia efectiva sobre la sociedad real, de la que se autoproclaman
portavoces exclusivos, es prácticamente nula, cero. Surge así una pregunta
retórica: ¿Qué sería de estas corrientes/ partidos sin el refugio de Podemos?
Probablemente,
uno de los principales retos de Podemos sea intentar disolver las viejas
dicotomías entre la sociedad civil y las instituciones, trasladando los
problemas y aspiraciones de los movimientos y realidades sociales a las actividades de los gobiernos locales,
comunitarios, y materializándolas en decisiones; a la vez, Podemos debe
experimentar formas y métodos que permitan socializar los mecanismos y métodos
de funcionamiento de dichas instituciones. Pero esto es un proceso desigual y
sin fin, no una foto fija permanente.
Sin
duda, es una falsedad interesada situar las diferencias políticas en Podemos en
virtud de ser más o menos “duros” o “blandos” con los poderosos, entre quienes
buscan ser “temidos por mirarlos fijamente a los ojos” o “ser domesticados por
ellos”. Parece como si la política se pudiera enlatar en una versión peliculera
del famoso duelo en OK Corral. No hay duda de que esta forma de plantear el
debate interno sería simplemente una puerilidad, si no fuese porque esconde
algo mucho más serio: reducir el valor de las instituciones representativas y
su carácter plural a la mínima expresión, negándoles la capacidad de construir
espacios comunes de acuerdos y decisiones legislativas entre fuerzas distintas,
que atiendan a las reclamaciones y exigencias de las grandes mayorías. Más allá
de complacerse en una dudosa estética de la confrontación, una apuesta
semejante corre el riesgo de reforzar el bloque antiPodemos en el interno del
PSOE, entre sus electores y amplios sectores de ciudadanos, y provocar distanciamientos
indeseables con otros posibles aliados sociales y territoriales. Y, por otro
lado, al primar la conquista de la
hegemonía interna por encima de acuerdos que contrarresten las políticas
del PP, facilitaría a la derecha la perspectiva de un mejor resultado en las
urnas. Si el efecto deseado es el sorpasso, es dudoso que se alcance por esa
vía, pero lo que si es cierto que ese es un camino seguro que facilitaría la
exclusión de alternativas con vocación social mayoritaria; esto es, confirmaría
la idea de que la estrategia de Podemos la dicta últimamente la vieja política
de la eliminación de las disidencias y del “cuanto peor mejor” de la izquierda
más sectaria. Un camino seguro hacia la marginalidad.
Superar
los límites de la izquierda tradicional
Por
encima de los procesos electorales, la cuestión de fondo es que las nuevas
dinámicas económicas, políticas y sociales han puesto sobre la mesa la
necesidad de un nuevo instrumento que trascienda los límites de la izquierda
tradicional y establezca un diálogo estable y duradero con las grandes mayorías
sociales. El compromiso decidido por una nueva hegemonía de los “sin poder”,
permitiría, además de agrupar y convocar a colectivos diversos, dar pasos en la
recuperación de la credibilidad de la política como un instrumento de
representación y mediación social.
La
opción de refugiarse en el gueto de los viejos esquemas de la izquierda
dogmática, puede ser tentadora, pero resistirse a ello sin complejos será clave
para aglutinar a todas las fuerzas y ciudadanos posibles en una gran plataforma
de iguales, en condiciones de abrir un nuevo proceso de refundación democrática
que alcance a la organización del Estado en todas sus modalidades. Ante sí,
Podemos tiene dos grandes alternativas: (1) organizarse como una fuerza
radicalmente democrática, a la vez que contribuye a la construcción una nueva
mayoría social de progreso que impugne las relaciones económicas, políticas y
estatales realmente existentes, o bien, (2) aspirar a transformarse en una
versión 2.0 de la izquierda dogmática, metabolizando las líneas maestras de su
proyecto político y sus hábitos de conducta. En el primer caso, esta nueva
mayoría político-social sería la expresión plural de un amplísimo movimiento extraordinariamente
complejo en el que Podemos cumpliría la misión de interpretar, desde dentro de
ese movimiento y junto al resto de los interlocutores políticos, sociales y
territoriales, nuevas metas, definir nuevos objetivos.
En
el segundo, por el contrario, es evidente que una propuesta genérica de unidad
estratégica con la izquierda dogmáticaestaría condenada a jugar en espacios
políticos cada vez más reducidos, muy lejos de la necesaria suma de consensos
democráticos mayoritarios para derrotar a la derecha. En este caso, el camino
hacia la marginalidad y la insignificancia política estaría asegurado.
Sin
duda, el objetivo es desalojar del poder al bunker conservador y articular
nuevas redes de poderes democráticos; lo coherente es aspirar a una gran
convergencia democrática transfronteriza capaz de aislar al núcleo duro de la
derecha e infringir una derrota completa a las fuerzas del Viejo Orden. En
conclusión, a nadie se le escapa que un frente de izquierdas, no en un sentido
general ni de principios sino en las condiciones reales del aquí y ahora en que
se encuentra la izquierda tradicional (al filo del extraparlamentarismo tras 30
años de existencia errática), además de tener un alcance restringido y un
programa inasumible por las grandes mayorías, constituiría un adversario
fácilmente abatible. La primera gran prueba, el retroceso de Unidos Podemos en
las pasadas elecciones.
Desarrollar
una democracia sin adjetivos
Hoy,
la cuestión central frente a los avances ultraconservadores (y neofascistas) comunitarios
y estadounidenses, vuelve a ser la defensa de la democracia sin adjetivos y su
desarrollo en todos los campos, en cuya salvaguardia hay que interpelar a todos
y a todas sin distinción. Millones de ciudadanos que formaron parte del bloque
electoral de los vencedores (PP y PSOE) en el pasado inmediato han sido
desplazados forzosa y masivamente al territorio de los vencidos, de los
exiliados del sistema, de los derrotados de cualquier signo, víctimas por igual
de las sucesivas lesiones de derechos. Tras cada derecho pulverizado hay
centenares de miles de ciudadanos agrupando fuerzas en las Mareas, las
asociaciones de afectados por las hipotecas, los movimientos vecinales, las
organizaciones de pymes, de consumidores, los movimientos de mujeres, el mundo
rural, los sindicatos, las asociaciones de profesionales y estudiantes... Por
tanto, derechos, sí, sumados. Inseparables. Indivisibles. Inmediatos. Urgentes.
Por
ello es muy importante identificar la principal contradicción a la que se
enfrenta el país: una guerra brutal entre el nuevo capitalismo en
reconstrucción a propósito de la crisis, y la exigencia de derechos completos y
para todos/as, amputados por esta. Quiere esto decir que la perspectiva aquí y
ahora, no es tanto prolongarla visión dogmática de una clase obrera como eje de
una revolución social incubada en las trincheras domésticas, sino actualizar
“1789”, esto es, construir un nuevo sujeto plural e “interclasista”,
comprometido con el avance de una democracia con derechos e instituciones
plenamente representativas. Porque es la democracia en todas sus formas la que
anda en peligro, y son los derechos el verdadero objetivo a batir por las
viejas fuerzas del sistema para implantar de forma duradera una sociedad
hiperclasista, bipartidista y autoritaria. Un preludio del fascismo que ya
habita a nuestro alrededor formando parte de la vida cotidiana de las clases
populares, y que está abriendo nuevas vías de expresión en el discurso y las
políticas del PP.
Refundar
la organización para transformar el país
Podemos
debe aspirar a consolidarse como una fuerza democrática orientada hacia las
grandes mayorías sociales sin distinción, lo que lo situaría en las antípodas
de aquellos partidos que relegan a funciones subalternas a los ciudadanos y a sus
organizaciones sociales representativas. Pero, para ello, deberá refundar su
modelo organizativo sobre bases diferentes (plural, inclusivo, participativo y
feminista) desmontando la “maquinaria de guerra electoral” que justificó y
alimentó el sentido providencial de una dirección autoritaria grupal,
incuestionable, y promovió un microclima artificial que alumbró el nacimiento una
nueva categoría de líderes carismáticos postmodernos. En tiempos de paz, la
coartada de la premura de las sucesivas citas electorales tampoco parece un
argumento suficiente.
Las
carencias democráticas de este modelo de partido han sido reiterativas: la
anulación de la necesaria supremacía del partido respecto al líder, cuyas
prerrogativas unipersonales se sitúan por encima de la voluntad democrática de
sus miembros y organizaciones; la
intolerancia hacia la pluralidad interna; la reducción de la participación
política de los afiliados al refrendo de dirigentes y candidatos, previamente
cooptados, y a las campañas electorales; la concentración del poder en un grupo
reducido de dirigentes; la extrema subsidiaridad de los grupos parlamentarios
respecto a las cúpulas políticas; la expansión de distintos modos de
clientelismo político y prácticas internas indeseables; la formación de
aparatos fieles a los líderes; en definitiva, una ley de hierro inexorable ha
configurado una estructura vertical del poder, “de arriba a abajo”, a través de
una trama de delegados territoriales,
interdependientes y jerarquizados, que alcanza a todos los escalones de la
organización. El Manual teórico-práctico del Partido tradicional, en estado
puro.Pero hay alternativas: Democratizar el poder, socializar las decisiones,
normalizar y regularizar las discrepancias, diversificar las procedencias,
feminizar las relaciones internas….
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