Conversación
en torno a la segunda parte del CAPÍTULO
8 (2). Hacia el neocorporativismo. La
ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo (Bruno Trentin).
Querido Paco,
nos dice el autor que existía una “crisis histórica” de relación entre los
movimientos sindicales y los parados en aquellos tiempos que analiza en su
libro La ciudad del trabajo. Me temo que esa crisis continúa.
Naturalmente
no estamos en condiciones de saber qué hubiera ocurrido si nos hubiéramos
empeñado, en el primer Congreso confederal de CC.OO., en el Pacto de
solidaridad contra la crisis y el paro que puso encima de la mesa nuestro
Marcelino Camacho. Quiero decir, si en torno a esa propuesta nos hubiéramos
esforzado en captar los elementos de fondo de la propuesta, tal vez el pacto
solidario hubiera sido una referencia y, como hipótesis, se hubiera avanzado
algo en esa “crisis histórica”. Lo cierto es que todos aprobamos administrativamente la idea camachiana,
pero mirando con el rabillo del ojo para otro lado del salón.
Acabas tu
carta anterior con un comentario y unas interrogaciones tan reales e
inquietantes como la vida misma: “Hoy los pequeños corporativismos proliferan en todas partes,
como las cucas a la llegada del verano. Es el ‘sálvese quien pueda’ que
mencionaba yo en una charla anterior. Fijos contra precarios, veteranos
contra jóvenes, autóctonos contra inmigrados, varones contra mujeres. Así de
fragmentada y enfrentada está la sociedad civil. ¿Y no ha de ser ese el primer
punto por resolver para una propuesta sindical y política de alternativa? Pues bien, de esta
situación puede comportar dos situaciones: a) o un intento de reunificación,
que sería gradual, de todas esas diversidades, o b) la exasperación de todas
ellas al grito desgarrador, como tú relatas, del “sálvase quien puede” sin la
delicadeza de aquello de “las mujeres y los niños, primero”.
El intento de
reunificación de esas dispersiones podría apoyarse en que la agresión
neoliberal se dirige contra todos, y que nadie por separado se librará de la
tempestad. Pero esta prédica de sentido común, si no va acompañada de una
propuesta sindical y política convincente (convincente por su factibilidad), sería
papel mojado. Un programa, se entiende, que tuviera un ámbito europeo, lo que
no quitaría que tuviera los necesarios pespuntes españoles. Ahora bien, querido
Paco, un programa no es un conjunto de zurzidos, ni un ajuntamiento de retales.
Y en relación a Europa parece claro que lo que prima es también el “sálvese
quien pueda”, vale decir, que cada Estado-nación tira por donde parece que
conviene a sus grupos dirigentes y, por otra parte, las izquierdas dan (algo
más que la sensación) de ser una especie de Brigada de Brancaleone.
Ahora bien,
cabe una posibilidad, que con sólo decirla se me ponen los pelos de punta. Se
trata de algo que me ronda la cabeza de un tiempo a esta parte y explica los
motivos de mi decisión de traducir el libro de Trentin. Supongamos, por un
momento, que el sindicalismo y las izquierdas fuesen derrotadas en esta batalla
estratégica de la crisis (toca madera, amigo). Una salida --nefasta, por
supuesto-- podría ser que a alguien, de
babor o estribor, se le ocurriera que la solución es reeditar el pacto
neocorporativo: te doy este plato de lentejas a cambio de que me ordenes el
patio y gestiones las reivindicaciones que no intimiden y un conflicto social
que tampoco intimide.
Querido Paco,
de ninguna de las maneras quiero crear alarmismo, simplemente me limito a
establecer una hipótesis que no debería caer en saco roto. En todo caso, como
dijo el sabio cordobés: non los agüeros,
los fechos sigamos. Aunque cruzo los dedos porque sabemos cómo acabó
aquello… Mis saludos, JL
Habla Paco
Rodríguez de Lecea
Si alguien se
anima, querido José Luis, a emprender el difícil camino que propones de
restaurar las fracturas de la sociedad civil a partir de un programa meditado,
consensuado y creíble de reformas, tendrá que medirse con otros corporativismos
distintos de los que hemos venido comentando, y más feroces. Porque el espíritu
de cuerpo no es ni mucho menos un liquen que vive pegado al suelo social: más
bien nos viene de arriba abajo con la contundencia de un smash de Federer. El esprit de corps se le supone al militar tanto o
más que el valor inmortalizado en las ordenanzas; hasta puntos que rozan el
ridículo en gritos como “¡Viva la cuarenta y dos de infantería!”, o ¡Viva el
reemplazo del 96!” En la judicatura, es requisito iuris et de iure para entrar
a formar parte de la alta jerarquía. Lo que se hizo con Garzón (la oveja negra
que es necesario expulsar como sea) y lo que se está haciendo con Dívar y antes
se ha hecho con otros, tiene reminiscencias de la frase de Roosevelt sobre Somoza:
“Es un HP, de acuerdo, pero es nuestro HP). De la Iglesia católica no hace
falta hablar, su temple solidario se muestra de inmediato en su edificante
disposición a pagar el IBI, ¡no de los templos ni de las escuelas, sino de sus
propiedades urbanas, que le rentan suculentas cantidades! De las demás
Iglesias no tengo noticia, pero sospecho que se mueven en parámetros parecidos.
Tampoco hará
falta que pasemos revista al funcionariado. Es un cuerpo, y el nombre ya lo
expresa todo. Pero es bonito detenerse un momento en los ministros del
Gobierno, de este como del anterior: se pisan y se contradicen unos a otros
para dar una noticia o un desmentido, y hay que ver cómo pelean los
departamentos, por ejemplo los de Industria, Tecnología, Economía, Hacienda y Comercio,
para colocar en su organigrama una agencia estatal de lo que sea que anda por
ahí suelta.
No estoy
diciendo que todos los militares, los jueces, los funcionarios y los obispos
estén aquejados del mal corporativo. A la vista está que no es así, y podemos
enumerar ejemplos muy lucidos de lo contrario. Lo que digo es que existen
rémoras muy poderosas de corporativismo y de clientelismo que habrá que remover
en el camino hacia una política de reformas estructurales. Gramsci habló en ese
sentido de las casamatas del capitalismo. Enrico Berlinguer, al que hemos
mencionado en alguna ocasión en nuestras conversaciones en un tono más bien
crítico, dio toda la inmensa talla de su personalidad política al medirse de tú
a tú con ese problema pavoroso. Berlinguer salió maltrecho del combate, sí, y
tengo la sospecha de que su derrota (rotunda, si nos ponemos a ver lo que ha
sido de su herencia) se ha intentado tapar apresurada e interesadamente debajo
de alguna alfombra, en lugar de someterla a un análisis riguroso para extraer
las enseñanzas oportunas. En buena parte es eso lo que se propone hacer Trentin
en nuestro libro: discute primero paso a paso las premisas de aquel intento,
desde el respeto exquisito a las personas y a las ideas, y retorna luego a Marx,
a Gramsci y a otros en busca de nuevas propuestas y ensayos. La derrota no es
nunca un ‘agüero’ para el futuro sino uno más de los ‘fechos’ que nosotros,
hombres libres de prejuicios y supersticiones, examinamos para no errar el tiro
en la próxima ocasión.
La misma casa
sindical está, ha estado siempre, aquejada de ese tipo de reflejos y de
inercias corporativas. Al bergantín sindical le cuesta enderezar el rumbo
cuando el barómetro baja y se hace necesaria una maniobra distinta de la rutina
bien masticada de todos los días. Demasiada gente se aferra a las recetas
conocidas y a una actividad estrechita y bien parcelada. Llamar a zafarrancho
resulta siempre impopular.
Discúlpame un
recuerdo nostálgico para el ritmo de trabajo que impusiste al núcleo de dirección
de la CONC en la
época en que yo formé parte de él. Ignoro si habías hecho antes algo parecido,
si lo hiciste después, si se sigue haciendo. Nos mandaste a participar en la
negociación de convenios colectivos de diferentes instancias para que conserváramos
el alma de sindicalistas y no de funcionarios, y nos sometiste a reuniones
periódicas (podían ser mensuales o más frecuentes si se consideraba oportuno)
en las que examinábamos conjuntamente los ‘grandes movimientos’. No el día a
día, que ya tiene su ritmo y su trantrán, sino la perspectiva, el horizonte, lo
nuevo.
Aquellas
reuniones, que se celebraban fuera del recinto de la casa sindical, y con
frecuencia al aire libre, podían tener una composición variable en función de
los temas y las circunstancias, pero casi siempre estuvimos Alfons Labrador,
responsable de Prensa y fino estratega, que siempre se volvía a casa dándole
vueltas a algún nuevo titular para Lluita
Obrera; Sebastià Vives, Paco
Puerto, Tomás Chicharro y Juan Ignacio Valdivieso, siempre escrupuloso en el
mejor sentido de la palabra, y el más difícil de convencer. Aquellas reuniones
fortalecieron al núcleo, nos dieron a todos más coherencia, más seguridad en lo
que defendíamos en las asambleas, y en nosotros mismos. Me gustaría que te
extendieras un poco sobre aquella u otras experiencias parecidas, si hacerlo no
hiere tu natural modestia. (Quizá dirás, como Mark Twain: «Me molestan las
alabanzas, sobre todo porque suelen quedarse cortas.»)
Un saludo,
Paco
JLLB
Por el amor
de dios, Paco. Bien sabes que no tengo el vicio de la modestia, sino más bien
lo contrario. De manera que estoy más cerca de Mark Twain que del poveretto de Asís. Lo que dejo sentado
nuevamente para información de los siglos presentes y, con no menor fuerza,
para los venideros. Abrazos desde la inmortal Parapanda, JL
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