Nota.
Viene de la anterior entrega, (1) SEGURIDAD
SOCIAL: POR UN NUEVO Y FRATERNAL PACTO INTERGENERACIONAL. Este
trabajo es la editorial de la revista La Ciudad del trabajo.
1. La “quiebra” de la Seguridad Social
Hace ya muchos años que desde sectores
económicos académicos relacionados con laboratorios de ideas generalmente
patrocinados por entidades financieras se viene vaticinando la quiebra del
modelo de Seguridad Social. Quien tenga curiosidad al respecto puede buscar en
las hemerotecas sesudos análisis publicados por pensadores económicos –de gran
prestigio algunos de ellos en la actualidad- que ya en la década de los ochenta
afirmaban sin ambages que la Seguridad Social entraría en bancarrota en los
noventa o al principio del presente milenio. Es obvio que esas profecías
milenaristas no se han cumplido.
No deja de ser curioso constatar cómo
esas reflexiones aparecían en los medios con constate periodicidad hasta la
reciente crisis económica. A partir de ese momento –y tras las medidas de
austeridad, el vaciamiento de la denominada “caja de la Seguridad Social” y el descenso de recaudaciones- esas voces
agoreras parecen guardar silencio. Alguien puede pensar que esos estudios ya no
aparecen en los papeles porque sus predicciones se han cumplido, aunque más
tarde de lo previsto. Pero también es posible otro escenario: ya ninguna
institución financiera paga esos análisis en tanto que desde el propio ámbito
del poder político se urge a los ciudadanos a suscribir fondos de pensiones
ante la crisis de la Seguridad Social y las medias tienden a meter el miedo en
el cuerpo.
En realidad esos sesudos análisis –y el
privilegiado tratamiento mediático que tuvieron- eran mera ideología y
dogmatismo neoliberal. Y ello por una simple y obvia razón: el sistema de
Seguridad Social basado en un modelo de reparto no puede quebrar por
definición. O, mejor dicho: si lo hace es que la economía ha entrado en una
crisis definitiva irrecuperable. Mientras haya personas económicamente activas
que aporten dinero a la caja común de la Seguridad Social habrá dinero para
pagar prestaciones. Otra cosa, muy distinta, es su cuantía.
Esa es la gran diferencia con los
modelos privados basados en la técnica del aseguramiento: un fondo de pensiones
sí puede quebrar. Es más, tras el inicio de la última crisis han sido
innumerables los fondos que a escala internacional han entrado en bancarrota; y
han sido los modelos de Seguridad Social privatizados del Cono Sur de América
–el sangrante experimento de los Milton Boys en los anteriores regímenes
dictatoriales de esa zona- los que más dificultades han presentado para pagar
pensiones. No deja también de ser curioso que esos masivos defaults hayan
tenido un escaso tratamiento mediático, pese a los devastadores efectos que ha
significado sobre la realidad de la ciudadanía no activa de muchos países.
Frente a ese panorama los sistemas de
reparto han mantenido –con ajustes- el nivel de protección social. A este
respecto cabe traer a colación la preocupación ciudadana en este país en cuanto
al progresivo descenso de la denominada “caja de la Seguridad Social”. A veces oyendo determinadas informaciones se
tiene la sensación que se acabe el dinero para pagar pensiones, cuando eso no
es así. Eso pasa en un fondo privado, pero no en un modelo de reparto. Ocurre
que en los años de vacas gordas actuamos como el “buen salvaje” previsor
acumulando grano; pero ello no comporta que en los años de sequía no se
recolecten frutos: sigue habiendo comida para todos, pero en menos cantidad. Lo
que ocurre es que el grano acumulado antes se está acabando.
En gran medida la ciudadanía laboriosa
es sabedora de esa lógica de fondo; de alguna manera las clases populares
siguen manteniendo en su imaginario colectivo que la Seguridad es fruto de sus
luchas y aspiraciones. Buena prueba de ello la hallaremos en el fracaso de los
fondos y planes y pensiones en nuestra experiencia: pese a las grandes
presiones que han ejercido las entidades financieras con su política del miedo,
en la práctica sólo las personas con mayores ingresos han suscritos esos
mecanismos de aseguramiento privado, en especial por las ventajas fiscales de
las que el legislador los ha dotado.
Sin embargo, a las predicciones
agoreras de lógica dogmático-economicistas no les falta razón en una
constatación de matriz meramente actuarial: la inversión de la pirámide de
población y el progresivo crecimiento de la esperanza de vida determinan que
cada vez haya más pensionistas (especialmente, ante el acceso a la jubilación
de la generación del “baby boom”) y
menos sujetos activos que aporten dinero al fondo común. Es esa una realidad
indiscutible desde cualquier perspectiva ideológica. Con todo, no tiene porqué
comportar ineludiblemente una reducción de las prestaciones, como
posteriormente se analizará. Baste ahora con afirmar que quizás el problema no
se sitúa en el hecho que haya más pensionistas que vivan más, sino en las
políticas restrictivas de migración y en la clara apuesta del poder por la
reducción salarial (y el reparto negativo de rentas que ésta comporta). A lo
que cabrá añadir que –por los cambios legales regresivos y el impacto de la
crisis en la carrera profesional de las personas asalariadas en los últimos
años- la tasa de reposición de las pensiones (porcentaje del salario que se
mantiene en la pensión) ha disminuido en forma significativa en los últimos
años.
Pero en el fondo tras el debate sobre
el futuro de la Seguridad Social se oculta otro aspecto más sustantivo: el desistimiento de una de las
partes signatarias del contrato social welfariano. Como señala con acierto
JOSEP FONTANA, tras la caída de los denominados “países socialistas” en Europa
y el triunfo del de la teoría del capitalismo popular (con el subjetivismo
generalizado entre las personas asalariadas de ser “clase media”), los
poderosos perdieron sus antiguos miedos: ya no existía en la realidad un modelo
alternativo y los valores capitalistas se han hecho ampliamente hegemónicos en
la sociedad. En esa tesitura decidieron aplicar el principio “rebus sic
stantibus” y, por tanto, denunciar tácitamente el pacto social de postguerras:
si se derrota al enemigo ya no es
preciso mantener los tratados previamente firmados con él. El pensamiento
neoliberal –surgido en su momento como una reacción al welfare- se acabó
imponiendo. Con él triunfan dos sustratos ideológicos de base: por un lado, la
primacía absoluta de la libertad individual como valor esencial de una
democracia, con la consiguiente minusvaloración de la igualdad –sustantiva, no
formal- y la desaparición práctica de la fraternidad; por otro, se entroniza el
dogma de “menos Estado”. Entre otras muchas consecuencias todo ello ha
comportado la progresiva desaparición de mecanismos de control sobre los
poderes económicos en todos los ámbitos, incluyendo la empresa, tanto externos,
como internos. Precisamente por ello en el ámbito laboral los sindicatos
(control interno) y la negociación colectiva (control externo) se han situado
en el centro de la diana del neoliberalismo. Un paradigma de esa tendencia lo
hallaremos en la reforma laboral del 2012.
Mientras tanto, las atónitas izquierdas
(incluyendo en ellas los sindicatos) se han limitado en general a invocar el
principio “pacta sunt servanda”, reivindicando la vigencia de un contrato que
no es más que papel mojado. En lugar de construir un discurso alternativo que
vuelva a dar miedo (para poder negociar un nuevo acuerdo social en mejores
condiciones), se ha optado por el mero posibilismo de poner parches en un buque
que hace aguas.
Las consecuencias de todo ello son
conocidas: el progresivo incremento de la desigualdad en el mundo y en el
interno de las propias sociedades. La libertad, en su vertiente individual,
está fagocitando al resto de componentes de la tríada republicana, lo que
comporta la evidente perversión no sólo de los textos constitucionales
vigentes, sino del propio concepto de democracia tal y como actualmente la
conocemos. No deja de ser sintomática la evolución de nuestra doctrina
constitucional en relación con el derecho a la libre empresa: en la práctica se
ha venido a erigir como un derecho fundamental (y no sólo como uno “ordinario”
de ciudadanía), incluso prevalente sobre otros derechos expresamente
reconocidos como tales. Lo mismo ocurre en el terreno comunitario: la libertad
de establecimiento impera sobre otros valores históricamente consagrados.
De esa forma se conforma una especie de
paradigma en el que los privilegiados son una especie de “elegidos por los
dioses” que han de gobernar el mundo y la sociedad para defender sus
prerrogativas, mientras que el resto de los mortales –que no nos hemos hecho
ricos por nuestra menor capacidad o carencia de espíritu emprendedor exitoso-
debemos pechar con las consecuencias de nuestra ineptitud. Un mundo el actual
en el que triunfa el “neodarwinismo social” y que se halla a un paso de la
oligarquía como sistema de gobierno. Las políticas sociales las determinan hoy
“los mercados”, no la ciudadanía con sus votos.
En ese panorama la Seguridad Social
(como el resto de instituciones del Estado del bienestar) resulta algo molesto
para el poder real. En primer lugar porque sus orígenes se sitúan en una idea
política –como tantas veces se ha dicho: la fraternidad- que le es extraño. Y
en segundo y significativo lugar, porque una parte muy importante de la riqueza
de una sociedad es gestionada por los poderes públicos y no por manos privadas.
Seguirá
y acabará mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario