Las
lenguas empedernidamente maledicentes se habían apresurado a decir que José María Aznar no acudió
al sepelio de Alfredo Pérez Rubalcaba. Nadie con
mando en plaza dio explicación alguna sobre el feo del hombre de las Azores.
Hasta que alguien dijo por lo bajinis que se encontraba en Estados Unidos.
Sí, Aznar está en Norteamérica. Lo que, según todas las convenciones al uso, es
mucho más chocante. Aclaremos el asunto.
Tras
el estropicio electoral del Partido Apostólico
el caballero coge los bártulos y desaparece de la piel de toro. Ningún
comentario sobre la hecatombe y, como se dice, sin dar la cara. Huyendo de su
propio fracaso político y personal. En mitad del proceso electoral pendiente.
Por supuesto, la mitad de su partido le agradece el gesto de su desaparición;
la otra mitad, perpleja, resiste como aquel famoso alcázar que no se rindió,
echando cálculos de cuántos cascotes tendrán que quitar tras los resultados de
la contienda en marcha.
Este
silencio de Aznar con el canguelo a encontrar una explicación a su desastre y
la huida a Norteamérica son una consecuencia de la magnitud del desastre. Y,
simultáneamente, confirman que la máxima de los allegados al hombre de las
Azores –«Fuera de Aznar no hay salvación»-- siempre fue una chuchería del espíritu. Al
tiempo que demuestra que quien con Aznar se acuesta, cagado se levanta. Aznar, ese hombre.
Pero
no se confíen. Este tipo tiene fuertes conexiones con el corazón de las
tinieblas.
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