La desmesura que no pocos
políticos tienen a la hora de hablar, por no decir la obsesiva facundia, les
juega muy malas pasadas. Esta manera de chamullar también es atribuible a las
izquierdas nuevas y viejas. Comoquiera que estamos ante una campaña electoral
permanente nos encontramos con procesos de negociación, real o simulada, para
conformar alianzas de gobiernos posibles o imposibles. (Que ayer se formalizara
positivamente el acuerdo entre Podemos e Izquierda Unida es algo que también viene a propósito
de este ejercicio de redacción).
Primer tranquillo
Tanto para justificar la
tardanza en llegar a pactos como para explicar su negativa a ellos, se
argumenta de manera agotadora que lo importante no es el quién sino el qué. Es decir, lo serio no son los «sillones», una
metáfora del quiénes, sino el «programa», vale decir, el qué. Completamente de
acuerdo, y no lo volveremos a repetir.
Pero tanta repetición sobre el particular de todos contra todos se está
convirtiendo en algo tan sobado que se nos antoja un tópico banal y
aproximadamente cretino. De ahí que digamos, a contracorriente, que propongamos
una reconsideración sobre los «sillones».
Segundo tranquillo
Recalquemos: en estos casos que
comentamos, los sillones son la metonimia de las personas. O, lo que es lo
mismo, aquellos que van a aplicar el qué programático que se ha acordado con
mayor o menor fatiga. Así pues, parece evidente el vínculo entre el sillón y la
persona que, con mayor o menor asiduidad, acostumbra a sentarse. Que se elogie
el programa para castigar el sillón, no deja de ser un recurso retórico que
puede tener un cariz demagógico o un origen anarquizante, tanto si es
subconsciente como si está aflorado. O como, dicho con las abusivas palabras de
hoy, populistas.
Pregunto: ¿tiene sentido, así las
cosas, hablar de programa al margen de quién o quiénes van a llevarlo a la
práctica? No padre, eso sería mera metafísica. Un proyecto no es solamente la
literatura programática, sino quién lo gobierna o gestiona su aplicación en un
trayecto cierto. Con lo que cabría preguntarse: ¿se es indiferente a que la
aplicación del programa lo haga Anás o Caifás, un garrulo o alguien con
fundamento? La respuesta parece que no. De donde sacamos una conclusión provisional,
un programa que sea digno de ese nombre
requiere, por lo menos, las siguientes características: 1) que sus propuestas
tengan un carácter orgánico, compatibles entre sí, por tanto no debe ser un
zurcido de retales; 2) la responsabilidad de unos determinados sillones
(personas) que lo van a llevar a cabo o el intento de aplicarlo y gestionar sus
contenidos concretos.
Con lo que negociar el qué no es
una variable independiente de acordar el quién. Por lo demás, seamos
conscientes que la burocracia es otra cosa. Y de ella habló, para otras
cuestiones, Bruno Rizzi en su libro La burocratización del mundo (Península,
1980).
No hay comentarios:
Publicar un comentario