viernes, 19 de diciembre de 2014

SOBRE EL PODER DE LOS JUECES: SER DEMÓCRATA O RESPETAR EL JUEGO DEMOCRÁTICO


Homenaje a Robin White de parte de JLLB



(Borrador para amigos)

Uno puede creer que la democracia consiste en permitir el ejercicio, más o menos controlado de una serie de libertades, en especial, ir a votar cada cuatro años. Pero ocurre que ser demócrata es otra cosa más profunda: creer en los valores –y no sólo en las reglas formales-- que se han ido conformando a lo largo de milenios como normas de convivencia. En todos los ámbitos. A lo que cabrá añadir que la democracia no es sólo libertad, sino también igualdad y fraternidad. Por eso la democracia es puro y simple humanismo.

Ser demócrata -–y no sólo respetar ciertos formalismos-- consiste entre otras muchas cosas en favorecer, reconocer y fomentar el control del poder. Porque el poder debe ser ejercido con el consenso de los ciudadanos y a favor de éstos; por tanto, beneficiando a la mayoría y no a las minorías, por muy poderosas que sean. Y cuándo se habla de poder cabrá no caer en la simpleza de limitarlo al ámbito de la política: ésta es cada vez menos poder en una sociedad globalizada y en la que los auténticos centros de decisión se hallan en el terreno económico-financiero.

Controlar el poder no es sólo la transparencia del ejercicio político, que también. Es asimismo el control de las grandes entidades económicas y financieras. Desde arriba, en forma transversal y “desde abajo”. El poder incontrolado es ajeno a la noción de la democracia, porque ésta consiste, precisamente, en dicho control. El poder radica –en lógica democrática-- en los ciudadanos que ejercen su soberanía y que, por tanto, deciden el modelo de sociedad y no sólo quién gobierna. Por eso la inacabada e inacabable lucha por la democracia consiste, esencialmente, en la pugna por el control del poder.

En esa tesitura se antoja obvio que el liberalismo nunca superó el umbral de una democracia razonable. En efecto: su lógica de fondo se basaba esencialmente en el reconocimiento de determinadas libertades públicas, siempre que se tuvieran los medios para su ejercicio, en forma tal que la democracia se sometía al propietarismo. Si uno tenía medios suficientes podía ejercer dichas libertades, pero en caso contrario su estatus social era similar al de la paraesclavitud. Los trabajadores y las clases menesterosas devenían, de esta forma, una especie de a-ciudadanos sin derechos.
La lucha secular del movimiento obrero organizado puso fin a esa perversidad democrática: tras inmolar dos generaciones en dos guerras mundiales e instaurado en media Europa un modelo alternativo, las clases dominantes se vieron obligadas a pactar. Surge ahí lo que hoy conocemos como Welfare o Estado del Bienestar; por tanto, la constitucionalización de los derechos de ciudadanía de la “pobreza laboriosa”. Pese a ello, entre las cláusulas convenidas entre clases en dicho pacto social el control del poder devenía limitado. Así, el poder ejecutivo se veía controlado, en el papel, por el legislativo: buena parte de los Parlamentos no han sido, al menos en Europa, más que meras correas de transmisión del Gobierno, y el judicial, también sobre el papel, independiente. Y el poder legislativo se controlaba a través del poder constitucional, en nuestro sistema, el Tribunal Constitucional. Nada nuevo: ésa es la lógica que se deriva de la división de poderes diseñada por Montesquieu, con el añadido del control constitucional que se dimana del pensamiento jurídico de Weimar. Pero ese control del poder se limitaba estrictamente al terreno político. De hecho, las izquierdas (primero, la socialdemócrata y posteriormente buena parte de las que procedían de la cultura comunista) también se dejaron plumas en dicho acuerdo histórico: la discusión sobre otro modelo de sociedad alternativo. Sólo en el marco de la empresa se instauraron mecanismos de control “light” a través de los sistemas de representación que ejercían una leve supervisión, en general no decisoria, sobre la toma de decisiones por el empleador en el ámbito estrictamente contractual-laboral. Sin embargo, la izquierda renunció  a ejercer cualquier control sobre la empresa, salvo conductas patológicas y los grandes poderes económicos; en definitiva, qué y cómo se produce.

Obviamente, ese pacto es historia, aunque algunos no quieran verlo. “Vencido y desarmado el ejército rojo”, los poderosos no tienen necesidad alguna ya de repartir el pastel con los menesterosos: no hay peligro a la vista para sus intereses. Por eso estamos asistiendo a una lucha de clases inversa, que ideológicamente ha configurado eso que conocemos como “neoliberalismo”; esto es: la puesta en solfa de los viejos valores republicanos de igualdad y fraternidad y la resituación como elemento central societario de la libertad. Pero un concepto de libertad que –sin el apoyo resto de nociones que conforman la tríada republicana-- se inserta en el terreno estrictamente económico y neopropietarista: “el capitalismo popular”.

Ello comporta, inevitablemente, el sometimiento de los derechos de ciudadanía a la economía. Para que ésta crezca todo vale, aunque ello signifique la pérdida de la calidad democrática de la mayoría de la población. Y, además, eso se enmarca en un proceso de globalización económico, que desvirtúa y deja sin sentido la noción de Estado-nación. Ciertamente el capitalismo siempre ha tendido a su expansión mundial –como afirmaba hace más de siglo y medio el barbudo de Tréveris-- pero, a la vez precisaba de Estados fuertes para imponer la fuerza y el consenso social. Hoy, al capitalismo le sobran las naciones porque ya no las precisa; si alguien en la izquierda española o catalana tiene dudas al respecto, que lea a Hobsbawn y su imprescindible Historia de las naciones y de los nacionalismos.  El problema es que no existen mecanismos internacionales de control sobre el poder económico y financiero; al contrario, los que existen sólo castigan las trabas al “libre comercio”:  estamos a las puertas del salto cualitativo que significa el TISA, inmolando los derechos de ciudadanía europea en el modelo norteamericano. Y en cuanto al poder político cabrá referir que, al margen de supuestos puntuales, sólo el principio de jurisdicción universal respecto a delitos de lesa patria puede tener alguna incidencia al respecto.

Digámoslo claro: al neoliberalismo le sobra y le molesta el control social sobre el poder. Así, los escasos mecanismos de control interno en la empresa se han visto fuertemente mermados en la experiencia española de los últimos años –como en tantos otros países-- tras las distintas reformas laborales. El objetivo último de éstas no ha sido nunca la “ficticia” creación de empleo, sino el reforzamiento de la capacidad decisoria unilateral de los empresarios en detrimento de la negociación colectiva, el sindicato y los mecanismos de participación en la empresa.

Los grandes poderes económicos y financieros deciden las políticas de los decaídos Estados-nación, acudiendo al chantaje de las agencias de calificación que no son otra cosa que mecanismos de valoración de si se cumple con los objetivos de la distribución negativa de rentas. “Si en su país se implementan políticas que favorezcan que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, le dejo dinero barato”.  Y nadie controla ni esas agencias ni los grandes movimientos económicos meramente especulativos. Nadie controla la especulación en mercados a medio y largo plazo sobre productos alimentarios básicos, aunque ello genere hambrunas genocidas. Nadie se preocupa porque se dediquen cantidades ingentes en investigaciones de productos farmacéuticos de efectos meramente estéticos, mientras que los habitantes de los países pobres mueren por enfermedades como la malaria; o los media se llenan de noticias sobre un infectado de ébola y el destino de sus mascotas en los países opulentos, pero miran a otra parte ante los miles de fallecimientos en África.

Nadie controla –salvo algunas ONG y los sindicatos imbuidos en la RSE-- que las empresas externalizadas utilicen mano de obra esclava. Y el principio de jurisdicción universal se ve cada día más discutido, como ha ocurrido recientemente en España con la reforma instada al respecto por el actual Gobierno.

El denominado “cuarto poder” se ve también fuertemente coartado por la concentración de los medias en pocas manos, siempre vinculados con los grandes centros de decisión económicos. La corrupción inherente a la falta de control del poder no acostumbra a salir –salvo supuestos muy especiales en los que funcionan los engranajes de las cloacas del Estado- de los medios de comunicación, sino de ciudadanos anónimos y de jueces.

En ese caldo de cultivo el poder se vuelve cada vez más opaco, menos transparente. Y no es por causalidad: ésa es precisamente la finalidad buscada por las políticas neoliberales. Y en ese marco los conchabeos entre el poder político y el económico se convierten en el caldo de cultivo de la corrupción. No existen sólo corruptos: existen también –y muy especialmente—corruptores, que en la mayor parte de casos acostumbran a irse de rositas. La falta de control que reclama el neoliberalismo para el mundo económico es, en definitiva, el origen de la corrupción.

Pero aún queda un control, más o menos instaurado: el de los jueces. Los probi viri soñados por Montesquieu a los que, como poder independiente, las constituciones actuales delegan dicha capacidad. Pero ocurre que ese control también les sobra a los neoliberales. Y mucho. Especialmente, por lo que hace a la independencia del poder judicial. De ahí que estemos asistiendo en los últimos tiempos a una auténtica revisión constitucional encubierta del papel de los jueces, sin que apenas nadie se digne alzar la voz. Al margen de la supresión de la jurisdicción universal a la que antes se hacía referencia podemos comprobar como en los últimos tres años la intervención legislativa, política y mediática ha sido abundante en ese terreno, con un claro objetivo: disminuir la capacidad de control de los jueces sobre el entramado político-económico. Esa dinámica se ha articulado a través de tres frentes: en primer lugar, limitando el terreno de actuación jurisdiccional; en segundo lugar, limitando los medios materiales y humanos de los jueces; y, por último, cercenando la hasta ahora existente –aunque limitada-- independencia judicial.

La limitación del campo de actuación de los jueces se ha producido en España en varios niveles. Así, por ejemplo, instaurando unas tasas judiciales que no tienen otro objetivo que disuadir a los ciudadanos de que ejerzan su derecho a la tutela judicial efectiva. No está de más recordar que las tasas judiciales en los últimos tiempos se habían diseñado como una mecanismo para castigar a los denominados “litigadores habituales”: en general, las grandes empresas, con medios económicos significativos. Tras la reforma del actual Gobierno a quién de verdad se ha castigado es a los ciudadanos sin grandes medios. Y hay que hacer especial mención a que actualmente se halla en tramitación parlamentaria una modificación de la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita que comportará, entre otras cosas, que los trabajadores tengan que pagar para recurrir: algo que, aunque podría derivarse de aquél otro cambio legislativo, fue interpretado en sentido contrario por el Tribunal Supremo. No parece ser casualidad que una medida similar la haya instaurado también el gobierno de Mr. Cameron en el Reino Unido, con el resultado de un significativo descenso del número de recursos, según me dicen amigos que conocen el paño.

Una lógica de limitar el campo de actuación del poder judicial que se extiende a aspectos como la privatización de los registros civiles. O, especialmente, con la denominada “Ley Mordaza”, que va a permitir la imposición de sanciones administrativas exorbitantes por el ejercicio de derechos constitucionales, sin que la medida se haya adoptado por jueces que únicamente tendrán un control posterior sobre la sanción impuesta. Y no está de más indicar que, al parecer y según recientes informaciones, en las negociaciones actuales del TISA se pretende imponer un modelo en que las transacciones comerciales de las grandes empresas estén exentas de control judicial o, en su caso, que un ciudadano afectado por un proveedor de servicios deba demandarlo allí dónde éste tenga su sede central.

Sigamos: el poder judicial nunca ha tenido medios materiales suficientes. La situación de nuestros juzgados y tribunales es en muchos casos patética, prestándose servicios en condiciones lamentables. Medios informáticos –cuando los hay—son del siglo pasado, escaso personal, lugares de trabajo limitados… Ningún gobierno desde la transición ha tenido demasiado interés en poner al día la oficina judicial, a diferencia, por ejemplo, de la Agencia Tributaria. Pese a ello, y generalmente por presiones externas, hace ya muchos años que han existido sucesivos Pactos para la Justicia. Pactos de los que han surgido una serie de medidas lógicas, como por ejemplo la unificación de determinados servicios comunes, la mayor atribución de competencias procesales a los secretarios judiciales o la instauración de los denominados tribunales de instancia. Sin embargo buena parte de esas medidas ha quedado congelada con la excusa de la crisis económica. Claro que esas políticas comportan mayores inversiones “tout court”; sin embargo, la optimización de medios conlleva también una sensible reducción de gastos a corto plazo: así pensaría una empresa, pero no el actual Gobierno. A lo que cabrá añadir que no se han aplicado políticas restrictivas en otros ámbitos, pese a la crisis.

A esa limitación de medios se ha sumado una reducción significativa del número de recursos humanos. En efecto, España es uno de los países europeos con una menor ratio de jueces por habitantes. Y eso, junto con la escasez de medios, explica en buena medida las demoras en la tramitación de los procesos que no es nueva, sino atávica.  Pues bien, el actual Gobierno –de nuevo, con la excusa de la crisis-- ha eliminado de un plumazo más de mil plazas de jueces sustitutos; es decir, licenciados en derecho que se engloban en una especie de bolsa de empleo y que cubren sustituciones de los jueces titulares en caso de bajas, licencias, permisos, falta de cobertura o como refuerzo. En la práctica, un despido colectivo o mejor dicho, la “no renovación de contratos temporales” de una quinta parte de la plantilla real de jueces. Únase a ello que no se han creado nuevas plazas y que existen dos promociones surgidas de la Escuela Judicial sin destino en la actualidad, actuando como los anteriores jueces sustitutos, allí dónde se les manda.

En la medida en que el grado de litigiosidad se ha incrementado por la crisis –y los asuntos se han hecho cualitativamente más complejos-- el aumento de la carga de trabajo ha llegado a límites insostenibles en buena parte de las jurisdicciones y, especialmente, en el trabajo de los jueces de instancia. Hay que hacer mención que la cultura del productivismo --entendida como “sacarse papel de encima”, con independencia de la calidad de las actuaciones-- hace años que se ha implantado en la carrera judicial, a través de una especie de paradigma de “trabajo estándar” que da lugar, en caso que se supere, a una irrisoria compensación económica semestral o a la actuación de la Inspección, en el caso de que no se alcancen determinados niveles. Aunque dichos “módulos” ya no están en vigor, en tanto que fueron anulados por el Tribunal Supremo por defectos formales, siguen siendo el único parámetro de comparación en la práctica. Pues bien, el propio Consejo General del Poder Judicial reconocía hace poco que más  de la mitad de los juzgados y tribunales españoles superaba en la práctica en más de un cincuenta por ciento el paradigma “normal”. Y cabe hacer mención a que en la carrera judicial no existe hoy por hoy un plan de prevención de riesgos laborales –pese a la obligación legal de realizarlo-, sin que se hayan arbitrado medidas de previsión de los riesgos psicosociales. O sea, según decimos en Santa Fe, capital de la Vega de Granada: en casa del herrero, cuchillo de palo. Lo que ha dado lugar a la interposición ante la Audiencia Nacional en fecha reciente de una demanda de conflicto colectivo por Jueces para la Democracia.

Únase a ello que la reducción y congelación salarial de los empleados públicos ha afectado también a los jueces: hoy éstos cobran una cuarta parte menos que hace cinco años. A la vez, se les ha reducido sensiblemente el número de días de libre disposición –lo que cabrá relacionar con el incremento de la carga de trabajo y el estrés-- o que para el próximo año no se renovará la póliza de responsabilidad civil que hasta ahora iba a cuenta del CGPJ, mientras que, en paralelo, el reciente proyecto de ley de la Policía Nacional ha incluido una previsión similar para dicho cuerpo armado.  Pese a ello, no deja de ser sintomático que en las decenas de casos de corrupción que llenan páginas y páginas de los periódicos apenas aparezcan como imputados jueces en ejercicio.

Esa falta de medios conlleva los inevitables retrasos. Por poner un ejemplo, en los juzgados de lo social de Madrid se están señalando juicios a más de dos años vista. Y en Barcelona se va camino de ello. Poco interés muestra el Gobierno sobre esas dilaciones (que afectan a los derechos de trabajadores y beneficiarios de prestaciones de la Seguridad Social), porque probablemente esa tardanza les interesa. Por eso cuando uno oye a ciertos políticos que han tenido responsabilidades de gobierno quejarse de dilación en la tramitación de determinados procesos penales sobre corrupción no puede menos que escandalizarse: cabría preguntarse qué hicieron en su etapa de Gobierno para solucionar el déficit histórico de la justicia. Por cierto, la solución dada por el actual Ministro de Justicia no deja de ser sorprendente: establecer un plazo mínimo –ciertamente corto-- de tramitación de las causas. Es decir, si me pillan con las manos en el erario público el juez de instrucción tendrá unos meses para procesarme y, como tiene pocos medios, o me voy de rositas –si ha transcurrido el plazo-- o tengo muchas posibilidades de que la instrucción esté mal hecha y, por tanto, de acabar librándome de condena. No es nuevo: lo mismo hizo en su día Berlusconi.

Y, finalmente, como tendencia probablemente más grave: se ha cercenado hasta el límite la independencia judicial. Ciertamente la teoría de la división de poderes tiene un evidente problema práctico: sobre el papel, el poder legislativo controla al poder ejecutivo y el poder judicial controla a ambos. Pero entonces, ¿quién controla a este último? La creación del CGPJ venía a intentar resolver esa contradicción, creando un organismo de gobierno específico de los jueces que –aunque no siempre-- era elegido por el Parlamento, con una cierta capacidad propositiva de los propios jueces. Otra cosa es el Tribunal Constitucional: aunque el ciudadano de a pié considera que dicho organismo forma parte del poder judicial, no es tal. Como se ha dicho es poder constitucional (ideado por Kelsen) y lógicamente es elegido por el Parlamento. Sin embargo no está de más recordar que, poco a poco, dicho órgano constitucional se ha visto claramente desvirtuado. Si uno compara los méritos profesionales de las personas que lo conformaron en los primeros tiempos constitucionales con los de los actuales –salvo escasas excepciones--, la sensación de sonrojo es inevitable. El TC se ha acabado convirtiendo en una especie de Parlamento “bis”, donde el debate parece ser más en clave política que jurídica.

No está de más recordar que el actual presidente compatibilizó durante buena parte de su primera etapa como magistrado del TC con la militancia en el PP, lo que pone en evidencia flagrante la falta de independencia de dicho organismo. De esta forma, el TC ha pasado a ser una especie de validador, salvo supuestos muy puntuales, de lo que decida la mayoría gobernante que lo ha elegido en base a reflexiones ciertamente alejadas del Derecho (y para muestra, la Sentencia relativa a la reforma laboral del 2012) El “entrismo” de la derecha que no votó la Constitución en vigor (que respeta las reglas del juego democrático pero no ha metabolizado los valores democráticos lo que le ha permitido, sin problemas, compatibilizar su viejo absolutismo con el neoliberalismo) ha conllevado que nuestra Carta Magna pase de ser un texto abierto a un texto cerrado, ciertamente muy alejado de sus intenciones iniciales.

Pero si volvemos al órgano de gobierno de los jueces podemos observar cómo sus competencias no son –contra lo que se acostumbra a pensar-- meramente “de aparador”. Mientras que la adscripción de destinos en general opera en la carrera judicial a través de la antigüedad o la especialización, no ocurre lo mismo con los cargos gubernativos (Presidentes de TSJ, Audiencias, etc.) ni, especialmente, en la designa de los miembros del Tribunal Supremo. La designación aquí es sustancialmente discrecional cubriendo el expediente de una valoración formal de méritos. Por tanto, el CGPJ decide no sólo los órganos gubernativos, sino también y esencialmente quién conforma la máxima cúspide del poder judicial –el TS- y, por tanto, quién fija cómo se interpretan las normas.

Obviamente los jueces no son ni deben ser ideológicamente asépticos. Como cualquier ciudadano tienen ideología. Pero una cosa es eso y otra, muy distinta, que esa ideología se confunda con el debate político. El sistema de designa de los miembros del CGPJ por el Parlamento –en base esencialmente a las afinidades políticas- ha conllevado que no sólo los distintos órganos de gobierno de los jueces se vean influidos por el referido debate político, sino también que ello acabe marcando –en forma indirecta- la jurisprudencia que dicta el Tribunal Supremo. En verdad no es fácil diseñar un modelo en el que no prime la política –o, mejor dicho, la politiquería- en el sistema de elección del CGPJ. Ahora bien, la reforma más reciente del CGPJ ha venido a instaurar un modelo de claro sometimiento de dicho órgano constitucional a esa politiquería. Así, su presidente deja de ser un “primus inter pares” –o, como ha ocurrido en alguna ocasión un mero cargo honorífico- para acabarse convirtiéndose en el auténtico dueño del órgano, máxime cuando sólo una pequeña parte de los componentes del Consejo son “liberados” (por tanto, además de formar parte del mismo tienen que llevar su juzgado o formar parte de un tribunal) y gran parte de las funciones de auténtica dirección no se adoptan por el pleno, sino por una comisión permanente conformada con amplia mayoría por miembros afines a dichos presidentes.

La reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial impuesta por la mayoría gobernante actual ha impuesto, por tanto, un modelo presidencialista, de tal forma que el Presidente del CGPJ se asemeja más a una especie de Delegado del Gobierno en el Poder Judicial. Y, por si alguien lo ha olvidado, cabrá recordar que el señor Lesmes tuvo en su día cargos de dirección en sucesivos gobiernos de la época Aznar: no sólo tiene ideología, ha pasado por la política.

Y no sólo eso: dicha reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) ha creado una figura ciertamente atípica, el denominado Promotor de la Acción Disciplinaria, una especie de Gran Inquisidor, sin unas funciones claras más allá de un control indeterminado de la actividad de los jueces. En esa tesitura la persona que actualmente ostenta el cargo promovió en su día una investigación sobre el famoso manifiesto firmado por treinta y tres jueces catalanes sobre el derecho a decidir con episodios ciertamente sugerentes: como la exigencia de que los escritos se le remitieran en castellano. Finalmente, tras muchos meses de tramitación, no tuvo otra opción que reconocer que dichos jueces no hacían otra cosa que ejercer su derecho constitucional a la libertad de expresión –algo que cualquier estudiante de Derecho hubiera comprendido desde el principio- aunque indicando que se habían vulnerado principios éticos, sin que, pese a las múltiples exigencias que desde hace años lo vienen reclamando, en la carrera judicial exista un código de ética judicial. En otras palabras: dicho inquisidor incluyó en una decisión gubernativa sus principios éticos propios y los consideró universales.

Únase a ello que actualmente está en tramitación parlamentaria una nueva reforma de la LOPJ que, entre otros muchos aspectos negativos desde un punto de vista democrático, establece amplias limitaciones a la independencia del ejercicio del poder judicial, como por ejemplo la forzosa aplicación de la doctrina del Tribunal Supremo. Ello conllevaría, de aprobarse, que si dicho órgano judicial ha establecido una determinada interpretación de la Ley –y cabrá recordar de nuevo cómo se eligen los miembros del TS-- los jueces y tribunales tendrían forzosamente que aplicar dicho criterio (con el riesgo, caso contrario, de incurrir en delito de prevaricación), sin que se pudieran apartar de la jurisprudencia ya fijada, lo que comporta un evidente riesgo de fosilización de la doctrina judicial. O que para elevar cuestiones de constitucionalidad ante el TC o prejudiciales ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea –algo habitual en la práctica cuando un juez no está de acuerdo con la jurisprudencia- se tenga que pasar por el filtro del propio Tribunal Supremo. A lo que se suma una limitación muy significativa de derechos constitucionales de los jueces, como el de libertad de expresión fuera del ámbito jurisdiccional.

De todo ello se deriva claramente un modelo judicial altamente jerarquizado, presuntamente aséptico a la realidad social, pero controlado desde el poder político. Un modelo que ha comportado que la mayor parte de asociaciones de jueces –salvo la conservadora APM-- haya denunciado ante la ONU los actuales cambios normativos.

Y mientras tanto, las presiones de poderosas instancias sobre los jueces se multiplican, en forma impune y sin que el órgano garante de la independencia judicial cumpla su función de amparo. Así,  las públicas y constantes acusaciones a los jueces de lo social por la aplicación de la reforma laboral, que ha movilizado a los grandes medios de comunicación (y no sólo a la prensa salmón), al propio Gobierno, o a la OCDE, el Banco Mundial o a la Comisión Europea, acusando a aquellos –sin que exista una base real-- de hacer interpretaciones tendenciosas. Por no hablar de los grupos de corifeos del mundo universitario, generalmente vinculado con grandes despachos que defienden intereses empresariales. Pero ocurre que si uno mira otras experiencias similares podrá comprobar como buena parte de los empresarios franceses –y poderosos medios de comunicación- vienen denunciando últimamente que los jueces de lo social galos son un obstáculo para “los emprendedores” y una rémora para la economía. Llueve en todas partes: ¡también es causalidad!.

O qué decir de la reciente campaña lanzada desde el Gobierno hacia la Audiencia Nacional en relación al cómputo de penas de terroristas en relación al período de prisión pasado en Francia en cumplimiento de la Directiva correspondiente y siguiendo la doctrina –no pacífica- del Tribunal Supremo. Cuando los jueces afectados pidieron amparo ante el CGPJ la respuesta de la comisión permanente fue que no podían intervenir porque el tema se hallaba sub iudice, por existir recurso, y que cualquier declaración al respecto interferiría en la decisión que pudiera adoptar la Sala Segunda del TS como si algo tuviera que ver el ataque gubernativo a los jueces de la AN con la decisión judicial.

Ese es el modelo que se intenta imponer desde el poder. Un mundo en que las grandes instancias económicas campen por su fueros sin control alguno y sometiendo los derechos de ciudadanía a sus intereses económicos. Unas empresas sin cortapisas en la toma de decisiones y sin intervención de los trabajadores. Y un poder judicial sometido al poder político, que mire hacia otra parte ante la gran orgía de corrupción. Algo que puede ser formalmente democrático, pero que poco o nada se corresponde con la Democracia y que más se asemeja a lo que cada vez más es nuestra sociedad: una oligarquía.

Parapanda, 18 diciembre de 2014


Postdata: escritas ya las anteriores reflexiones han saltado a los medios de comunicación dos importantes noticias. Por un lado, la dimisión del Fiscal General del Estado por “motivos personales” (traducción: “estoy hasta los mismísimos de las presiones del Gobierno”); por otro –y muy importante-: 13 de los 18 miembros de la Sala Penal del Tribunal Supremo han firmado un manifiesto denuncian las declaraciones de miembros del Gobierno sobre la excancelación de terroristas acordada por la Audiencia Nacional, lo que conlleva dejar con el culo al aire al Presidente del CGPJ y del propio Tribunal Supremo, el señor Lesmes. Dos noticias en el mismo día que no hacen más que reforzar lo que se denuncia en este artículo. 

1 comentario:

Unknown dijo...

Maestro como siempre unn gusto leerle. En su caso el paso de los años ha respetado su lucidez. Gracias