Nota editorial. El historiador Javier Tébar entra en la conversación sobre EL PROCESO “ADAPTATIVO” DE LA IZQUIERDA
La historia en
acto o el recuerdo verdadero
Javier Tébar
Hurtado
Historiador
Preguntarse
por el “momento” (¿tal vez por el “momento justo”?) de la “separación que
conduce a la mutación genética del Partido Comunista Italiano”, tal como lo
plantea Dario Danti, sin duda es una cuestión que suscita interés en su
conversión con Fausto Bertinotti publicada recientemente. No obstante, ese
mismo interrogante sobre el “cuándo” puede despistarnos sobre un tema que, en
mi opinión, es posiblemente más central, me refiero al “cómo” (1). Bertinotti
articula tesis variadas que han ido proponiéndose, todas ellas conducentes a la
explicación de ese “cómo”, es decir, del “proceso” y no del “momento” por el
cual se habría producido lo que denomina “mutación genética” del proyecto del
comunismo italiano. De esta manera se centra la posible discusión sobre el
asunto y se ofrece una respuesta: ese proceso del PCI tiene una naturaleza
“adaptativa”, viene de lejos, no es una reacción al derrumbamiento del
referente de la URSS. Y
es una operación adaptativa, realizada desde el partido-organización-dirección,
distante del partido-comunidad de militantes, que, más adelante, “iría
acompañado”, dice, de la “mutación genética”, que no es difícil entenderla como
la culminación del mencionado “proceso”. Sólo a la luz de este planteamiento,
uno trata de explicarse la respuesta de Bertinotti a la pregunta de Dante
respecto al hundimiento de la
URSS. Y , es necesario subrayarlo, es una respuesta que
sorprende, en la medida que fija una “memoria vaga”, como ha señalado López Bulla:
D. Danti.- En el año 1991 el final de la Unión Soviética señala el fin del mundo dividido en
dos bloques contrapuestos. ¿Cómo recuerdas aquel hundimiento?
F.
Bertinotti.- Siempre he
intentado comprender por qué mis recuerdos de aquel año son tan confusos. No se
trata de un banal proceso de abandono. Son confusos porque me es difícil
rastrearlo. En realidad podría parecer una paradoja porque es un año en el que
sucede casi todo; y, sin embargo, no es así.
Indudablemente, el epicentro es el
hundimiento de la Unión Soviética. ¿Qué sucede, entonces, cuando no se
tiene memoria concreta de un acontecimiento que, según las tesis de Hobsbawm,
clausura el siglo breve? ¿Por
qué este verdadero final de un mundo no es perceptible por naturaleza?
Probablemente, para los de mi generación, aquella experiencia la habíamos
considerado antes como concluida. El hundimiento de la URSS no
produce emoción. Naturalmente, produce una percepción del fenómeno, pero no una
emoción. Por el contrario, tengo un recuerdo nítido de la invasión de
Checoslovaquia: el 20 de agosto de 1968 mientras repartía octavillas en una
fábrica textil, en Verbano. Se me acercó un sindicalista quien me dijo que
había tanques soviéticos en Praga. Inmediatamente me quedé consternado, tuve la
percepción de una tragedia. Como la secuencia de una película: aquello podría
ralentizar esa historia. Del hundimiento soviético no recuerdo nada; tendría
que repasar la crónica de aquellos acontecimientos. Es porque aquello ya se
había consumado antes en nuestras cabezas.
Si la memoria,
en este caso individual, siempre es el resultado de la tensión entre recuerdo y
olvido, la asimetría en el recuerdo de Fausto Bertinotti entre los
acontecimientos de Praga en 1968 y el hundimiento de la URSS en 1991 constituye, por
así decirlo, un arco temporal que enmarca y, al mismo tiempo, ofrece la lógica
de un relato personal sobre la progresiva crisis y el proceso “adaptativo” del
PCI, como, con variantes, del resto de los partidos comunistas occidentales.
Contiene todo un ello una determinada “economía memorial” –que el historiador
Ricard Vinyes para otros menesteres ha definido como “el sistema de
administración de bienes morales y simbólicos, de datos, fechas y actos”- en la
que la “memoria buena”, la de 1968, contrasta, y de qué manera”, con la “mala
memoria”, en este caso la falta de recuerdo, respecto a 1991.
Pero además, en la entrevista se pasa
del plano de los recuerdos personales sobre el hundimiento de la URSS a la propuesta de una
interpretación sobre el pasado del comunismo italiano. La interpelación a la
memoria de Bertinotti se ha transmutado, de manera abrupta, en otra cosa distinta, su
aproximación abandona una de las vías de relacionarse con el pasado, para
situarse en la vía de la historia política e intelectual del PCI. Nos ofrece
una interpretación: no hubo hundimiento (“Es porque aquello ya se había
consumado antes en nuestras cabezas”, afirma Bertinotti) -ni mucho menos
implosión-, sino un “arrumbamiento” (dice el diccionario de la RAE : “Poner una cosa como
inútil en un lugar retirado o apartado”, “Desechar, abandonar o dejar fuera de
uso”). El nervio central de este relato está en lo que llama “mutación
genética”. Un fenómeno que, al parecer, sólo afectaría al grupo dirigente al
“partido-iglesia”, desde cuyas alturas se diseñaron y tomaron decisiones al
margen del “partido-comunidad”. Sin embargo, se señala muy poco sobre
las respuestas del “pueblo comunista”, de esta comunidad, de sus respuestas, de
los cambios en su seno, ya sean de actitudes o bien de naturaleza generacional.
Si no hubo cambios, es decir, si la militancia comunista mantuvo una naturaleza
inmutable a lo largo del tiempo, o si los hubo, estos cambios en ella sólo
fueron aquellos inducidos por los dirigentes del partido, podría decirse
entonces que las políticas “adaptativas” fueron realmente eficaces y efectivas
hasta el último momento, hasta el giro occhettiano. Por lo tanto, es una
historia clásica sobre los dirigentes como protagonistas de la historia y los
dirigidos como simples figurantes en ella. En esta presentación de la historia
política e ideológica, por supuesto, la sociedad es un paisaje de fondo.
En mi opinión, una interpretación tan
rectilínea sobre la evolución del comunismo italiano en la segunda mitad del
siglo XX, deja de lado, con excesiva premura, el cambio “molecular”,
imperceptible, en el que tanto empeño analítico puso Antonio Gramsci: las
formas de un cambio imperceptible, por medio de cual las personas responden a
los cambios históricos, antes de que éstos constituyan una nueva realidad. En
este terreno hubiera sido interesante que Bertinotti entrara en el terreno de
la “autobiografía”
al ser preguntado sobre 1991, en la medida que ésta puede potencialmente
relacionar la vida personal con la social, acercar los límites de la historia a
los de la vida de las personas. Tal como el mismo Gramsci reflexionó de manera
contra-intuitiva en sus notas de justificación de la “autobiografía”, solamente
a través de las “autobiografías” puede atisbarse en acto, es decir, encarnado
en individuos reales, el “mecanismo” de los hechos históricos. El relato
autobiográfico constituiría, de esta forma, una fuente histórica de enorme
potencial, “en cuanto que muestra la vida en acción y no sólo como debería
ser según las leyes escritas o los principios morales dominantes (…) sólo a través de las autobiografías
se ve el mecanismo en acción, en su función real que muy a menudo no
corresponde para nada a la ley escrita. Y sin embargo la historia, en sus
líneas generales, se hace sobre la ley escrita: cuando luego aparecen hechos
nuevos que transforman la situación, se plantean cuestiones vanas, o por lo
menos falta el documento de cómo se ha preparado el cambio “molecularmente”,
hasta que ha explotado en la transformación”.
Podría pensar
que de esta manera se está sosteniendo aquí que la memoria es el instrumento
para la exploración del pasado, y no es así. Es una forma distinta a la
historia, como disciplina, de relacionarse con el pasado, algo sobre lo que no
cabría insistir demasiado. Pero ya que Bertinotti hace referencia a otro
marxista ilustre, vale la pena traer a colación la concepción de Walter
Benjamin sobre este asunto, cuando plantea, en un lenguaje metafórico de gran
potencia sugeridora, que la memoria solamente es un medio para la exploración
del pasado: “Así como la
tierra es el medio en que yacen enterradas las viejas ciudades, la memoria es
el medio de lo vivido. Quien intenta acercarse a su propio pasado sepultado
tiene que comportarse como un hombre que excava. Ante todo no debe temer volver
siempre a la misma situación, esparcirla como se esparce la tierra, revolverla
como se revuelve la tierra. Porque las “situaciones” son nada más que capas que
sólo después de una investigación minuciosa dan a la luz lo que hace que la
excavación valga la pena, es decir, las imágenes que, arrancadas de todos sus
contextos anteriores, aparecen como objetos de valor en los aposentos sobrios
de nuestra comprensión tardía, como torsos en la galería del coleccionista. Sin
lugar a dudas es útil usar planos en las excavaciones. Pero también es
indispensable la palada cautelosa, a tientas, en la tierra oscura. Quien sólo
haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo
actual conserva sus recuerdos, se perderá lo mejor. Por eso los auténticos
recuerdos no deberán exponerse en forma de relato sino señalando con exactitud
el lugar en que el investigador se apoderó de ellos. Épico y rapsódico en
sentido estricto, el recuerdo verdadero deberá, por lo tanto, proporcionar
simultáneamente una imagen de quién recuerda, así como un buen informe
arqueológico debe indicar ante todo qué capas hubo de atravesar para llegar a
aquella de la que provienen los hallazgos” (Fin de la cita).
De manera que si el ejercicio
“arqueológico” que se nos propone está bien realizado, es probable que su
resultado no sea una galería de héroes y villanos, y sobre todo no constituya
un homenaje a las piedras.
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