Nota editorial. El debate
abierto con motivo de EL MODELO EUROPEO DE EMPEORAMIENTO DEL TRABAJO
tiene hoy como protagonista las opiniones autorizadas de un viejo amigo y asiduo
colaborador de este blog.
Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado del
Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
¿ES
AÚN POSIBLE ESE ESCENARIO DISEÑADO POR GARIBALDO Y SUS AMIGOS?
1.
Usando la querida expresión del puto amo de este blog (por la reiteración con
que la emplea es ya más suya que de Vargas Llosa) cabrá preguntarse eso de
“¿cuando se jodió el Perú, Zavalita?”. ¿Cómo ha sido posible que los
instrumentos emancipatorios que nos legaron nuestros mayores estén tan hechos
unos zorros que nos da grima pasarlos a los más jóvenes? (es más: mucho
sospecho que éstos ya no los quieren, ni regalados).
Podemos
buscar muchos culpables. Porque hay muchos culpables, empezando por nosotros
mismos. Pero, vindicaciones a parte, la gran cuestión es si esos instrumentos
son útiles a las nuevas generaciones en la ingente labor que les viene encima
para empezar a reconstruir la civilidad democrática. Porque aunque la izquierda
institucional se niegue a reconocerlo –y cada vez estoy más convencido que es
ahí donde reside uno de los principales problemas- ya no se trata de “adaptar”
nada, sino de “reconstruir”. Por tanto, que esos instrumentos de liberación
históricos ya no sirven y hay pensar otros nuevos. De hecho, “lo nuevo” está
surgiendo en ese magma deshilvanado y muchas veces incoherente que llena las calles
en muchos lugares de Europa y del mundo. Un nuevo y saludable camarada
fantasma.
“Lo
nuevo” está conformado esencialmente por gente joven –aunque, paradójicamente,
no muy joven-. Y, como tal, tiende a volver a pensar que la historia empieza
con ellos, lo que merece las críticas de la “izquierda instalada” (y con esa
expresión no me refiero sólo al PSOE o a IU o ICV, sino a toda la izquierda
tradicional en sus distintos pelajes, incluyendo a los sindicatos), renuentes
en la práctica a olvidar los discursos tradicionales y, aunque no se diga,
también los mecanismos, cuotas e instrumentos de poder vigentes. “Lo nuevo”
ocupa las calles y tiene un discurso esperanzador pero aún inconexo. “Lo viejo”
ocupa las instituciones –no sólo las “oficiales”-, las distintas estructuras de
poder –y no hablo del “Poder”, con mayúsculas- y su discurso está caduco. No
puedo dejar de hacer mención de un hecho que me parece significativo: entre
“los nuevos” se encuentran, muy activos, los llamados “iaiosflautas”. Pues
bien, si se miran las caras que los conforman podrán comprobar como muchos son
políticos de izquierdas y sindicalistas ya retirados de primera línea.
Con
todo, quizás habría que preguntarse qué pinta en medio de ese rifirrafe
dialéctico el factor trabajo. Porque tengo la impresión que todos olvidan
–postmodernismo obliga- que el trabajo ha sido, es y será el eje vertebrador de
la civilidad y que debería ser (reitero: “debería ser”, no sea que esta noche
se me aparezca para recriminármelo el espectro de Trentin) el principal
mecanismo de autoemancipación. Cada vez es más evidente –como tantas veces nos
recuerda el puto amo del blog- que el problema de la izquierda instalada es que
ha olvidado el trabajo en su discurso. Pero ocurre que “lo nuevo”, también. Sin
embargo, los ciudadanos no son sólo tales, son también esencialmente
trabajadores (y no estoy aquí utilizando el sentido tradicional de la
expresión) Aunque es cierto que la “ciudadanía en el trabajo” parecía estar
siendo sustituida por la impronta del neoliberalismo por la añeja “ciudadanía
de la propiedad”, el hecho cierto es que la actual crisis económica ha puesto
en evidencia la falacia de ese concepto propietarista, aunque les pese a muchos
(incluso, también, a amplios sectores de trabajadores).
Todo
ello comporta varias paradojas. La primera, que aun con todas sus carencias, el
sindicato sea el único instrumento de “lo viejo” que subsiste como mecanismo de
alteridad, aunque su discurso haya dejado de ser alternativo (probablemente, no
lo fue ni lo debía ser, nunca). La segunda, que “lo viejo” sigue instaurado en
la empresa –aunque su discurso sea también “viejo”-, porque “lo nuevo” no
piensa en general en lógica de “trabajo”. Y cuando lo hace, se sabe incapaz de
ganar consensos en la empresa.
No
hay alternatividad posible sin un nuevo concepto del mundo del trabajo
(entendido no sólo en el sentido objetivo, sino también como factor social). No
hay civilidad sin trabajo.
Más
allá del problema generacional de fondo –que existe- parece evidente que
la reconstrucción de la civilidad democrática urgiría la unión de “lo nuevo” y
“lo viejo”, con todas las dificultades que ello conlleva. Más que nada, porque
así se quemarían etapas (pese a todo, los provectos algo tenemos que enseñar a
los más jóvenes) Y en ese desiderátum el “trabajo” debería jugar un papel
fundamental, porque es la gran baza con la que seguimos contando los que
provenimos de “lo viejo”.
2.
Sin embargo, habrá que pensar en un nuevo concepto del concepto trabajo. O
quizás hacer algo más simple: volver al discurso emancipatorio prefordista y
anterior al pacto welfariano. Algo así como lo que ha hecho el neoliberalismo
triunfante, con evidentes resultados positivos para sus intereses.
Así,
cabrá preguntarse qué plumas se dejó la izquierda en el pacto
social de postguerras –en España, el pacto constitucional-. Desde mi punto de
vista la respuesta pasa por la dejación de tres grandes elementos motrices de
las ideas emancipatorias: el internacionalismo, el control social de la
producción y el poder en la empresa.
El
internacionalismo, porque el ámbito territorial de dicho pacto tenía fronteras,
de tal manera que los derechos conquistados (el mayor trozo de tarta del pastel
de la riqueza) se quedaban dentro de las mismas. El control social de la
producción, porque se aceptó que fuesen los empresarios los que decidieran, sin
ningún tipo de intervención externa, qué se producía y cómo se producía. El
poder en la empresa, porque se abandonó el colosal enfrentamiento en esta
materia, aceptándose implícitamente el propietarismo dirigente, a cambio de
mecanismos –más o menos intensos en función de los países- de participación
sindical. Y nótese que no estoy afirmando que esos abandonos fueran traiciones:
cualquier contrato tiene contrapartidas para cada parte. Y, ciertamente, en la
perspectiva histórica es necio negar que gracias al mentado pacto –aun con
crisis y rebajas- los trabajadores actuales viven mucho mejor que sus abuelos.
Súmese
a ello la otra cara de la moneda: la absurda servidumbre que aún sigue
manteniendo la izquierda “vieja” de la cultura fordista. La aceptación acrítica
de que a lo largo de una tercera parte de cada día el trabajador deja de ser un
ser humano y se cosifica (lo que, en gran parte, habrá que vincular con la
renuncia al debate del poder en la empresa y el control social de la
producción)
Parece
evidente que si el pacto welfariano ya no está en vigor, la izquierda (“la
vieja”, por tanto: la que lo firmó) no tiene porqué sentirse vinculada con el
mismo. No tiene ningún sentido que cuando la contraparte ya no aplica sus
obligaciones –el reparto más igualitario de rentas- se siga insistiendo en el
cumplimiento del mismo, sin, paralelamente, volver a desempolvar los viejos
anhelos olvidados. En las actuales circunstancias de la evolución humana –al
menos en las sociedades hasta hace poco opulentas- el concepto de
paraesclavitud, el trabajo rechina, máxime cuando ya no hay contrapartidas.
La
“vieja izquierda” no hace otra cosa que seguir insistiendo en el pacto desde la
lógica fordista. Y, paradójicamente, parece que la “nueva izquierda”, en parte,
también: obsérvese como se trata, en buena medida, de una reacción de protesta,
con escasa propuesta alternativa sobre el nuevo concepto de trabajo.
3.
Garibaldo y sus colegas, en el resumen de Rinaldini, sitúan su reflexión sobre
dos grandes ejes: de un lado, el “empeoramiento de la salud en el trabajo”,
esto es: “el modelo de desarrollo económico y social, que se ha consolidado
en Europa, no es el de la democratización del mundo del trabajo y la producción”.
Nada que objetar, en tanto que en gran medida coincide con mis previas
reflexiones sobre el abandono en el pacto welfariano del control social de la
empresa y el debate sobre el poder en su seno. En todo caso debe llamarse la
atención sobre el hecho, que señalan los autores, del agravamiento de esos
déficits por la disgregación de la empresa por el nuevo modelo de organización
de la misma. Es decir, la implosión de la empresa “universal” y su sustitución
por la empresa-red determinan que cuando más se baja en la jerarquía interna de
ésta, menos calidad democrática hallaremos tanto en los mecanismos de
participación (y, obviamente, de condiciones laborales) Y es ésta una
reflexión importante para España, en tanto que –salvo alguna excepción- la mayor
parte de empresas red transnacionales aquí situadas están en la “escala baja”
de la pirámide.
4.
La segunda gran tesis del trabajo es la constatación de cómo Europa –léase:
“Bruselas”- se ha ido conformando como el gran mamporrero legitimador de esas
tendencias, a partir de la conocida asimetría entre su concepto como espacio
económico y social. Es ésa una obviedad conocida. Y esa asimetría es aún más
significativa en los últimos tiempos: Europa –“Bruselas” y los gobiernos de
cada país, bien sean en manos conservadoras o socialdemócratas- siguen
insistiendo en el –falso- paradigma de la asepsia de la doctrina económica al
uso. Zapatero alguna cosa sabía de eso. Algo que ha ocurrido en prácticamente
todos los países del orbe-¿incluso en China?-: FMI obliga (1).
Pero
en el ámbito europeo el problema es más grave, como bien apuntan los autores:
la asimetría y la cesión de soberanía nacional determina que buena parte de las
políticas económicas –y sociales- sean determinadas por estructuras
burocráticas de supuestos técnicos –claro: también “asépticos-, que nadie ha
votado. Y ello es especialmente significativo en el ámbito del espacio euro. En
otras palabras, los ciudadanos de un país miembro de la UE no podemos decidir si es
posible otra política económica –y social- alternativa, bajo el riesgo de
“quedarnos fuera” (el gran yuyu: pregúntenles a los griegos) Y ocurre que no
podemos decidir otra política comunitaria con nuestro voto, en tanto que el
Parlamento europeo –que es lo único que votamos- poca capacidad de intervención
tiene al respecto. Mientras tanto, la
Unión sigue primando, por ejemplo, el derecho de “libertad de
establecimiento” sobre los derechos colectivos de huelga y negociación
colectiva, en una puesta al día del viejo debate sobre el derecho a la
propiedad y sus límites. No se trata sólo de una asimetría entre la vertiente
económica y social: se trata de un modelo de diseño antidemocrático.
5.
Sin embargo, el planteamiento de Garibaldo y sus compañeros me parece
criticable por una razón: el eurocentrismo. En el mundo actual la civilidad
democrática no es ya sólo patrimonio de Europa. Hace siglos que no es así y lo
es menos en los últimos 25 años. A lo que cabe sumar el fenómeno de la
globalización. De hecho, una buena parte del discurso nuevo de la izquierda
está surgiendo en la
América Latina , pot-guerra fría.
Ciertamente
–lo que no deja de ser lamentable- no existe un sindicato europeo (o un partido
de izquierda europeo) entendido como aquél que defienda los intereses de todos
los trabajadores de la
Unión. Sin duda, la
CES no es nada más que un organismo paraestatal, incapaz de
ir más allá.
El
futuro democrático no se me antoja posible sin que el sindicalismo –la
izquierda- recupere la otra gran idea olvidada en el pacto welfariano: el
internacionalismo. Los trabajadores españoles, portugueses, griegos, italianos
o irlandeses están perdiendo derechos a marchas forzadas, por mor de una
política de recortes basada en una ideología. Y ello afecta también a los
trabajadores alemanes. Por poner un ejemplo: en España los recortes obedecen a
la supuesta necesidad de que los bancos españoles devuelvan los grandes
créditos contraídos… a los bancos alemanes. En una situación provocada por una
doctrina económica ideologizada que es la misma que está comportando que los
asalariado teutones hayan perdido poder adquisitivo, derechos de previsión
social y vean precarizadas sus condiciones laborales. El adversario es el
mismo, aquí y allí. ¿Pero, es ése un problema exclusivamente europeo? Parece
obvio que no, que esa tendencia –ese “adversario”- tiene escala planetaria. Y,
por tanto, el contrapoder que le deba hacer frente también debe tenerla. Si no
se empieza a erigirse un pensamiento internacionalista el futuro –y el
presente- nos depara lo inevitable: la salida hacia delante de los
particularismos identitarios. Algo de eso empieza a aparecer en España: y no
sólo en Cataluña o el País Vasco, también el resurgimiento del españolismo
incapaz de reconocer la diversidad está resurgiendo. Y permítanme aquí una reflexión
fuera de contexto: los pocos que en Cataluña intentamos situar la problemática
social por encima de la identitaria –lo que, obviamente, no quiere decir negar
el derecho de autodeterminación que Cataluña tiene como nación- no hallamos eco
más allá del Ebro. Como si en esas lindes no existiera también un problema
identitario basado en la prepotencia y la negación de la diversidad.
Pero,
provincianismo al margen, sin duda que, como señalan los autores, hay que
refundar la vieja idea de Europa. Pero no sólo eso: hace falta también un nuevo
internacionalismo, en tanto que los derechos sociales y la civilidad
democrática no son ya patrimonio único de esta parte del mundo (aunque aquí
hayan nacido) No basta sustituir la identidad de cada nación por la de Europa,
sino por la de ciudadano del mundo.
6.
¿Cómo resituar en el debate social el internacionalismo, el control social de
la empresa y el reparto de poder en la misma? Hablar hoy de estas cosas se
asemeja como una especie de sueño húmedo de un bolchevique trasnochado –que,
probablemente, es lo que soy-. Pero si esas viejas reivindicaciones “olvidadas”
no empiezan a ponerse encima de la mesa, el triunfo de la lógica neoliberal es
imparable. Y no sólo por ganar consenso en el debate social: también, porque difícilmente
se podrá conformar un nuevo pacto social –en el fondo, no soy tan bolchevique-
sin “asustar” a la contraparte.
Desde
luego, los viejos dogmas ya no sirven. Por tanto, habrá que repensar las
ideas centrales de ese discurso alternativo. Y probablemente es ése un terreno
común en el que pueden coincidir “lo viejo” y “lo nuevo”, aún con todas sus
sensibilidades distintas.
Y
ahí, me parece obvio que el sindicato es el “viejo” instrumento llamado a jugar
el papel central. En primer lugar porque, como he dicho, es la única cosa de
“lo viejo” que sigue perviviendo, aunque renqueante, y es el objeto central, no
por causalidad, del fuego cruzado del adversario. Y en segundo lugar porque,
con todas sus carencias, sigue siendo el representante del valor trabajo. No
deja de ser paradójico –o quizás, no tanto- que como en el siglo XIX el
sindicato esté llamado a ser el motor de la alternatividad política. Y no se
trata de hacer un discurso o una práctica más radical: obsérvese como esas
opciones sindicales más drásticas ya existen desde hace años y siguen siendo
minoritarias.
Ahora
bien: cada vez es más claro (al menos para mí) que ni el discurso del
sindicato, ni su forma de organización actuales son los más adecuados para ese envite.
Su discurso sigue prisionero del pacto welfariano y -¡ay!- del fordismo. Está
diseñado para el consenso y no, para el conflicto. Su organización no se adapta
a la nueva realidad del mundo de trabajo y de la empresa: mientras éstas se
caracterizan por la descentralización a ultranza, el sindicato tiende cada día
más a la centralización del poder interno. Y como afirmaban los viejos
cenetistas es el sindicato el que se adapta a la empresa, y no al revés. Uno de
los factores que explican el “empeoramiento del trabajo” es, como narran
Garibaldo et alii, precisamente esa descentralización. Y resulta evidente que
si el sindicato no se dota de estructuras horizontales no será capaz de
defender íntegramente a todos los trabajadores, especialmente los menos fuertes
(el asalariado que presta servicios en la gran empresa tiene amplias tutelas,
la mujer que limpia las dependencias de esa empresa tiene muchas menos, pese a
que ambos comparten el mismo espacio de trabajo)
Pero
es que, además, el difuso mundo del trabajo actual es mucho más que el
“trabajador de empresa”. A él pertenecen también los parados, los pensionistas,
los autónomos, las personas excluidas de la sociedad… Ciertamente el sindicato
surgió de la conformación del concepto de clase obrera, como superación de la
condición de “los miserables” (aprovecho para recomendar aquí la magnífica obra
“Orígenes del contrato de trabajo y nacimiento del Sistema de Seguridad
Social”, recientemente publicada por Bomarzo) Pero quizás hay que empezar a
superar ya desde ahora ese concepto limitador. Es verdad que, sobre el papel,
el sindicalismo tutela –y así dice hacerlo- todo ese espectro. Pero su práctica
y su organización dista mucho de ello, quizás porque su “cliente” es el
trabajador de empresa –y, si se me permite, el trabajador de la gran empresa-,
en una crítica reflexiva que le oí hace ya unos cuantos años al amigo Isidor Boix.
Y
por supuesto, el sindicato debe superar fronteras y recobrar su “pathos”
internacionalista. Probablemente los sindicatos alemanes y de otros países
septentrionales europeos no querrán oír hablar de ello –una buena muestra de
las fronteras nacionales de la lógica del pacto welfariano-. Pero, ¿se imaginan
ustedes el miedo del adversario –y de los técnicos de “Bruselas”- si existiera
un auténtico sindicato europeo? Y quizás, ahora que se habla de unificaciones,
cabría pensar en la construcción desde abajo del sindicato internacional. ¿Por
qué no un sindicato único en la
Europa meridional?
Ya
sé que estoy proponiendo algo que se antoja como descabellado: que el
sindicato supere su estricto marco tradicional para pasar a ser un instrumento
de alteridad de la civilidad democrática. Pero cabrá recordar que eso no es
nuevo: ya ocurrió en su momento (tal vez, al fin, no sea un bolchevique, sino
un cenetista emboscado). Y, como he dicho, toca ahora –imitando al adversario-
volver a los orígenes. A lo que cabe añadir que, hoy por hoy, sólo el sindicato
es capaz de crear esa alteridad, porque sigue siendo el depositario, por
definición, del mundo del trabajo y sus valores. Porque es el único viejo
instrumento que puede sumar “lo viejo” y “lo nuevo”. Y porque, en definitiva,
no hay civilidad sin trabajo.
(1) Nota del blog. Próximamente hablaremos de China.
No hay comentarios:
Publicar un comentario