El
«mal menor» se está convirtiendo desgraciadamente en la referencia de la acción
política. Lo que se hace –o se intenta poner en marcha-- tiene como objetivo que las cosas no empeoren
más. Sea, pero es conveniente que ese comportamiento tenga una corta esperanza
de vida. Pongamos que, entre otras cosas, me refiero a las negociaciones
italianas entre el insípido Partido
Democrático y el pintoresco Movimiento del cómico Beppe Grillo. Tales
negociaciones, a calzón quitado, pretenden evitar la convocatoria de elecciones
anticipadas que posiblemente darían la victoria a Matteo Salvini. Oído, cocina: la democracia
tiene instrumentos para defenderse con cierta eficacia de sus detractores.
El
Partido Democrático y los de Grillo siempre se han llevado como el perro y el
gato. Ahora, además, afirman algunos comentaristas italianos, en algunos
sectores del grillismo aparecen
algunos indicios de sensatez. El actual primer ministro, Conte, podría ser un
anticipo de esas nuevas señales. El mal menor, pues: un gobierno de coalición
entre los pintorescos y los insípidos antes de que vuelva Salvini, el Enviado
de Putin en la Ciudad
Eterna. Pan y cebolla antes que naíca de ná.
Pues
bien, si negociar el mal menor es la tónica italiana de estos días, ¿qué impide
un determinado contagio de ella en nuestro país? Lo impide, en mi opinión, la
creencia de Pedro Sánchez de que finalmente se saldrá con la suya, de un lado;
y, de otro lado, que Pablo Iglesias apuesta por un fantasioso «bien mayor», la
antítesis del mal menor. De manera que si los insípidos y los pintorescos del
país donde ya no florece el limonero se han sentado a hablar, parece evidente
la lección para el berroqueño Sánchez y al joaquinita Iglesias, que –cada uno a su manera-- se parecen más al asno de Buridán.
El
último que apague la luz.
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