Mi
madre adoptiva era de misa diaria. Por lo que formaba parte del beaterío local,
no así del beaterio (obsérvese el acento), que por decirlo en palabras de hoy
era el grupo dirigente. Los sindicalistas me entenderán: el beaterío era el movimiento,
mientras que el beaterio era la organización.
Mis
primeras crisis de fe –o, mejor dicho, mis primeras perplejidades— vinieron de
la mano de mi madre adoptiva. En la
cocina de casa había dos grandes retratos: uno, del Cristo del Paño, que se
venera en Moclín, pueblo serrano granadino; el otro, de la Virgen del Perpetuo
Socorro. Mi madre afirmaba repetidamente que ese cristo y esa virgencica eran
muy milagrosos. La verdad, aquello me molestaba: no entendía por qué tanta coba
a los forasteros, teniendo nosotros al Señor de la Salud y a la Virgen Greñúa
con sede en el Realejo. Al final, harto de tanto pelotilleo, decidí plantar
cara y pedir explicaciones. «¿Se puede saber qué se nos ha perdido a nosotros
en Moclín, si somos de la Vega? ¿Y por qué tenemos a esa virgen que tiene cara
de una muerta de hambre? Viva el Señor de la Salud, muera el Cristo del Paño.
Viva la Greñúa, muera esa tía que parece una india comanche».
Mi
exaltación crecía, por lo que no pude percatarme que mi madre, horrorizada, agarraba la
escoba y se disponía a ponerme el culo hecho mijillas. Como así fue. No me
dolieron los palos, sino que no hubo explicación de ningún tipo. En casa siguió
el imperio de los forasteros, y como no recibí ayuda ni de la Greñúa ni del
Señor de la Salud decidí poner mis convicciones en la ciencia, concretamente en
el doctor Faustino (inventor de las pastillas
koki, de mentol penicilina), que era de nuestro pueblo, y en el ciclista José Pérez Garzón, también santaferino.
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