Ustedes
habrán notado, por supuesto, que ya casi nadie lleva un reloj en la muñeca;
también se habrán dado cuenta que los turistas de playa o montaña tampoco
tienen cámaras fotográficas. En cambio la inmensa mayoría del personal luce en
la mano, o lleva guardado, ese aparatejo ubícuo que llamamos móvil. En mi
opinión deberíamos bautizarlo con otro nombre porque sirve para casi todo: te
da la hora, hace fotografías, sirve de tocadiscos portátil y, entre otras
cosas, te comunica telefónicamente con tu vecino de al lado de tu casa o con tu
cuñado que está en Singapur o en Maracena,
una ciudad vecina de Santa Fe.
Este
es un ejemplo, entre otros muchos, de los gigantescos cambios disruptivos que
se están produciendo y que no han hecho más que empezar: la robotización a gran
escala, el big data, la secuenciación del genoma humano… «Cambios disruptivos»,
hemos dicho, o lo que es lo mismo: que producen cambios del juego en múltiples
aspectos.
Si
esa trama tan espectacular tiene profundas influencias en la vida cotidiana, es
de cajón que esa tecnología agita el statu quo económico. De donde se puede
inferir pacíficamente que todo ello tiene profundas consecuencias en la acción
colectiva del sindicalismo. También sobre la política, pero esto es cosa que no
trataremos para no despertar la siesta de los diversos comités centrales y
asimilados.
No
sería cierto si dijéramos que el sindicalismo desconoce esa situación o que
ignore esta problemática –aunque de pasada--
en sus textos, programáticos o no. Pero todavía esta gran novedad
disruptiva no aparece reflejada en la acción práctica. De donde podemos sacar
esta atrevida conclusión: comoquiera que esa avalancha de transformaciones va a
mil por hora y el sindicato parece ir en tartana se va produciendo una alarmante
desconexión entre cambios y movimiento organizado de los trabajadores.
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