Nota editorial.-- Hasta finales de mes volveremos a publicar por entregas el libro
de Bruno Trentin La ciudad del trabajo. De esta
manera, además, celebraremos el noventa aniversario de su nacimiento. Trentin
nos dejó en agosto de 2007. La traducción es de un servidor, JLLB.
CAPÍTULO
5
Bruno Trentin
Con las revoluciones políticas de 1989 que, en contra de muchas
previsiones, se desarrollaron bajo las banderas de los derechos civiles, de las
libertades y de la autodeterminación (y no a partir de una revuelta social de
tipo tradicional y de una latente crisis económica) se abre ciertamente una
larga fase de reelaboración y redefinición no sólo de las ideologías del
movimiento socialista sino, incluso, de las políticas económicas y de la
misma organización social de las naciones del Occidente europeo.
El mito del Estado propietario se derrumba, incluso en las
formas que asumió en el reformismo gradualista. También se derrumba el mito de
acceso, aunque sea parcialmente, a la propiedad de los medios de producción
como prerrogativa soberana de los Estados nacionales y, sobre todo, como
condición imprescindible para influir en las opciones de poder del management.
Se cuestiona radicalmente la confianza acrítica de las
potencialidades objetivamente “progresivas” (si no revolucionarias) del
incesante desarrollo de las “fuerzas productivas” groseramente asumidas como un
“conjunto integrado” y no, sin embargo, como una conflictiva acumulación
de impulsos, incluso, muy contradictorios. Madura, de hecho, una conciencia
difusa: no sólo el desarrollo sin reglas de las “fuerzas productivas”
puede acentuar los factores de subordinación y mutilación del trabajo humano o
puede tener efectos devastadores sobre el medio ambiente, la naturaleza y el
hecho de vivir en el territorio, sino que –de por sí-- no suscita un
cambio en las “relaciones de producción”; ni, tampoco, una ampliación de los
espacios de democracia y las libertades individuales. También, dondequiera que el
imperativo del desarrollo tuvo el viento de cara --respetando los derechos
individuales y sus “abundantes” reglas democráticas—exigió para sostenerse la
consolidación de formas, cada vez más autoritarias y burocráticas del gobierno
de las sociedades y de las empresas; y tras los primeros y rápidos éxitos ha
acabado por traducirse en una incontenible degradación económica y
social.
Incluso los diversos modelos de “redistribución” de las rentas y
de la propiedad que dominaron las culturas de las fuerzas de izquierda más
gradualistas no podían no resentirse del impacto de una crisis de ideas de tal
alcance: la “solidaridad oculta”, gestionada por un Estado de bienestar
frecuentemente muy centralizado, no llevaba, de por sí, a la extensión de
nuevos derechos y poderes a favor del universo del trabajo subordinado, cada
vez más marcado por una mayor diversificación en las expectativas de trabajo,
de información, de salud e incluso de vida, y de amplios procesos de exclusión.
Mientras, las dificultades cada vez mayores de su financiación, incluso debido
a su gestión centralista (con las no infrecuentes degeneraciones asistenciales
y clientelares) y su creciente “pérdida de sentido”, tendían a reducir los
espacios de erogación de servicios sociales suficientes para garantizar
el ejercicio –con unos mínimos— de los derechos universales de los trabajadores
y de los ciudadanos en los campos de la salud, la protección social y la
enseñanza.
Por lo general, tienden a reducirse los espacios para una
política redistributiva más favorable al trabajo dependiente, en presencia de
la inestabilidad de los cambios y de las recurrentes tensiones inflacionistas;
en presencia del fuerte (fortísimo en Italia) endeudamiento de los Estados y de
la conexión de la redistribución de los recursos a favor de nuevas clases de rentiers y de la especulación financiera; y en
presencia de las primeras señales (incluso en términos de la ralentización
cíclica de las tasas de productividad en las grandes naciones industriales) de
la crisis generalizada del sistema fordista y de su matriz taylorista.
Así se multiplican y diversifican, hasta personalizarse, las
necesidades y las demandas que expresa el trabajo subordinado, producidas a su
vez por los crecientes costes sociales del sistema de management todavía
imperante, por la rampante inseguridad del futuro del empleo; por la
precarización de muchas situaciones del trabajo y por el aumento del desempleo
de larga duración. Por otro lado, se reducen las posibilidades de responder a
estas demandas con las reglas de la universalidad y la solidaridad. Incluso,
aunque no sólo, en razón de la contraofensiva liberal de las fuerzas
conservadoras y del populismo de derechas. La tendencia a la predeterminación
de los salarios por parte de las empresas con la idea de programar a largo
plazo sus costes y sus inversiones; el impulso a la comprensión del coste del
trabajo y los servicios sociales ante una prevalencia cada vez más acentuada
de la inversión financiera (o de la pura especulación) sobre la inversión
productiva de bienes y servicios; los crecientes vínculos que condicionan (en
ausencia de profundas reformas en los sistemas fiscales y en la gestión del
gasto) la autonomía de las políticas financieras de los Estados… concurren a
cuestionar los modelos distributivos del pasado. Sobre todo en la medida en que
dichos modelos continúan moviéndose en el ámbito de un cuadro estratégico que
asume, como inmutable, la actual organización de la actividad productiva y del
trabajo subordinado y la huella que ha impreso en la organización de la
sociedad civil y en la misma organización del Estado. En este aspecto nos
confrontamos incluso, y al mismo tiempo, con la crisis del pacto y del
compromiso social entre
trabajadores en los que se
basaba en última instancia la función de la representación general y de
solidaridad que se atribuía a los sindicatos. Y sobre lo que se fundamentaba la
legitimación de la candidatura de los partidos de izquierda al gobierno de la
nación para poder conciliar las aspiraciones de las clases trabajadoras con los
intereses generales de la colectividad.
Sin embargo, se puede afirmar, esquemáticamente, que los
partidos de izquierda, en sus diversas articulaciones (incluso en el interior
de ellas mismas) y las organizaciones sindicales –al menos hasta ahora--
han intentado reaccionar a este aprieto, a la restricción de los espacios para
practicar una política preferentemente redistributiva y a los riesgos
consecuentes de una desarticulación corporativa del conflicto distributivo, a
través de dos maneras substancialmente distintas, pero ambas de corto respiro.
Particularmente en el caso italiano con líneas de conducta, incluso
radicalmente contrapuestas que se revelan, no obstante, en sus diversas
opciones, igualmente incapaces de escaparse del impasse al que le han llevado las estrategias
clásicas del pasado.
De un lado, la necesaria consideración de los vínculos que pone
la crisis financiera de los Estados y del peso del endeudamiento público
orienta a una componente de las fuerzas de izquierda al intento de conciliar
una (ciertamente inevitable) política de saneamiento financiero y rigor fiscal
mediante compromisos transitorios, casi coyunturales, orientados a
salvaguardar, por lo menos, una parte de los derechos adquiridos del Estado de
bienestar. Pero sin proponer el diseño completo de una reforma radical. Sobre
todo en lo atinente a organizar los servicios de modo transparente y
fuertemente descentralizado; en lo referente a la reunificación de
las reglas sobre la base del principio de igualdad de oportunidades a favor de
los sujetos con “posiciones de partida”, incluso muy diversas, y del carácter
universal de los derechos a la protección social y el acceso a la educación; y
en lo relativo a sus formas de financiación. Pero sin la intención de afrontar
los desafíos de la gestión del gasto público, la organización de la sociedad
civil, la crisis del sistema taylorista-fordista y la necesidad de que la
democracia entre en la empresa. Y, de esta manera, sin poder ofrecer una
contrapartida visible (en términos de derechos reconocidos, de poderes
progresivos y democracia “difusa”) que pusiera en marcha, aquí y ahora,
unas primeras medidas embrionarias favorables a las clases trabajadoras,
inevitablemente penalizadas en sus intereses inmediatos por una política de
rigor financiero. Lo demuestra la dificultad misma o la renuencia de los
partidos de izquierda para definir un programa de reformas institucionales que
subordine y oriente la reforma del Estado y de los sistemas electorales a una
legislación de nuevos derechos civiles y sociales (con acciones positivas para
promover su ejercicio) y una auténtica reforma institucional de la sociedad
civil. De este modo, la izquierda –frente a los mensajes demagógicos de
la derecha conservadora sobre el retorno a la milagrosa “mano invisible” del
mercado o frente a la promesa de “cambio” y de radical desregulación de la
sociedad civil que ha relanzado el populismo reaccionario— corre el riesgo de
no poder disponer de la fuerza alternativa de un proyecto de sociedad
explícitamente reformador y, al mismo tiempo, creíble por el rigor y la
transparencia de sus objetivos y sus medios, capaces de garantizar su
realización gradual sin incurrir en la venganza inflacionista del sistema
económico.
Por otro lado, vuelve a la escena el intento de responder a la
“estrechez distributiva” con el repliegue de reivindicaciones maximalistas (mas
que radicales), evocando el fordismo, pero que acaban paradójicamente
favoreciendo a los grupos más privilegiados y más corporativos del trabajo
asalariado. Sobre el plano de la legislación, con el rechazo de medirse con la
regulación y tutela de millones de relaciones de los trabajos informales o
precarios, incluso no asumiendo la responsabilidad de reconocer la existencia
de una creciente desarticulación del mercado laboral; y con la renuencia a
adoptar medidas de oposición al trabajo clandestino y a las decisiones
unilaterales de la empresa mediante un sistema de reglas que restablezca la
primacía de la negociación colectiva y la implementación de nuevos derechos
individuales. O en el plano de las políticas salariales (o de reducción del
horario de trabajo) a partir del redescubrimiento, deliberadamente engañoso, de
que no existen compatibilidades y vínculos a respetar para los trabajadores y
sus sindicatos; que estas compatibilidades son cosa del “sistema” y, por ello,
del “patrón”.
Esta regresión cultural y política de una parte de la
izquierda fue irremediablemente rechazada y derrotada cuando
intentó influenciar la conducta de un conflicto social de alcance general
(en la empresa o en el sector). También porque chocaba contra una consciencia
de masas adquirida a un duro precio. Es una consciencia difusa que conoce bien
los límites y las prioridades a respetar (cuando tales límites y prioridades se
han definido autónomamente por los sindicatos y los partidos de izquierda,
sobre la base de su reconocimiento del contexto económico existente) para
conjurar los desastrosos efectos sobre el plano económico y social (entre
ellas, las tensiones inflacionarias); y, sobre todo, para exorcisar la
aparición de una ruptura explícita de la solidaridad entre los trabajadores.
Una ruptura que, cuando se verifica, siempre ha llevado al aislamiento y a un
jaque mate de todo conflicto social de carácter general. Pero tal
regresión cultural puede conllevar un papel muy peligroso en esta difícil fase
de tránsito y redefinición de las estrategias de la izquierda. Ante todo,
porque con su legitimación del extremismo reivindicativo, repropone una
concepción subalterna y corporativa del conflicto social y del sindicato en una
situación en la que todavía no ha madurado una revisión completa de las
culturas de la izquierda en todas sus orientaciones. Muy particularmente en lo
que se refiere al reconocimiento de la autonomía cultural y política del
sindicato general y de su papel objetivo como sujeto
político. En segundo lugar, porque
repropone un esquema viejo de la lucha política del que la izquierda en
su conjunto todavía no se ha liberado plenamente: la escisión entre
economía y política que, en la tradición de la izquierda occidental, ha llevado
a considerar el conflicto social como mero terreno de “educación” y
“adiestramiento” político de los trabajadores; y, sobre todo, como instrumento
de promoción y apoyo del partido político. En una palabra, como trampolín para
llegar al poder.
De hecho, el “partido-guía” sabe perfectamente que si accediera
al gobierno debe ajustar las cuentas con tales vínculos, compatibilidades y
alianzas. Y también sabe que una infravaloración de dichos vínculos puede lleva
al país a la ruina y a la marginación de la fuerza política que es la causante
de ello. Pero en este esquema que subtiende una relación entre “vanguardias”,
gobernantes ilustrados y gobernados sin conciencia política y sin
responsabilidad, el sindicato y los trabajadores, orientados al conflicto
social, los trabajadores son relegados a un papel subalterno, a una válvula de
escape y expuestos a las peores consecuencias de la economía y de la sociedad
civil. Con graves consecuencias incluso para el posible desarrollo de una
política reformadora que intente identificarse con la ampliación de espacios
de democracia. De hecho, en una democracia política moderna o en el tipo de
democracia pluralista y transparente que la izquierda está interesada en
construir, el “comunismo de guerra”, “la colectivización de la tierra o la NEP se anuncian y “programan” a la
luz del sol primero y no tras la conquista del Palacio de Invierno. So pena de
reconducir la política a una ciencia elitista de la ocupación del poder y de la
utilización del conflicto de clases con el fin de conseguir los objetivos que
nada tienen que ver con los que se predican a la “ruda classe pagana”, pero incapaces
de pensar y proyectarse (*). Este maximalismo reivindicativo, cuando se
convierte en estrategia, señala el retorno a la cultura elitista y “golpista”
del partido de vanguardia que ya ha mostrado sus efectos devastadores cuando se
transforma, primero, en un instrumento de manipulación y, después, de opresión
de los trabajadores.
El tercer elemento: dado que no estamos en 1917 o en los años
treinta, desde el punto de vista de la complejidad de la economía y la sociedad
y desde el punto de vista de la experiencia metabolizada de amplios estratos de
trabajadores, tal regresión maximalista –no pudiendo obtener un apoyo difuso en
los actores del conflicto social-- puede convertirse, y así ocurrió en muchos
casos, en un peligroso factor de legitimación de la diáspora corporativa del
conflicto social. Si el maximalismo reivindicativo, el salarismo –entendido
como vía a la desestabilización del “sistema”-- nunca podrá conquistar el
apoyo de amplias masas de trabajadores y, sobre todo, nunca conseguirá una
solidaridad entre los diversos sujetos del mercado laboral, puede legitimar
legitimar minorías fuertes con intereses conservadores como la defensa de
privilegios discriminadores o la defensa del oficio y del estatus contra un
proceso de recualificación de masas, la movilidad profesional y las formas
posibles de recomposición del trabajo. O la defensa de mecanismos exclusivos de
monopolios arcaicos y discriminadores de cara al empleo. Tales minorías fuertes
con intereses conservadores son con frecuencia las que utilizan la retórica del
maximalismo reivindicativo para la consecución o el mantenimiento de privilegios reales perjudicando a la mayoría de los
trabajadores, como lo demuestra la experiencia concreta de estos años.
Así se explica el guión de los huérfanos del fordismo, hoy
teóricos de la “liberación del conflicto social” con su empacho,
mistificador e interclasista, representados por las sedicentes
“compatibilidades” con una apología desprejuiciada de todos los movimientos de
tipo corporativo, metiendo de matute las señales de la validez del conflicto de
clase. Es entonces cuando estos movimientos se revelan, con sorprendente
rapidez, como factores poderosos de disgregación y desarticulación de los
derechos generales conquistados en las luchas sociales de las pasadas décadas y
de las divisiones de la nueva clase trabajadora que nace
de la crisis del fordismo.
La jungla de los derechos y privilegios que existe en el mercado
laboral o en la gestión del Estado de bienestar en Italia es también la
consecuencia del momentáneo predominio de los intereses y privilegios de las
minorías fuertes del mundo del trabajo. Así, el corporativismo de las minorías
fuertes, por su intrínseca naturaleza conservadora, puede manifestar, en muchos
casos, un verdader fermento para las contraofensivas de marca
reaccionaria. De hecho, éstas siempre han encontrado en este siglo su propia
base de masas en las corporaciones y en los trabajadores desempleados y precarios.
La traducción íntegra del libro está en http://metiendobulla.blogspot.com.es/
La traducción íntegra del libro está en http://metiendobulla.blogspot.com.es/
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