A
Pablo Casado le está
cayendo un buen pedrisco. Por su mala cabeza: altanería a granel, indocto
genéticamente, bronquista de tomo y lomo. Acorralado por arriba y por abajo,
por babor y estribor. Nada le sale medianamente bien. Ni tampoco regular: es la
zahúrda permanente. A unas pocas semanas del congreso de su partido la presunta
miel que se vendió gratuitamente se ha convertido en áspera hiel. Tiene
abiertos cuatro frentes.
Frente
Norte: el quilombo con la Ayuso, que es un pulso por el poder, no solo en
Madrid sino en toda la piel de toro. Frente Sur: la granizada de la Justicia con
todos los casos de corrupción. Frente Este: la reciente advertencia del Alto Tribunal
(también a Vox). Frente Oeste: la competencia calenturienta con los de Santiago
Abascal por la (hipotética) posesión de la túnica sagrada.
Los
problemas de la inflación, las vicisitudes del gas argelino y no sé cuántas
novedades más ni ocupan ni preocupan al barbilindo Casado. Lo suyo es un
sofrito de problemas y líos de alguien que ha pasado, sin cursus honorum destacado,
de delegado de curso a jefe de la oposición sin escalones intermedios. Ojalá
fuera eso solamente un problema del Partido Popular.
Toda
esa incompetencia afecta a la acción política general, a la ausencia de
proyecto de la oposición, a la incapacidad para renovar esa balumba. Afecta,
pues, a todo el país. Hay, además, otra cuestión: ante esa oposición tan inútil
el Gobierno –a la larga—correría el peligro de adocenarse.
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