Nota editorial.-- Los materiales anteriores de este ensayo, que damos por capítulos, se encuentran en: RELEER A TRENTIN, RELEER A GRAMSCI (1) y Qué lectura de Gramsci, hoy (2). Que han sido comentados por Paco Rodríguez de Lecea y José Luis López Bulla en http://vamosapollas.blogspot.com.es/2015/07/releer-trentin-releer-gramsci-2.html y http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/vias-heterodoxas-de-la-izquierda.html respectivamente. Y posteriormente Paco con http://vamosapollas.blogspot.com.es/2015/07/vias-secundarias.html. A continuación ofrecemos la tercera entrega:
Bruno Trentin
Para dar algunos ejemplos de esta posible línea de investigación,
fijémonos, partiendo de los escritos del Gramsci joven, en el tema de la
sociedad civil y su papel en la construcción de un proyecto político reformador
(incluso cuando se efectúa a través de una ruptura revolucionaria).
Si releemos con los ojos de hoy (y teniendo en cuenta las muchas
contradicciones que contienen, todavía en nuestros días, las propuestas
políticas de la izquierda occidental, a menudo tan pobres en valores) los
escritos del Gramsci de los primeros años veinte; y si consideramos con
atención el papel que él asigna a las transformaciones, a las crisis y, sobre
todo, a los conflictos que emergen en la sociedad civil (incluidos los que no
son un calco servil de los relacionados con el binomio clase obrera/clase
burguesa) en la construcción de un proyecto político reformador, no podemos
dejar de asombrarnos.
La «sociedad civil»,
con sus incesantes cambios y su terrible y apremiante presencia, es para
Gramsci el «teatro de todas las historias», y es
preciso indagar en ella y descifrarla continuamente, no para reproducir
acríticamente el mapa de la misma en el programa político del partido
reformador, sino para mediar en sus conflictos y para reconstruir una posible
superación de las contradicciones, según un proyecto que no es en absoluto
neutro, sino que extrae su fundamento y su legitimación de las tensiones
libertarias y de la exigencia de poder de las clases y grupos sociales más
débiles y, sobre todo, más
excluidos de los procesos de decisión centrales. Una sociedad civil con sus trincheras
y sus «casamatas», como escribirá más tarde; una sociedad civil con sus puntos
de confluencia y sus alianzas, sus conflictos de intereses y sus conflictos de
poder, con sus resistencias corporativas y con sus tensiones en relación con el
cambio. Y pese a todo ello, una sociedad civil en la cual es posible descifrar,
como dato permanente, la tendencia de las luchas sociales de las clases
oprimidas a transformarse, en la fase más madura del capitalismo industrial
(así lo sostiene Gramsci volviendo al núcleo duro de la lección de Marx), en
una lucha por el poder.
Pero aquí hay que prestar atención. El poder de que se trata no se
alcanza a través de la conquista o la ocupación preliminar del Estado central,
como premisa ineluctable de la producción «política», ni tampoco tras el momento
mágico de la «expropiación de los medios de producción». Se trata más bien de
un poder «aquí y ahora», en cada una de las casamatas y, ante todo, en cada
centro de trabajo y de producción, allí donde la lucha social se convierte
necesariamente, partiendo de la defensa intransigente de sus formas de
representación, en acción política; allí donde sus sujetos (y no solo los
partidos o los sindicatos) se convierten en «sujetos políticos» con los que,
acaso, partidos y sindicatos deben confrontarse. Aquí, ciertamente, la
distancia entre el enfoque de Gramsci y el de Lenin, sobre todo el Lenin del ¿Qué hacer?, es abismal. Y Gramsci se esforzará en
vano en disfrazarla frente a los seguidores más coherentes del pensamiento de
Lenin.
Para Gramsci, de hecho, si falta ese punto de partida —las
transformaciones de la sociedad civil— en cualquier proyecto político
reformador, y si falta por tanto la mediación —política, pero desde luego no
neutral— de los conflictos que la atraviesan, sucede, o bien que la sociedad
civil se venga, de algún modo, de esa «ausencia
de la política», produciendo fenómenos desestabilizadores de la convivencia
civil, como el populismo o el fascismo; o bien que es el Estado el que trata de
someter a la sociedad civil a un «dominio sin consenso», produciendo él mismo (añadimos
nosotros) rupturas y divisiones corporativas,
organizando y legitimando esas divisiones (y el compromiso entre ellas) y
poniendo en marcha así un proceso
de inclusión-exclusión en el que el único árbitro (por lo menos mientras puede
cumplir ese papel) es una clase política separada de la sociedad, aunque
incorporada al Estado.
No es casualidad que sea precisamente este Gramsci tan actual el
que se han visto obligados a omitir, o a rechazar, los recurrentes profetas de
la «autonomía de lo político», y
también sus oponentes simétricos, los profetas de la «autonomía de lo social».
Pero he aquí la cuestión: las transformaciones de la sociedad civil, igual que
los conflictos de poder y primariamente políticos que Gramsci redescubre en las
luchas sociales, ante todo en las que se desarrollan en el interior de la
empresa industrial (marcando en esto una ruptura con el «lassallismo» de Lenin
y con su condena del conflicto social y del sindicato a una insuperable
subalternidad respecto del mundo de la política), tienen lugar para él, sin
embargo, según un recorrido
marcado por las condiciones y por los límites dictados por el desarrollo de las
fuerzas productivas, por los obstáculos interpuestos en ese desarrollo y,
en cualquier caso, por los imperativos que se deducen de la necesidad de
asegurar, a cualquier coste y
en el tiempo más rápido, la consecución de ese desarrollo.
Por esa razón, en el conflicto social se revela un momento
esencial de la lucha por el poder, en este caso el poder que conlleva el
ejercicio de determinados derechos y responsabilidades; a pesar de que Gramsci
sostiene que los objetivos y contenidos «históricamente determinados» y no
contingentes de esta lucha están «ya dados» y son, en cierto modo, obligados,
más allá de su formulación, de su apariencia exterior o incluso de la misma
conciencia de los sujetos que se hacen portadores de los mismos; más allá de de las reivindicaciones contingentes (y, según Gramsci, más o menos fundamentadas) que en cada caso
sirven de justificación ocasional.
Ya se trate de la huelga “de
las manecillas”, es decir, la
lucha contra la introducción del horario legal en las fábricas turinesas, o del
conflicto de 1920 por la conquista del primer convenio nacional de los
metalúrgicos, por la negociación del trabajo a destajo o por la reducción del
horario de trabajo, es curioso constatar el sustancial desinterés y la
distracción de Gramsci ante la especificidad de las reivindicaciones situadas en el origen, al menos, de la eclosión de un
determinado conflicto social y de buena parte de su evolución posterior.
Lo que cuenta para Gramsci es la reivindicación subyacente de poder que se expresa a través del conflicto
social; por más que se trate, y no es poca cosa, de una demanda de poder
difuso, diseminado en la sociedad; de una reivindicación de poder que para expresarse y para
realizarse no espera al momento de la ocupación del Estado y de la expropiación
de los medios de producción.
Y de esta forma, aunque Gramsci demuestra conocer bien la temática
marxiana del autogobierno del trabajo y de la realización de la persona en el
trabajo, también a través del cuestionamiento de las formas contingentes de la
división técnica del trabajo y de su organización, parece asumir tal objetivo como sustancialmente incompatible
con el actual desarrollo posible de las fuerzas productivas. Gramsci no
ignora en absoluto que la reflexión marxiana se ejercita sobre un proceso de
opresión y de expropiación de oficios y de saberes que gravita sobre los
trabajadores de carne y hueso. A diferencia no solo de Lenin, sino de buena
parte de la misma investigación de los Cuadernos,
el Gramsci de los años veinte es totalmente consciente de la destrucción de la
personalidad y la potencialidad creativa que representa el «taylorismo salvaje»
experimentado en las fábricas turinesas, de la destrucción de cultura (y no de
«animalidad», como escribirá más tarde), de saber hacer, de «amor por la calidad»,
que el trabajador de carne y hueso podría transmitir al objeto de su trabajo.
En los escritos de los años veinte estamos, de hecho, todavía lejos del «hombre
nuevo» de la revolución fordista, del hombre que libera su mente a través del
gesto mecánico, y logra, aunque forzado por otros, separar radicalmente y
enajenar la ejecución del conocimiento. Frente a esta expropiación de la subjetividad Gramsci hablará del sacrificio de toda
una generación en el altar de la conquista del poder en los lugares de trabajo:
«Pensemos, sin embargo, que una generación, por ejemplo, puede trabajar “a pura
pérdida” para garantizar a la siguiente una libertad que de otro modo no podría
conquistarse.» (Socialismo ed economia, no firmado, en Ordine Nuovo, reprint, 17 enero
1920, a .
I, n. 34.)
Pero, ¿por qué es necesario ese sacrificio, por qué una generación
debería «trabajar a pura
pérdida», a fondo perdido, y privarse de ese modo de su libertad? No solo
porque, según Gramsci, a la clase obrera le faltaban las condiciones culturales
para elaborar una solución distinta y alternativa de aquella que las fuerzas
más modernas de la burguesía ofrecían al problema de conseguir la organización
óptima de las fuerzas de producción y una división técnica del trabajo
cuantitativamente más eficiente. También porque la naturaleza (y la
composición, y la organización) de las fuerzas productivas, incluido el trabajo útil para la puesta en
valor de esas mismas fuerzas, era un factor históricamente determinado, al
menos para todo el largo periodo marcado por la máxima racionalización posible
del uso de los recursos materiales y humanos representado por el taylorismo.
Ciertamente, Gramsci no llega a asumir la técnica y la ciencia
como factores neutrales, en tanto que «históricamente determinados». Pero,
anclado casi de forma fideísta en el binomio «fuerzas productivas-relaciones de
producción», parece considerar a las «fuerzas productivas» como un todo
indisociable en el que el hombre acaba por constituir una variable dependiente
de la tecnología; unas fuerzas productivas que, desde luego, están determinadas
históricamente en su grado de utilización, pero que no obstante definen «el
progreso» posible para toda una fase histórica; para una fase larga y, en todo
su trayecto, inmodificable.
En este sentido, para Gramsci (como para Taylor) parece existir
solamente one best way, una única opción válida, en la
organización y en la utilización de las fuerzas productivas, incluyendo en
ellas al hombre que trabaja. En este sentido el taylorismo (y, más tarde, el
fordismo) representará para Gramsci, como para la mayor parte de los dirigentes
socialistas y comunistas de la época, la única encarnación posible del
«progreso», no solo de la máquina, sino del hombre mismo. Se puede, todo lo
más, acelerar su cumplimiento —y Gramsci mide sus fuerzas en ese desafío— para
forzar por esa vía la contradicción entre el «progreso» y el atraso, la
involución burocrática de las «relaciones de producción», a partir, en primer
lugar, de las áreas con déficits mayores en la organización del Estado y de la
misma sociedad civil: Rusia, Italia, Europa en general, respecto a la cual el
fordismo americano anticipa los tiempos de un desarrollo posible de las fuerzas
productivas.
En esta visión historicista, la hipótesis de que sea posible
salirse de una «historia» con un final dado una vez para siempre y asumir, por
el contrario, otra con varios finales posibles, sobre los cuales incidir a
través de la acción consciente de los hombres, no es ni siquiera tomada en
consideración, igual que tampoco entra en sus cálculos la eventualidad de bajar
al terreno de una sociedad abierta a muchas y distintas evoluciones posibles de
la organización del trabajo y de la vida cotidiana, y no está prevista la
existencia de progresos
posibles, sobre los que las decisiones de los hombres puedan influir de
manera determinante partiendo de forma consciente del «laboratorio» de la sociedad
civil.
La historia verdadera se ha encargado de poner al desnudo la
«miseria» de esa noción positivista del progreso, que carga de forma inevitable
todo voluntarismo «históricamente determinado» con una connotación paternalista
y autoritaria. La ideología del one
best way es de hecho
orgánicamente enemiga de cualquier visión pluralista y abierta de la historia
de la sociedad civil.
Esa es la razón por la que es útil reflexionar sobre la
contradicción entre historicismo y voluntarismo que atraviesa toda la búsqueda de Gramsci acerca de las transformaciones de la sociedad
civil. Sobre todo si se quiere evitar recuperar de Gramsci únicamente la parte más desfasada de
su reflexión, dejando de lado una vez más su parte más fecunda.
¿Qué quiere decir al día de hoy «modernizar» o alcanzar un
«estadio de normalidad» en el proceso de modernización? Como si hubiera una
única modernidad posible en un mundo con tantos capitalismos distintos, y
sometido a una continua transformación dramática hacia un final no establecido y, con toda probabilidad,
inalcanzable. Si hay tantas «modernidades» posibles, cualquier referencia a la
«modernidad» o a la «modernización» como valores en sí se convierte para una
fuerza reformadora en algo puramente mágico e ideológico. La modernidad
¿respecto a qué? ¿Y para conseguir la realización de qué valores?
En cualquier caso —volviendo a Gramsci y a su búsqueda atenazada
por un «progreso» con connotaciones al menos temporalmente inmodificables y por
un voluntarismo que podía solo acelerar la realización de este «progreso» sin
modificar sus contenidos—, para legitimar la exigencia de poder que las clases
oprimidas exteriorizaban a través del conflicto en la sociedad civil, no tuvo
más opción que recurrir a la misión
prometeica de sustituir a una burguesía absentista en el objetivo, que le correspondía a
ella, de llevar a su pleno desarrollo a las fuerzas productivas, en las formas
históricamente posibles. Sustituir a una burguesía que se podía describir como ausente, bien porque su defensa
de la propiedad la llevaba a negar su misión modernizadora y a recurrir al
sabotaje (como sostenía Lenin en el caso de Rusia), o bien porque estaba
implicada en la especulación financiera y en turbios intereses compartidos con
la burocracia estatal, e incapacitada por su carencia de cultura liberal (como
sostenían Gramsci y Gobetti): esa misión llegó a ser imperativa para una
izquierda revolucionaria. Y esa «sustitución de funciones» era en cualquier
caso necesaria y legítima en el momento en que el conflicto, también el
conflicto social, se planteó, más allá de las apariencias, como un conflicto
entre progreso y conservadurismo,
entre el desarrollo de las fuerzas productivas —concebido como un todo
indisociable e inmodificable, al menos durante toda una fase histórica— y las
resistencias inevitablemente corporativas de los viejos aparatos de gobierno y
de los mismos sindicatos.
Así, la tenaza representada por la «pareja» historicismo finalista
y voluntarismo entendido como misión predeterminada, acabó por aprisionar y
distorsionar la búsqueda gramsciana en torno a la relación entre la
transformación de la sociedad civil y la construcción de un proyecto
político reformador.
Traducción de Javier Aristu y Paco Rodríguez de Lecea
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