Nota
editorial.-- Apoyado en el quicio de la casa está mi maestro Angel Abad,
padre noble de la izquierda y fundador preclaro de Comisiones Obreras. A su
lado Jorge J. Sánchez y Javier Tébar.
Pablo
Iglesias el Joven ha
publicado un importante artículo en El País de hoy: Una nueva
Transición. Es remarcable que el primer dirigente de Podemos haya
introducido en su reflexión una serie de variables, auténticas novedades, en su
discurso que, dicho de manera directa, constituyen una cierta rectificación de lo que ha dicho hasta la presente.
Era moneda
corriente que Iglesias y sus allegados, aunque no solamente ellos, echaran
pestes de la Transición
y, además, le achacaran casi todos los males que, de un tiempo a esta parte,
estamos sufriendo. Posiblemente los recientes acontecimientos griegos hayan
motivado una serie de reflexiones en Iglesias y, al ver las consecuencias
reales –no abstractas, por tanto-- de
las veleidades de doña Correlación de Fuerzas, le ha llevado a repensar no
pocas cosas.
Las
novedades del pensamiento de Iglesias aparecen cuando se califica la Transición como
«exitosa». Como un «proceso de metamorfosis pilotado por las élites del
franquismo y de la oposición democrática que hizo que España pasara de ser una
dictadura a transformarse en una democracia liberal homologable». Parece,
además, acertado que Iglesias haya citado la frase de Manuel
Vázquez Montalbán cuando afirmó que la Transición fue el
resultado de una «correlación de debilidades».
Ni las fuerzas de lo viejo, ni las que se disfrazaron de lo nuevo para
no infundir sospechas, ni las organizaciones democráticas pudieron imponer sus
planteamientos de manera neta y total. Hubo que pactar: lo hizo Togliatti con el mariscal
Badoglio, lo ha hecho Tsipras en otro
contexto.
Así pues,
la cesura está en que la
Transición ya no es ese acto de «traición», sino el resultado
de una correlación de fuerzas. Que es algo que no infrecuentemente se olvida
en textos académicos.
El interés
de esta rectificación no es sólo ni principalmente de carácter historicista.
Está en la utilidad para hoy de esa importante variable que es la correlación
de fuerzas que no surge de la nada sino de los sujetos políticos y sociales que
la generan cotidianamente en una u otra dirección.
Un matiz me
parece necesario añadir a la frase: la Transición no fue sólo el resultado de las
«élites». Fue, además en no pequeña proporción, el resultado —también «exitoso»--
de miles, gigantescas movilizaciones. Pierre Bordieu hubiera podido decir que salimos de la
dictadura con una clase obrera probable
que se fue convirtiendo en clase
movilizada. Y, en un sentido
contrario, fue también el resultado de las maquinaciones de los ultras que
veían que se les acababa el modus vivendi: pongamos que hablo de los asesinatos
de los abogados laboralistas de Atocha. Menos aún se puede echar en saco roto
el real mando en plaza que ostentaba cierto sector del generalato. Así pues,
una valoración sensata y políticamente eficaz de la Transición tiene interés
historicista, pero fundamentalmente para las cosas de nuestros días. A saber,
¿dónde y qué amplitud tiene la resistencia a los cambios que necesita la
sociedad española y la plítica de nuestro país; y de qué manera se va construyendo
una
alternativa a las fuerzas que se resisten al cambio.
Digamos las
cosas por su nombre: la participación del conjunto asalariado y de los
movimientos sociales de aquella época fue un elemento incisivo para darle la
vuelta a la tortilla. Reducir aquello a una pugna de élites es un improvisado
contagio de Iglesias de las fuerzas que nunca estuvieron interesadas en valorar
el papel –repito incisivo-- de aquel
poliédrico conflicto social.
No
comparto, por otra parte, el carácter que Iglesias le da a los Pactos de la Moncloa : «que abrieron el
camino a la versión española de desarrollo neoliberal», dice Pablo Iglesias el Joven. Se puede tener una u otra
opinión sobre el contenido de aquellos pactos, pero lo que no tiene sentido es
caracterizarlos como germen del desarrollo neoliberal. Aquí, el ilustre
articulista ha metido la pata hasta el
corvejón. Es más, a un politólogo de la altura de Iglesias le es exigible
seriedad y no confundir la democracia liberal con el neoliberalismo. Reabra,
pues, Iglesias los libros de Duverger, Dahrendorf y otros académicos templados y verá la
diferencia. No induzca el profesor Iglesias al fracaso escolar con estos
planteamientos.
Es más, lo
que sí se abre con los Pactos de la
Moncloa y la
Constitución –alguien tendría que empezar a decirlo-- es el camino hacia la construcción de un welfare como nunca se había tenido en
España: esa senda que se abre representa, hasta que las cosas muy
posteriormente se truncan, es el proceso más fecundo en conquistas sociales,
derechos y poderes. Es decir, en bienes democráticos. El problema o las
paradojas, que diría Bruno Trentin, de la
izquierda están también en que sólo se valoran determinadas cosas cuando están
en riesgo de perderse o se han perdido. Es entonces cuando las izquierdas se
ponen a llorar y, tañiendo el chisme triste, cantan aquello de «¡Ay de mi
Alhama!», que inmortalizó el último nazarita cabalgando en una mula desde la Puerta de Elvira a la de
Bibarrambla.
Vale la
pena recordar que aquel almacén de bienes democráticos que se fue consiguiendo in itinere merced a gigantescas
movilizaciones de masas. ¿Hay que insistir en ello?
Pues sí:
hay que recordarlo porque Jorge Manrique nos
incita a despertar el seso dormido; porque el ideológico revisionismo de la
derecha quiere aplastar todo intento de intimidación; porque el aparentemente
inocente revisionismo de izquierdas se orienta a decir que la historia empieza
con ellos; porque las izquierdas que se autoproclaman alternativas debe
recordar la rentabilidad del conflicto social cuando se plantea con
inteligencia y tino.
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