El filósofo José Luis
Pardo publica en El País un
interesante artículo, Lo viejo y lo nuevo. Lo leo y cometo el atrevimiento de
meter baza. Ya se sabe, a partir de los ochenta años atreverse a tanto es un
pecado venial. En el mencionado artículo nuestro filósofo escribe: «Se han roto
los vínculos de confianza entre generaciones y el de la solidaridad entre los
favorecidos y los menos afortunados».
Lo que no
se nos dice es lo siguiente: ¿qué características tenían aquellos vínculos?
¿qué diapasón tenía la solidaridad intergeneracional y la de favorecidos con
los menos afortunados? ¿cuándo aproximadamente empezó esa ruptura y por qué? Por
mi parte, hasta donde yo recuerdo, no me cabe que haya habido nunca vínculo de solidaridad
«entre los favorecidos y los menos afortunados». De ahí mi insistencia: ¿en qué
periodo, en qué momento concreto? Porque hablar de vínculo de confianza –así,
sin más— es algo de envergadura en ese tipo de cosas.
Es más, entiendo que lo que ha existido ha sido la
realidad de las «dos ciudades», desconectada la una de la otra. Ni siquiera ha
habido conllevancia. Ha sido un statu quo, casi inamovible. Y más en concreto
el fracaso organizado de lo que mandó Juan
[13:34]: «Un mandamiento nuevo os
doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os
améis los unos a los otros». Lo dejó claro una señora empingorotada, a dos
leguas de Granada: «Menos mal que tenemos a la Iglesia que nos defiende
de los Evangelios». ¿Esta señorona pudo
haber indiciado sin querer a Robert King Merton a formular su conocido «efecto Mateo», basándose en la denuncia que hacía el apóstol
publicano de las injusticias? A saber: que los ricos son cada vez más ricos y
los pobres son cada vez más pobres. Lo que dicho por Merton tiene cierta
respetabilidad, aunque si lo manifestara un sindicalista la academia se le
echaría encima.
Así pues, entiendo que poco, que sea nuevo, hay bajo el Sol.
Aunque bien visto la novedad esté, tal vez, en los lenguajes y comportamientos
de ciertos representantes del Partido apostólico sin ningún vínculo de empatía
–ni siquiera compasión-- con los menos
favorecidos. Un lenguaje cruel en no pocas ocasiones, cuyo ejemplo más
extremista es el tristemente célebre «¡que se jodan», eructado desde su escaño
en el Parlamento. Que, en todo caso, indicaría los niveles pedagógicos de los
colegios de señoritas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario