Esta es mi intervención en el Museu
d´Història de Catalunya el 18 de febrero en el contexto del
cincuentenario de Comissions Obreres de Catalunya.
Es
importante que el sindicato –como sujeto cultural que es-- converse con un filósofo y, en este caso
particular, con el profesor Víctor Gómez Pin.
Más todavía si el motivo de este diálogo versa sobre el trabajo a propósito de
su último libro Reducción y combate del animal humano, que recientemente ha
publicado Ariel. Entiendo que Comisiones Obreras
es perfectamente consciente de la importancia de esta reflexión, que indica que
la gran cuestión del trabajo requiere la aportación de los saberes y
conocimientos de las más diversas disciplinas
y, entre ellas, de la filosofía. Lo que, en el fondo, implica una
indudable y necesaria tensión intelectual: la que se desprende de la autonomía
e independencia de métodos de análisis y soluciones de la reina del pensamiento
y la del sujeto reformador.
El profesor Gómez Pin ya nos
había adelantado en un importante artículo (El País, 27 de Marzo de 2012) que
«Por eso es tan urgente denunciar las teorías pragmáticas que presentan como
único bien al que colectivamente podamos aspirar la posibilidad de que alguna
disminución de la amenaza laboral alivie un tanto el ofensivo terror al que los
trabajadores se ven sometidos. Es
simplemente insoportable que la polaridad entre trabajo embrutecedor y pavor a
perder tal vínculo esclavo se haya convertido en el problema subjetivo
esencial, en el problema mayor de la existencia. El tiránico orden social
que posibilita tal cosa no es in-humano (sólo los humanos son susceptibles de
forjar prisiones físicas o espirituales) sino literalmente des-humanizador, una máquina para
impedir que los humanos seamos cabalmente tales». Me atrevo a decir que hace
falta ser un tarugo para estar en desacuerdo con lo dicho.
Ecos similares a lo que
expresa Gómez Pin aparecen en la obra de una pensadora, que siempre fue
inquietante para la izquierda oficial y el sindicalismo tradicional,
concretamente Simone Weil. Sobre ella pontificó,
en este caso, un desvergonzado Trotsky afirmando
«que estaba loca de atar», negándole su condición de revolucionaria y, por lo
tanto, condenándola al Limbo. Y, al mismo tiempo, enviaba una recomendación oblicua
a las gentes de izquierda como si dijera: no lean a esta señorita que tiene la
cabeza llena de pájaros. Menos mal que posteriormente nuestro amigo Bruno Trentin vino a poner las cosas en su punto en su
obra canónica La ciudad del trabajo,
izquierda y crisis del fordismo, que editó la Fundación Primero de
Mayo (1). Más todavía, cuando nuestro amigo italiano nos incitó a
estudiar aquella izquierda que nunca había vencido y, de paso,
desintoxicándonos de la izquierda institucional, que él llamó «sinistra vincente».
Vale la pena advertir que la
reflexión del profesor Gómez Pin sigue teniendo ahora plena vigencia: las
nuevas tecnologías, gobernadas discrecional y unilateralmente, están
reproduciendo la inhumanidad de los sistemas de organización del trabajo
fordista y taylorista. Ahora bien, para superar esa «inhumanidad» es preciso
que nos propongamos un discurso radicalmente nuevo, acorde con el diverso paradigma en que nos encontramos, de un lado; y, de otro lado, para superar
definitivamente el discurso tradicional de una buena parte de la izquierda con
relación al trabajo. Empecemos por aquí.
De una manera desacomplejada
Bruno Trentin refiere en el citado libro el gran dilema que tuvo la izquierda
en torno a qué es lo primero si transformar la sociedad, y especialmente el
trabajo, o la conquista del poder. Y, comoquiera que optaba por que lo primero
fuera la conquista del poder, dejaba como variable dependiente de ello la
transformación del trabajo. Sin embargo, una vez instalados en el poder los
bolcheviques asumieron el taylorismo que, desde sus inicios lo aplicaron con un
férreo voluntarismo jacobino al que Trotsky, empeñado en su caprichoso intento
de militarizar el trabajo, exacerbó todavía más. La síntesis de todo ello está
expresada por Trotsky: «El obrero no hace mercantilismo con el gobierno
soviético, está subordinado al Estado, le está sometido en todos los aspectos
por el hecho de que es su Estado» (en
su obra Terrorismo y comunismo).
La conclusión de ello fue
dramática: en el llamado socialismo real, el trabajo acabó deshumanizado no
sólo por la asunción del taylorismo como sistema definitivamente dado sino por
la aparición de una paraesclavitud de masas. Vale la pena traer a colación el
caso del ingeniero Palchinsky y sus compañeros del
llamado partido industrial, opositor férreo de la implantación del taylorismo
cuartelario en la URSS ,
y por ello fue ejecutado por Stalin en 1928. Sépase que Palchinsky había sido
un luchador antizarista y consecuente revolucionario (2). Y, durante toda su vida profesional, destacó por su preocupación por la humanización del trabajo.
La visión de Antonio Gramsci sobre el trabajo tiene otro enfoque.
Me apresuro a decir que no nos vale tampoco. En los Cuadernos de la Cárcel , Gramsci
hace una exaltación del taylorismo, que en buena medida ha contaminado a la
izquierda del siglo XX. La diferencia con Lenin
y, todavía más con Trotsky, radica que --a
diferencia de éstos-- no considera que el taylorismo sea un sistema de
organización del trabajo definitivamente dado, sino “mientras tanto” no somos
capaces de elaborar uno propia. No obstante, esta concepción viene acompañada
por un planteamiento inquietante: Gramsci, que no niega la humanización del
trabajo y que no la traspone a la toma del poder, plantea que, en el
socialismo, el trabajo debe significar una «coerción» libremente asumida por el
trabajador, configurando una forma de accesis, «increíblemente próxima a la mortificación de la carne que aprisiona
la fe.» (3).
Doy por sentado que estos
referentes son inaceptables. Y partiendo de las observaciones del profesor
Gómez Pin es preciso que nos arremanguemos las mangas para elaborar un discurso
–radicalmente nuevo, decía un servidor--
en torno al trabajo. Voces hubo en la izquierda que lo intentaron. Por
ejemplo, Karl Korsch que habló de la
«autoliberación» de la clase obrera, que le permitiera la autodeterminación de
las condiciones de trabajo, combinado con la praxis del control en los centros
de trabajo. O las propuestas del Guild socialism en torno al control de la organización del
trabajo. Entiendo, pues, que el diseño de un proyecto –sabiendo que un proyecto
no es un zurcido-- en torno al trabajo
debería empezar por el conocimiento de las experiencias heterodoxas de esas izquierdas
que no triunfaron.
Una cosa es cierta: para
enhebrar dicho proyecto, esto es, la humanización del trabajo, no nos valen la
mayoría de los contenidos de la negociación colectiva. Lamento recordar que más
de un setenta por ciento de la negociación colectiva, en lo atinente a los
temas de la organización del trabajo, son mera repetición de las cláusulas de
las viejas (y ya desaparecidas) Ordenanzas Laborales. Repetidas al pie de la
letra. Con ese material de ropavejero no
vamos a ninguna parte que valga la pena.
El sindicalismo es un sujeto
imprescindible para proceder a ese proyecto. Pero no es el único. Así es que
sería de lo más necesario que estableciera un diálogo permanente, tal vez
mediante un foro estable, entre sindicalistas e investigadores sociales y con
todo un importante batallón del conocimiento. En caso contrario, se corre el
peligro de quedarnos en la reserva de los últimos mohicanos.
(1) En
formato digital: http://metiendobulla.blogspot.com.es/
(2) Loren R. Graham, El fantasma del ingeniero,, que murió ejecutado (Crítica, 2001)
(3) Bruno Trentin.
La ciudad del trabajo. Página 191
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