martes, 8 de octubre de 2013

EL MAR ABIERTO DEL PAPA FRANCISCO


Nota del blog. En la foto estamos comiendo con el gran cineasta italiano Carlo Lizzani, recientemente fallecido. Participamos junto a Carlo en un acto de homenaje a Giuseppe Di Vittorio, padre del sindicalismo italiano. 




Fausto Bertinotti


Una imprevista presencia profética ha desgarrado el aire de nuestro tiempo, un aire que –especialmente en Occidente--  se ha hecho pesado y opaco, y ha vuelto a poner la mirada abierta en el futuro del hombre. Desde la Cátedra de la misma Iglesia que había traído una de las aversiones más orgánicas a la modernidad, el Papa Francisco toma, precisamente en momentos en que ella vive una profunda crisis, el núcleo central, la promesa no mantenida, y la hace revivir en el diálogo con su propio, renovado, proyecto de fe.

En el testimonio de Francisco hay un punto cardinal para el diálogo entre creyentes y no creyentes. Que se define a través de un auténtico y verdadero ultrapasar las Columnas de Hércules para entrar en otro mar, en un mar abierto. Escribe Francisco: «La cuestión para quien no cree en Dios consiste en obedecer a su propia conciencia. El pecado, incluso para quien no tiene fe, es no seguir la propia conciencia. Escucharla y obedecerla significa decidir entre lo que se percibe como bien o como mal. Y sobre esa decisión pivota la bondad o maldad de nuestra actuación.» 

Creo que este Papa le debe mucho a la ruptura dramática de Benedicto XVI. La experiencia de Bergoglio no habría podido encontrar un fundamento sin la «ruptura», el «no», que le antecede. Benedicto XVI fue su protagonista, con su último acto. Lo que asoma detrás de ese acto extraordinario de un Pontífice que dice «dimito», es la confesión de la propia fragilidad humana; pero de esa misma fragilidad vuelve a emerger la inocencia. 

El inocente puede afirmar que el rey está desnudo. Sobre esta sustracción al poder se edifica el pontificado de Bergoglio. Toma por nombre Francisco como para indicar la vía para sustraerse al poder de la institución sin entrar en conflicto con ella. Pero la discontinuidad de Francisco con Benedicto XVI es fuerte y clara precisamente en su testimonio acerca del siglo, sobre la gran cuestión moderna de la conciencia individual y el derecho.  

También Benedicto XVI  había llevado la Iglesia a la confrontación con el siglo, pero por un camino muy distinto: el de la relación entre fe y razón. En el Bundestag de Berlín reivindicó: «Contrariamente a otras religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado […] sino que ha remitido a la naturaleza y la religión como las fuentes auténticas del derecho; ha remitido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que presupone que ambas están basadas en la Razón creadora de Dios». A muchos les pareció esta declaración una apertura a la laicidad. Sin embargo, la razón seguía siendo dependiente de la luz de Dios, y la verdad era accesible sólo a quien estaba iluminado por ella. Caritas in veritate.

Francisco ultrapasa estas columnas. Su discurso se aparta del sendero teológico que, incluso renovado hasta el punto de utilizar el prefijo «neo», sigue hundiendo sus raíces en la escolástica, en la tradición. Francisco parece querer decirnos que ya ha pasado el tiempo de la renovación en la continuidad. Los términos de la cuestión están ya agotados: es en el amor donde vive la búsqueda de la verdad; el bien no está fuera del alcance de ningún ser humano. La fe, para Francisco, es la sal de la tierra, pero la tierra está diversamente habitada y en ella todos pueden acceder al bien.

Se recomienza a partir de la experiencia humana. El pasaje abre el camino a la riqueza de la convivencia. La ruptura es límpida. Su raíz puede encontrarse, quizá, en la Iglesia antigua. Por lo demás, en los lejanos orígenes de los grandes movimientos hay más futuro que en su historia reciente. Pablo de Tarso, en la Epístola a los Romanos, escribió: «Cuando los paganos, que no tienen la Ley (la Torah), actúan por naturaleza siguiendo la Ley, demuestran que, aunque no tengan ley, son ley para ellos mismos; demuestran que todo lo que la Ley exige está escrito en sus corazones, como resulta del testimonio de su conciencia.»

Hoy es decisivo este pasaje. Creyentes y no creyentes pueden volver a caminar juntos cuando las calles son las de la liberación. El alcance del mensaje, respecto al orden existente en la cultura dominante y en el sentido común, es revolucionario.  La fe de Francisco y la conciencia del hombre coinciden en el rechazo de la resignación ante los males del mundo. La ruptura de Francisco restituye al testimonio de fe una misión de autonomía y de reto al presente, al siglo, a este orden mundial. Vuelve, avasallador, el: «Somos hombres en este mundo pero no de este mundo.» 

Enzo Bianchi ha recordado justamente el «Camminare insieme» [Caminar juntos] del cardenal Michele Pellegrino  en el Turín de los primeros años setenta. Pero aquel era el tiempo de la esperanza y este es el del Pontífice. Cierto, el espíritu del Concilio Vaticano II vuelve a hacerse sentir tras su progresiva reducción al silencio en los últimos tiempos de la historia y de la Iglesia. Pero lo del Papa no es un heri dicebamus. Francisco parece dar cuerpo a lo que Walter Benjamin llamó «el salto del tigre». Es decir, una cierta mirada a nuestro futuro, una ruptura con el tiempo presente y sus males, la búsqueda de una vía diferente en el camino de la humanidad, que hacen revivir lo que de aquel Concilio –superando su época— ilumina todavía la búsqueda del futuro; la proximidad, es decir, la búsqueda de la vecindad con el prójimo (los hombres de buena voluntad); la fórmula del Papa Roncalli de la denuncia del pecado más grande de la humanidad, «la explotación del hombre por el hombre»; el horizonte liberador de la Gaudium et spes.

Los actos de Francisco sorprenden  porque rompen con la imagen que la Iglesia ha querido dar en estos últimos siglos de la presencia del Pontífice en el mundo, con el ceremonial de lo sagrado cuya representación pública, como vértice y modelo, era el Papa. En un mundo donde lo virtual y la apariencia son los signos de los tiempos, el Papa exige la reunificación de la apariencia con el ser, el reencuentro de la autenticidad. La praxis de Francisco forma parte de su revolución. No se debe olvidar que es un «Papa venido del fin del mundo» y que ha querido llamarse Francisco. Podemos interpretar sus actos, no como una ausencia de teología, sino como una teología de la praxis. Se podría decir, siguiendo la pauta de una fórmula célebre, que Francisco pone la fe con la cabeza arriba y los pies en el suelo; y que la hace caminar con los pies descalzos.

Es significativo que un teólogo como Leonardo Boff no ha buscado en el Papa ninguna proximidad con su teología de la liberación, sino que ha leído en la praxis de Francisco la búsqueda de lo divino en el hombre y en la liberación del hombre de toda forma de opresión y alienación.  La pobreza se revela, en las palabras de Francisco, como una encrucijada decisiva. Una pobreza elegida –en la Iglesia y de la Iglesia—precisamente para combatir las pobrezas, todas las pobrezas que se han impuesto a muchos por la acumulación de poder y de dinero en las manos de unos pocos. Palabras como piedras. Palabras, las del Papa, que no se limitan a la denuncia de los males sino que se dirigen a sus causas: el poder, la riqueza, el dinero.

Basten las palabras del Ángelus del 8 de setiembre en las que el No a la guerra se acompaña con la denuncia de los intereses materiales que la generan: desde la producción y el tráfico de armas hasta el suministro de energía.  Más todavía, las palabras de denuncia de este sistema económico: «Este sistema económico tiene un ídolo que se llama dinero.» Las injusticias intolerables, la destrucción de la humanidad de nuestro tiempo, tienen ahí su histórica primera causa. De su rechazo nace el deseo de caminar juntos. 

Traducción a cargo de la Escuela de Traductores de Parapanda.



No hay comentarios: