lunes, 20 de mayo de 2013

UN PACTO SOCIAL … POUR QUOI FAIRE?


Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña


Es sabido que don Fernando de los Ríos, un socialdemócrata de la vieja escuela (pese a que era vecino de una ciudad a pocos kilómetros de Santa Fe y de  Parapanda), volvió escandalizado de su famosa entrevista con Lenin (quien, por no ser natural de la Vega, no se caracterizaba por su finura), cuando éste le espetó, en su conversación en francés y ante su proclama de libertad eso de “pour quoi faire?”. En realidad Vladimir Ilich, que era también un ilustrado, no estaba negando la libertad como valor democrático, sino reclamando un para-qué se quería en aquellos momentos revolucionarios, de imposición “manu militari” de una igualdad de tabla rasa, lo que no dejaba de ser inaceptable para un liberal progresista como don Fernando. En definitiva, el viejo (y añejo) debate entre la izquierda no anarquista.

Viene a ello colación simplemente por la frase, respecto al tan manido pacto que los sindicatos llevan reclamando como mecanismo de salida de la crisis en España,  que ahora está en boca de muchos y cuyo posible inicio se acaba de escenificar, aunque con pocas esperanzas de éxito. Parafraseando al líder bolchevique: ¿para que quieren los sindicatos el pacto?
Ya sé la respuesta, sin que nadie me la dé: que la función de un sindicato es pactar e, inevitablemente, será concurrente acudir al ejemplo de los denominados Pactos de la Moncloa, ante la dramática situación de muchas personas y el estado de la economía. Pero creo que es ésa una visión que debe ser matizada.
En efecto: el fin de un sindicato no es pactar. Es, defender los derechos de los trabajadores ante la patronal y los gobiernos. Sin duda que la experiencia acredita que el pacto es la mejor forma de defensa de esos derechos, en tanto que por la situación de subordinación social de los asalariados no se puede pretender imponer a corto plazo hegemonías alternativas. Pero ello no implica que el pacto sea el fin: como el propio conflicto, es el medio. De la misma forma que cuando el sindicato ejerce el conflicto no lo ejerce por él mismo, sino como mecanismo de exteriorización (y canalización) del malestar entre sus representados, cuando llega a un acuerdo lo hace porque pretende mejorar las condiciones de vida de éstos.

Digan lo que digan los economistas neoliberales (y los sociólogos individualistas acríticos), una organización sindical es algo más que un lobby. No se trata sólo de conseguir una regulación convencional o legal más cercana a sus intereses (o, en los últimos tiempos, “menos mala”): también debe tener presente que su objetivo es hacer que el trabajo asalariado sea menos dependiente, que las ideas de emancipación no se desvanezcan (esto es: mantener su alteridad y su alternatividad propositiva) y que el conflicto –aún el que se pierde- genera solidaridades activas (lo que antes se denominaba “consciencia de clase”), más allá de personales enfrentamientos, entre sus sujetos. Repito: el pacto no es el fin; es el medio.

El sindicato sigue siendo prisionero de la cultura del pacto welfariano (aún en mayor medida que de la cultura fordista) Un pacto en el que decidió –también, buena parte de la izquierda- dejar de discutir su alternatividad radical y, por tanto, abandonar la pugna por el  poder en la empresa, por el control social de qué se produce y cómo se produce en ella y su vocación internacionalista. A cambio obtuvo una parte más significativa del pastel –nacional- de la riqueza para sus representados, unas sensibles mejoras en las condiciones de vida y unos mecanismos, descafeinados, de participación en la empresa. Un pacto welfariano que en el caso del Estado español tiene nombres y apellidos, fecha y fotos: el de la Moncloa.

Qué duda cabe que con el acuerdo interclases de postguerras en Europa –en España, en 1977- los sectores menesterosos obtuvieron significativas ganancias. Ahora bien, no todas las izquierdas aceptaron el contenido del pacto. De hecho, el tristemente famoso quinto congreso del PSUC y su posterior ruptura se explica –más allá de teorías conspirativas, de algún historiador que fue en su día parte- en esa clave. Sin embargo, la realidad es tozuda: los trabajadores y las clases populares dieron la espalda a las organizaciones de izquierdas –y los sindicatos- que se situaron contra el acuerdo constitutivo del Estado del Bienestar, salvo concretos momentos puntuales de conflicto social. Simplemente: el resultado del acuerdo resultó favorable a sus intereses.

Ocurre, sin embargo, que el pacto welfariano ya sólo es papel mojado. Y lo es porque la contraparte ha decidido que, tras el derrumbe de los sistemas parasocialistas en media Europa y el acomodo –como resultado del pacto- de los trabajadores de la otra media, ya no precisan seguir repartiendo la parte del pastel que creen les pertenece por derecho natural. La izquierda ya no da miedo porque no tiene alternativas. Por el contrario, la derecha sí las tiene, esto es: el retorno a la sociedad propietarista y el egoísmo que comporta, el fin de la igualdad y fraternidad como valores sociales, la privatización de lo público, el desmantelamiento de los mecanismos de distribución de rentas, el sometimiento de los valores colectivos a la libertad individual, el fomento de la codicia y el enriquecimiento a cualquier precio… Ante es huracán –que ha calado profundamente en todos los estratos sociales: sin la aceptación de todo ello por las capas populares no hubiera sido posible la pirámide de Ponzi que nos ha llevado a esta tormenta perfecta- buena parte de la izquierda y los sindicatos mayoritarios no están respondiendo más que con la invocación del principio “pacta sunt servanda”, es decir, reclamando el cumplimiento del pacto del pasado siglo. Y paradójicamente la izquierda que no lo aceptó es ahora la más firma valedora que aquellas conquistas, con la consigna de “ni un paso atrás”. Ni la izquierda del pacto, ni la izquierda que no lo firmó ofrecen hoy alternativas plausibles (más allá de la invocación de lógicas y teorías del pasado siglo).

Me van a permitir que recuerde lo que ocurrió con el denominado Pacto de las pensiones, de principios del 2011: ante las imposiciones de los famosos mercados, de la inédita carta de la Troika y rendición final del Gobierno Zapatero tras las iniciales reticencias, los sindicatos mayoritarios acabaron suscribieron un pacto de modificación del modelo de Seguridad Social en base a la lógica de cambiar lo que fuera posible la propuesta inicial (hacer “menos mala” la nueva regulación) en lo que no era más que una inercia de la lógica welfariana. Y, por su parte, los sindicatos alternativos pusieron el grito en el cielo ante  que consideraron una traición (si no recuerdo mal, convocaron incluso una huelga general de muy escasa incidencia) para que la Seguridad Social –el mayor logro del pacto social del siglo pasado- no se tocara (pese a que históricamente habían estado en contra del acuerdo del que surgió el Estado del Bienestar) Nadie ofreció alternativas sólidas sobre un nuevo modelo de previsión social. Sencillamente, porque se seguía siendo prisionero, por activa o por pasiva, de la cultura del pacto welfariano.
Pues bien, apenas dos años después de dicho Acuerdo de las pensiones, los palos que los sindicatos intentaron poner en las ruedas de la reforma a peor del sistema de Seguridad Social se han roto: sucesivos y continuados Decretos-leyes han empeorado, incluso, el proyecto inicial del Gobierno Zapatero. Y no sólo eso: ya se nos anuncian nuevas reformas regresivas. Ya se sabe: la necesidad de estabilidad del sistema, entendida no tanto como un nuevo diseño de protección social –de articulación de la fraternidad ante la crisis- sino de minusvaloración de la parte de rentas que se aportan al mantenimiento de las personas no productivas y de desmantelamiento de la previsión social pública a favor del ahorro individual.

Permítanme ahora la pregunta: ¿de qué sirvió el mentado acuerdo del 2011? Sólo para demorar en unos meses el contenido inicial.
Pero no critiquemos únicamente a los sindicatos mayoritarios. Imaginémonos ahora que éstos no hubieran suscrito el pacto y hubieran convocado una huelga general, como reclamaban los minoritarios. ¿Seria ahora la regulación de la Seguridad Social mejor? Mucho me temo que la respuesta a dicha ucronía es simple. Los resultados de las últimas huelgas generales aún merecen un análisis serio por tirios y troyanos. Y que quede claro que no estoy diciendo que no se deba acudirse al conflicto: lo que afirmo es que éste ha de vincularse con propuestas de alternatividad íntegra del sistema. Si no, el conflicto se convierte en una mera pataleta.
No hay salida para la izquierda sino busca una alternatividad propositiva global ante el vendaval neoliberal. Alternativa que ya no puede ser el cumplimiento del acuerdo constitutivo del Estado del Bienestar, sino una nueva propuesta que cause temor a su contraparte y que genere esperanzas populares. Si la izquierda y el sindicato no se sacan de la cabeza la lógica welfariana no podrán avanzar. Permítanme aquí una reflexión incidental. Las ideas progresistas sólo están avanzando en forma efectiva en una única parte del mundo: Hispanoamérica.  Pues bien, quizás no sea casualidad que sea ahí, precisamente, dónde no existió –por motivos históricos: ser el patio trasero del Imperio tenía ese precio- un Estado del Bienestar sólido (o el incipiente que existía en algunos países fue dinamitado por cruentos golpes de estado militares, como banco de pruebas de lo que después fue el neoliberalismo)
No hay que olvidar, sin embargo, otro elemento importante y significativo: las clases populares también siguen imbuidas en la lógica welfariana. Y no sólo eso: la cultura del capitalismo popular (la codicia como valor social) sigue envenenando muchas mentes. Ahí está el ejemplo de las recientes elecciones islandesas.
Sin embargo, “lo nuevo” (entendiendo por tal a quienes no sólo pretenden parchear el modelo, sino volver a construir una civilidad alternativa) parece emerger en esos movimientos de diferente calado que salpican con protestas toda Europa, generalmente al margen de partidos y sindicatos –mayoritarios-, que los contemplan como una especie de “parvenus” sin futuro o que, en el mejor de los casos, pretenden cooptarlos.

Esos jóvenes indignados ven al sindicato como una parte del sistema. Y no les falta razón: el sindicato ha sido parte del sistema como resultado del pacto welfariano. Y eso no tiene porqué ser entendido en un sentido negativo: precisamente porque aquél se integró se lograron las conquistas de civilidad que se obtuvieron. Por eso, los padres de los jóvenes indignados viven mucho mejor que sus abuelos, pero aquéllos saben que esa dinámica no va a ir con ellos. En el fondo concurre también un serio problema intergeneracional, al margen de los entrañables y combativos yayos-flauta (compuestos en buena parte por antiguos militantes sindicales y de izquierdas, lo que debería merecer alguna reflexión aparte).
Y ahí aparece la paradoja: los jóvenes indignados dominan las calles con su incipiente discurso alternativo, que discute el sistema “in toto”, pero no las fábricas (donde mayoritariamente están sus padres)
En el debate concurrente en ese magma emergente siempre aparece la cuestión del “trabajo”. Pero ocurre que ese movimientismo no es capaz de penetrar en las fábricas, con lo que su discurso carece de sustrato suficiente. Entre la mayor parte de los trabajadores activos la lógica welfariana sigue aún vigente (con todo, siguen viviendo mejor que sus padres), como antes se indicaba.

Se habla mucho en esos cenáculos de los movimientos alternativos de la necesidad de fundar sindicatos ajenos al sistema; o, incluso, se ven con buenos ojos y ciertas simpatías los sindicatos que, en su día, optaron por no integrarse en el pacto welfariano. Ahora bien, dicha inquietud dista, en estos momentos, de plasmarse en una alternatividad suficiente frente a los sindicatos mayoritarios. No en vano sólo estos tienen la capacidad real de convocar huelgas generales.
Y no es ésa una cuestión que pueda imputarse al sistema, como es frecuente oír por ahí. A diferencia de los partidos, los sindicatos son una necesidad de los trabajadores, que nace del imperativo de unirse para plantar cara, desde su subalternidad, al patrón (no en vano, los anglosajones siguen denominando al sindicato “the Union”) El sindicato surge –con la excepción de  supuestos históricos muy concretos- desde abajo. Por eso, y salvo ejemplos muy puntuales surgidos de circunstancias históricas específicas, los intentos de crear un sindicato desde arriba acaban fracasando. Cuando un sindicato mayoritario no cumple su papel de representación es inevitable que aparezcan organizaciones alternativas. Hallaremos múltiples ejemplos de esa tendencia en todos los países del mundo. Sin ir más lejos: las Comisiones Obreras surgidas bajo el franquismo.

En esa tesitura me van a permitir que reencuentre la pregunta inicial: ¿un pacto social para qué? Las inercias welfarianas determinan que el sindicato tenga la necesidad de pactar. Pero no debe olvidar aquella otra premisa antes apuntada: su principal misión no es ésa, sino la defensa de los intereses de los trabajadores. Y es aquí dónde surgen las dudas.

Primera duda: no se puede ser tan ingenuo como para pretender que, ante la actual correlación de fuerzas, estemos hablando de una negociación en serio. Unos –la contraparte-, tienen muy claros sus objetivos, aunque siempre se escuden en las necesidades económicas, como si el discurso neoliberal les fuera ajeno. Y tienen, además, magníficas armas de coacción (los mercados, las imposiciones de la Troika, el temor a los rescates, el cierto consenso social del que goza el capitalismo popular y el propietarismo, un dominio de la información casi hegemónico…) Otros, los sindicatos –y los partidos de izquierda en su caso- no tienen alternativas, más que la simple invocación del acuerdo del siglo pasado y su arma no es otra cosa que el conflicto social. Y me van a permitir que constate cómo ese conflicto está siendo poco eficaz para conformar un cambio en las políticas neoliberales, más allá de victorias en puntuales escaramuzas (y no sólo en España). El hipotético pacto, por tanto, no sería otra cosa que “hacer menos malo” lo que los opulentos pretenden (es decir, demorar en el tiempo la implementación del desiderátum neoliberal). Es notorio que cualquier contrato no es otra cosa que poner negro sobre blanco el resultado de la correlación de fuerzas, subsistiendo intereses concurrentes, aunque diferenciados, entre los firmantes. Pues bien, mientras los poderosos tienen la fuerza y su objetivo es volver a la situación anterior previa a la conformación del Estado del Bienestar, las clases populares no tienen más que el ejercicio de un conflicto que no alcanza la suficiente virulencia –con el riesgo que conllevaría el escenario en que la virulencia resultara suficiente pero sin control- y su intención no es otra que mantener en lo que se pueda lo de “antes”. Más que un pacto nos hallaríamos, quizás, ante una negociación de las condiciones de rendición.

Segunda duda: pese a lo anterior, puedo aceptar que esa lógica de “hacer menos malo” el panorama actual no tiene, per se, porqué ser negativa, vista la actual correlación de fuerzas y a la espera de tiempos mejores. Ahora bien, ocurre que todos sabemos que el Gobierno puede aceptar cuatro retoques para la galería –la caída libre ante la opinión pública en que se encuentra le puede impeler a hacer algunas concesiones-, pero que a la mínima que pueda se va a pasar esos compromisos por el forro. Así ocurrió con el Pacto de las pensiones. Así ocurrió con el pacto patronal y sindicatos de principios del 2012 y la reforma laboral posterior. El objetivo de las políticas neoliberales no es otro que desmantelar el Estado del bienestar y la regresión de rentas, incrementando la desigualdad. Eso ha generado la actual crisis. Y tras la inicial estupefacción, el neoliberalismo ha visto la crisis como un momento histórico estupendo para profundizar en sus intenciones, en tanto que su adversario está más desarmado que nunca.
Por tanto está bien aprovechar los temores de los políticos neoliberales para intentar poner palos en las ruedas –otra vez- a sus intenciones. Pero se debe ser perfectamente consciente de que esos palos se van a romper, porque el Poder –no, los políticos- tiene claramente diseñado el futuro.
Y no me sirve la excusa del desgate del actual Gobierno popular. Vale, la derecha está convencida de la bondad del neoliberalismo y cree en el darwinismo social (ahí están, disfrazadas de austeridad, sus políticas de educación, sanidad y servicios públicos o el acogotamiento presupuestario a  las Comunidades Autónomas y las Administraciones locales porque son éstas las que gestionan la mayor parte de los servicios públicos welfarianos) pero es que ocurre que un hipotético –muy hipotético- gobierno socialista no se apartaría demasiado del actual panorama, porque una parte del PSOE sigue creyendo en estúpidas terceras vías y la otra –espero que mayoritaria- no tiene alternativa plausible-. Y la izquierda real no tiene aún fuerza suficiente –ni un mensaje alternativo claro- para romper la intoxicación del capitalismo popular en las clases subordinadas.
La excusa de los mercados, la troika y Europa comporta, por tanto, que tirios y troyanos, por convencimiento o por necesidad, sigan adelante en la lógica neodarwinista neoliberal, arrasando a corto plazo los obstáculos que se hayan puesto en cualquier acuerdo. Porque eso es lo que pretende el Poder: incrementar la desigualdad
Ahí tienen ustedes las recientes declaraciones del comisario comunitario de empleo recomendado a España la instauración del denominado “contrato único”, tan querido por determinados economistas neoliberales, esto es: una regulación que convierta los contratos temporales en la lógica general del sistema de relaciones laborales, por tanto, que el empresario pueda extinguir el vínculo laboral cuando quiera, sin causa, pagando una mínima indemnización y, especialmente, sin control judicial posterior. Propuesta que mereció la respuesta de la virtual Ministra de Empleo española, diciendo algo así como: “ya lo estudiamos en su momento, pero llegamos a la conclusión que era inconstitucional”. Y aunque luego el comisario susodicho se retractó, sus palabras están ahí. El mensaje ha llegado (que es lo que se pretendía): hay que profundizar más en la desregulación del contrato de trabajo, como mecanismos de subindiciación salarial. En todo caso, no estaría de más que, si queda algún jurista en su departamento comunitario, alguien le recordara a ese preboste que, al menos de momento, en la Unión sigue en vigor la Directiva 99/70, sobre contratos de duración determinada, que limita la temporalidad a los supuestos causales. Y que el artículo 30 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea –equiparable a rango de tratado constitutivo- reconoce la tutela de los trabajadores ante los despidos injustificados.
O, por seguir con los ejemplos, también puede el lector encontrar en los periódicos de reciente fecha las declaraciones del Presidente del Gobierno español: “podemos negociarlo todo, menos la reforma laboral”. Ergo: el modelo de imposición unilateral de las condiciones de trabajo, el ninguneo del sindicato y la presión legal hacia la rebaja salarial se queda como está.
Pues bien, en esa tesitura, es evidente que no estaría negociando el futuro de nuestro modelo productivo, del sistema de relaciones laborales y el de la previsión social –que es lo que, imbuidos en lógica welfariana, pretenden los sindicatos-. Lo que se estaría pactando, en realidad, es el parcheo de las actuales políticas neoliberales. Y eso no sería otra cosa que su legitimación.

Tercera duda: Acepto también que un pacto social pueda servir –mientras los palos de las ruedas no se rompan- para “ganar tiempo”, a la espera que algún día los ciudadanos se den cuenta de la perversidad de los valores dominantes. Ahora bien, un acuerdo de ese calibre significaría que una parte muy significativa de la ciudadanía –en especial, los jóvenes indignados- se ratificaran en ver al sindicato como una parte del sistema. Y eso comportaría un suicidio del sindicato firmante a medio plazo: en la medida que vegetativamente los trabajadores welfarianos –provectos- sean sustituidos pos los post-welfarianos –jóvenes-. La tentación de representar la mayoría actual es comprensible. Pero permítanme que recuerde lo que ha ocurrido en muchos casos en los que el sindicato ha optado por aceptar dobles escalas en los convenios (y no sé si hablar en pasado, en tanto que los nuevos mecanismos legales ya permiten la subindiciación salarial generalizada, por la simple voluntad del empleador y tras el cumplimiento de algunos requisitos formales, por lo que las dobles escalas han perdido sentido): al cabo de cierto tiempo, cuando los trabajadores jóvenes acaban siendo mayoría desbancan a los sindicalistas provectos de sus cargos de representación, reclamando la paridad retributiva.

Un pacto en los actuales momento no conllevaría otra cosa que la aceptación de nuevas concesiones y retrocesos de derechos, a cambio de supuestas ventajas que de aquí pocos meses desaparecerían del mapa (a los pactos de los últimos tiempos me remito) Y eso no podría ser explicado a esos jóvenes indignados que lo que están reclamando –sin experiencia política y sin un bagaje cultural previo que controlan sus mayores- es una alternatividad y no el parcheo. Si algún puente podía tenderse hacia ellos se rompería definitivamente.
Y no debe olvidarse que ese magma emergente superará el movientimismo y se acabará convirtiendo en un sujeto político. De esta forma, la alternatividad surgida desde abajo acabaría viendo al sindicato como algo a superar… algo de eso está ocurriendo en Italia.

Cuarta duda: un pacto social como el propuesto por los sindicatos tendría lógica si, como ocurrió en 1977 en la Moncloa, lo que se estuviera negociando es el futuro modelo de sociedad. Por tanto, que aunque ahora toca apretarse el cinturón, en el futuro, cuando la situación económica mejore, se repartirá el trozo del pastel al que ahora se renuncie, poniendo las bases de ese nuevo reparto. Pero es que esa dinámica es contraria a lo que pretende la contraparte. Más allá de la demagogia política y mediática, es obvio que lo el futuro modelo social por el que aboga el neoliberalismo no es el del retorno al estado social y democrático. Bien al contrario, su objetivo es el desmantelamiento de todas las tutelas, garantías y mecanismos de igualdad que se lograron con el Estado del Bienestar. Un pacto tiene sentido cuando el objetivo es común –aunque existan divergencias sobre cómo lograrlo-, pero no lo tiene cuando el escenario futuro es divergente.
Mientras los sindicatos y la izquierda sueñan con volver al Estado del Bienestar, la derecha y el Poder persigue su desaparición. ¿Qué sentido tiene ante ese panorama un nuevo acuerdo social?

Y última duda: un acuerdo de este tipo no sería otra cosa que la continuación de la cultura del sindicato como agente de negociación, alejándolo de la del sindicato-conflicto. He escrito en otras ocasiones en este mismo blog, Metiendo bulla,  que el pacto welfariano determinó que la estructura y la cultura del sindicato se basara esencialmente en la negociación (y a los apuntes previos de estas líneas me remito), superando la cultura del sindicato-conflicto. De hecho, también era ésa una cláusula implícita del contrato constitutivo del Estado del Bienestar. No está de más recordar en este punto el gran debate en el seno de las Comisiones Obreras tras los pactos de la Moncloa y la reorganización de valores que su aceptación comportó a medio plazo.
Ahora bien, en los actuales momentos, ante la ofensiva generalizada del adversario para desmontar el Estado del Bienestar, el sindicato debe tener también un plan “B” y, por tanto, empezar a readecuar su discurso, su práctica y su cultura –también sus dirigentes- a esa nueva realidad.
Pongamos algún ejemplo: hasta la crisis, cuando se negociaba un expediente de regulación de empleo, el sindicato sabía que existía una capacidad de presión sobre un tercero, subordinado a la opinión pública –la Administración laboral-, que era quién decidía. Por eso en muchos casos partía de una negociación en la opción era la negociación (menos despedidos, soluciones alternativas, mayores indemnizaciones) y no el conflicto. Con la nueva regulación legal hoy es el empresario quién decide unilateralmente, cumpliendo una serie de formalismos impuestos por la legislación comunitaria, y con un control judicial –sometido actualmente a fuetes presiones desde muy variados ámbitos-.  Antes de la reforma laboral reciente, el sindicato partía de la consideración de que cualquier convenio o acuerdo era de mejora de las condiciones laborales; hoy eso ya no está siendo así –máxime cuando la “reformatio in peius” está ya en la Ley-. Por eso la cultura del sindicato era la de la negociación, no la del conflicto –todo ello, enmarcado en la lógica del pacto welfariano-.
Por tanto, la lógica del sindicato, los saberes de sus dirigentes, su práctica concreta y su estructura estaba basada en la negociación, no en el conflicto –a diferencia de la situación previa del Estado del Bienestar-.

Pues bien, en las actuales circunstancias se antoja evidente que el sindicato no puede seguir instaurado en la cultura de la negociación como paradigma único. Pero ello comporta un cambio radical que dudo mucho que una buena parte de sus dirigentes –surgidos ya en la etapa welfariana- puedan metabolizar.

¿Qué hacer? –hoy el espectro de Lenin me embarga-. Me cuentan que un dirigente histórico de Comisiones Obreras –que es, también, jurista- va proclamando por ahí la necesidad de volver a la noción de movimiento sociopolítico que caracterizó a dicha organización en sus orígenes. Y a mí, particularmente, no me parece dislate alguno.
El sindicato debe decidir si continua siendo parte del sistema en unos momentos en los que a éste ya no le interesa su legitimación por aquél y en los que su intervención a través de los mecanismos tradicionales es escasamente útil para la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de sus representados.
El sindicato debe decidir si supera su discurso de alternatividad puntual –esto es: dando respuesta a concretos y específicos problemas del momento- o mira más allá, buscando una alternatividad global.
También debe decidir si la respuesta al neoliberalismo pasa únicamente por poner palos en las ruedas o buscar respuestas globales.
Debe decidir si apuesta por superar la ruptura intergeneracional. Y, especialmente, debe dejar de ver el movimientismo emergente de las nuevas generaciones como algo ajeno.

El debate actual ya no puede ser sólo el del trabajo y su mundo. Lo que está en juego es la preservación de la civilidad democrática y la búsqueda de un nuevo paradigma democrático, no el mantenimiento de las cláusulas pactadas bajo el welfare. Y ello comporta, al fin, la recuperación de los viejos valores, a los que en su día se renunció con el pacto social de postguerras (o en postfranquismo, en España) a cambio de unas ventajas que ahora la contraparte pretende eliminar.
Sólo desde esa alternatividad global el sindicato cumplirá con sus fines últimos y dejará de ser un mero lobby de intereses.
Sólo desde la alternatividad propositiva “in toto” (no, en parte), conjunta entre la vieja izquierda (que deberá, forzosamente renovarse si no quiere morir), el movimiento emergente y el mundo del trabajo que el sindicato representa es posible parar la actual ofensiva de los poderosos. El árbol del pacto no debe impedir ver el bosque de la civilidad democrática.

Y esto no es sólo una cuestión de cambio de estrategia. Es, esencialmente, un cambio de cultura, de praxis, de núcleos dirigentes y, muy en particular, de organización interna. De pensar en el futuro y no sólo en el hoy.
Finaliza el maestro Josep Fontana su reciente libro “El futuro es un país extraño” (de hecho, una addenda del imprescindible “Por el bien del imperio”):
Quienes se benefician de esta situación, han podido endurecer las reglas de la explotación como consecuencia de que no ven en la actualidad un enemigo global que pueda oponérseles, y controlan sus entornos con una combinación de adoctrinamiento social y represión de la protesta. Pero tal vez no hayan calculado que los grandes movimientos revolucionarios de la historia se han producido por lo general cuando nadie los esperaba, y con frecuencia, donde nadie los esperaba. Pequeñas causas imprevistas han iniciado en alguna parte un fuego que ha acabado finalmente extendiéndose a un entorno en que muchos malestares sumados favorecían su propagación. El de comienzos del siglo XXI es un mundo con muchas frustraciones y mucho rencor acumulados, que pueden prender en el momento más inesperado. La capacidad de tolerar el sufrimiento no es ilimitada y las asíntotas del poder capitalista pueden estar efectivamente llegando al límite.
No se trata, sin embargo, de limitarse a resistir, sino que hay que aspirar a renovar lo que se combate. (…) La tarea más necesaria a que debemos enfrentarnos es la de inventar un mundo nuevo que pueda ir reemplazando al actual, que tiene sus horas contadas
”. 

Pues eso. Los tiempos pasados no volverán. El paradigma de futuro depende de lo que ahora se decida. Y es precisamente el sindicato el único que tiene la fuerza –de momento- en la actividad humana más imprescindible, el trabajo.


1 comentario:

Javier dijo...

Ha sido como beberse un litro de aceite de ricino