Gustavo Adolfo Bécquer en uno de sus muchos
arrebatos exclamó «Qué solos se quedan los muertos». Así lo aprendimos de
carrerilla leyendo al excelso poeta sevillano. Bécquer, seguramente por pudor,
no quiso decir lo contrario: qué solos se quedan los vivos. Pongamos que hablo
de esas personas que viven en las residencias de ancianos, aproximadamente más
de ocho millones y medio, mayores de 65 años. No todos, afortunadamente. Pero
sí una inmensa mayoría. En un microcosmos donde la opacidad es ley de hierro y
el autoritarismo su acompañante. Es el Oliver Twist posmoderno.
El
otro día vi un reportaje en televisión: Mariano
Turégano, residente en uno de esos zaquizamíes junto a su esposa (con
alzheimer), explicaba pormenorizadamente las condiciones de vida de los
internos: habitaciones con temperaturas de 40 grados, comidas infectas y un
largo etcétera cuyo recuerdo --y el
hecho de escribirlo-- me angustia y se me atraganta la campanilla. No es un caso
nuevo; durante la pandemia hemos visto situaciones similares.
Estas
personas viven extra portas de la Democracia. Los bienes democráticos a los que
tienen derecho engrosan las papeleras del staff de las residencias y de las
autoridades. (Entre paréntesis: sólo el 40 por ciento de los residentes recibe visitas
con mayor o menor regularidad).
Lo
que sí parece claro que los partidos políticos están distraídos en esta
cuestión y las administraciones no se acuerdan de este personal. Porque no
tienen voz, porque no cuentan con representación sufren estos desmanes. Así
pues, quiero ir al grano: debería procederse a que en cada centro hubiera un
comité de residentes con poderes de negociación y representación. Y debería arbitrarse que los ayuntamientos
pudieran inspeccionar las residencias de cuando en cuando.
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