sábado, 24 de septiembre de 2022

Qué sólos se quedan los vivos


 

Gustavo Adolfo Bécquer en uno de sus muchos arrebatos exclamó «Qué solos se quedan los muertos». Así lo aprendimos de carrerilla leyendo al excelso poeta sevillano. Bécquer, seguramente por pudor, no quiso decir lo contrario: qué solos se quedan los vivos. Pongamos que hablo de esas personas que viven en las residencias de ancianos, aproximadamente más de ocho millones y medio, mayores de 65 años. No todos, afortunadamente. Pero sí una inmensa mayoría. En un microcosmos donde la opacidad es ley de hierro y el autoritarismo su acompañante. Es el Oliver Twist posmoderno.

El otro día vi un reportaje en televisión: Mariano Turégano, residente en uno de esos zaquizamíes junto a su esposa (con alzheimer), explicaba pormenorizadamente las condiciones de vida de los internos: habitaciones con temperaturas de 40 grados, comidas infectas y un largo etcétera cuyo recuerdo  --y el hecho de escribirlo--  me angustia  y se me atraganta la campanilla. No es un caso nuevo; durante la pandemia hemos visto situaciones similares.

Estas personas viven extra portas de la Democracia. Los bienes democráticos a los que tienen derecho engrosan las papeleras del staff de las residencias y de las autoridades. (Entre paréntesis: sólo el 40 por ciento de los residentes recibe visitas con mayor o menor regularidad).

Lo que sí parece claro que los partidos políticos están distraídos en esta cuestión y las administraciones no se acuerdan de este personal. Porque no tienen voz, porque no cuentan con representación sufren estos desmanes. Así pues, quiero ir al grano: debería procederse a que en cada centro hubiera un comité de residentes con poderes de negociación y representación.  Y debería arbitrarse que los ayuntamientos pudieran inspeccionar las residencias de cuando en cuando.

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