11 de septiembre, así en minúsculas: no fue la sombra
de cuando las nieves de antaño; ni el pálido reflejo de lo que quisieron que
fuera y no fue. 11 de setiembre que ha
quedado reducido a una mera fecha del almanaque. Los dogmatismos y voluntarismos
han provocado destrozos como este. No es el primero a lo largo de la historia,
pero el independentismo catalán se ha ido diluyendo como un azucarillo en el
agua. El consuelo del dirigentillo comarcal: este año hubo más gente que el
anterior. Elemental, mandó la pandemia. Aclarando: de una manifestación de una
parte del independentismo contra la otra parte; de un mogollón de gente
manifestándose contra el govern català
y el President de la Generalitat.
Le
dijimos mil veces al independentista de la esquina y a la nómina de los estados
mayores que aquello acabaría mal. Eran
tiempos de sonrisas y kumbayás, que escribieron que Cataluña lograría la independencia
en menos que canta un gallo, proclamaría –con el apoyo de los europeos, los
pobladores de la Patagonia, los indios misquitos, el Estado de Israel y del mismísimo
Putin— la República catalana. Parodiando al
mismísimo Mao afirmaron que «El Estado
español era un tigre con los pies de barro». Intentaron disfrazar sus cantares
de gesta con las músicas dodecafónicas de compositores de mercadillo.
Con
todo sería aproximadamente obligado que los estados mayores del independentismo
hicieran un balance de esta chanson de
geste. Y, es un poner, nos hablaran de cómo se hace el tránsito de la
unidad férrea de los primeros tiempos a la olla de grillos de un tiempo a esta
parte, tanto en la política como en los movimientos de ANC
y el Omnium. Que nos indicaran por qué se
desplaza el punto de mira del independentismo contra España de antaño a la
áspera bronca entre ellos mismos. O por qué ha ido menguando la capacidad de
intimidación que tenían otrora para ser hogaño un mosquito tigre. Más todavía, está
pendiente una explicación de por qué no han vuelto a Cataluña las miles de empresas
que se marcharon con su música a otra parte. Y dejo para la Escuela de Viena el
análisis del por qué miles de personas bienestantes, pacíficos adinerados,
almas de cántaro et alia, en plena
madurez aparente se lían la manta a la cabeza y, como aquel Adamo de sus juventudes, se ponen el corazón a la bandolera.
Derrotados,
pero todavía hay un barbecho de ilusos.
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