“La
CUP ha enterrado el proceso y se alinea con el españolismo”. Josep Huguet, presidente de la Fundación Josep Irla, de
ERC, pidió “memoria de elefante para recordar a los mezquinos”. La más
contundente fue Pilar Rahola,
que dio por hecho que la CUP es un instrumento de los servicios secretos
españoles: “Los agradecimientos por el no de la CUP hay que mandarlos al CNI.
No os equivoquéis de dirección” (1).
Algo no funciona adecuadamente en las cabezas de Huguet y Rahola.
De
tener razón ambos personajes nos encontraríamos ante algo de lo que no teníamos
noticia: Cataluña es el país del planeta con más «mezquinos» y «traidores» por
metro cuadrado. Sobre todo, de traidores a la patria, sea esta lo que fuere. Una
patria que hoy se encuentra enzarzada en una metafórica guerra civil entre las
diversas familias del soberanismo, en la que cada facción se autolegitima como
la única santa y apostólica propietaria de unas esencias sempiternas, como la
única dueña del proyecto salvífico de la nación. Es la práctica del
guerracivilismo grupuscular.
En
esa práctica no se concibe el disenso, ni el pluralismo. Lo que importa es
quién tiene el monopolio del amedrentamiento a través de la pena de twuitter y
otros mecanismos mediáticos. Por lo general, sus estridentes voceros son lo
que, en tiempos antiguos, se conocía como pequeñoburgueses, según nos ha recordado
recientemente Antoni Puigverd, una voz todavía
respetada por la secta de los Adoradores del Nombre. Ninguno de ellos ha sido
llamado a capítulo por el derrotado rey Arturo, incapaz de sacar su espada, Excálibur,
del fondo del peñasco.
Así
las cosas, nos atrevemos a formular esta hipótesis: con esta rauxa (rabia) pequeñoburguesa sólo se
construye un descomunal follón, un pandemónium miserable, no un país. El lema
de estas cohortes está claro: «Hágase la bronca». Aunque, de momento, la bronca es de unos pocos
contra otros pocos.
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