El movimiento de las mujeres está de enhorabuena y
su alegría está más que justificada. Hablamos,
naturalmente, de la victoria que ha alcanzado tras la retirada del
proyecto de ley del aborto que –aunque era una obra de gobierno— se ha llevado
por delante al ministro Ruiz Gallardón que había hecho del mismo su preferido
juguete teológico. En todo caso, hay que señalar que el Partido Popular no
retira el recurso de inconstitucionalidad contra la ley del aborto aprobada
bajo el Gobierno de Zapatero: una vela a Dios y otra al Diablo.
Ahora bien, entiendo que es necesario escarbar más
en los orígenes de esta sonada victoria del movimiento de las mujeres. Creo
que, sobre todo, es el resultado de unas exigencias, de unas movilizaciones que
vienen de muy atrás. De momento, es
preciso referirnos a la presión sostenida de un movimiento de mujeres que supo
incidir, en condiciones muy duras y adversas, en las capas tectónicas de la
sociedad provocando una cultura laica, confrontándose con la ancestral moral
religiosa, que había moldeado una ideología muy extendida.
Vale le pena referirse a que el movimiento de las
mujeres siempre fue más por delante que los planteamientos de la izquierda,
siempre muy pacata y temerosa de perder apoyos electorales ante el tema de la
legalización del aborto. Me permito una evocación personal al respecto:
recuerdo el primer mitin del Partido Comunista de España en Santa Fe, capital
de la Vega de
Granada, en puertas de las primeras elecciones generales, 1977. Un servidor
compartía cartel con Rosa María Félix, brillante y combativa universitaria y la
joven promesa local Rafael Rodríguez Alconchel. En su fogosa intervención Rosa habló,
saliéndose del guión oficial, de la legalización del aborto. Se me pusieron los
pelos de punta porque entendía que tal extremismo nos podía jugar una mala
pasada. Y así se lo dije. En ese momento yo era también la expresión de (casi)
todos los dirigentes comunistas que entendíamos que, en ese aspecto, teníamos
que ir con pies de plomo. Pero, Rosa María Félix era la más cabal expresión de
lo que iba cambiando vertiginosamente en la sociedad española de la época. No
entendíamos, pues, que ese aparente radicalismo
era siembra y regadío para obtener nuevos derechos de ciudadanía. Es decir, que
se estaba incubando la derrota de una vieja –y ya ridícula-- doble moral y doble contabilidad que venía
desde tiempos muy antiguos. Más todavía, aquel radicalismo estaba empezando a agrietar, los arcanos dogmas de las
derechas (incluidos los de la iglesia instalada) y, simultáneamente, los
cagadudas de la izquierda. Lo hacía desde la compleja e incómoda conllevancia de las mujeres con su
propio partido, al menos en ese aspecto.
Desde luego, de aquel potente movimiento de mujeres
vienen las grietas del Partido popular. En resumidas cuentas, aquel movimiento
de mujeres expresaba de manera contundente el valor y la utilidad de su propia
autonomía de proyecto y de trayecto. Ahora podemos decir lo que no vimos en
aquella época: el carácter seminal de ese movimiento.
Por otra parte, las propias explicaciones de Rajoy
en torno a la retirada de la ley, haciéndose obscenamente el mosquita muerta,
no han ido por el camino de la moral sino porque no «hay consenso en la
sociedad». Lo que indica implícitamente que, incluso en el territorio de la
derecha, las cosas en ese sentido han cambiado. Nos imaginamos el parraque que
habrán sufrido Rouco y sus hermanos.
Sí, es necesario hablar, aunque someramente, de los
altos funcionarios de la
Iglesia , cuyo campeador más montaraz es el cura mitrado de
Alcalá. Pues bien, soy del parecer que nada de lo que están diciendo estos
caballeros ensotanados está en clave teológica sino en la del poder, en la
pugna interna de la Iglesia
católica, apostólica y, por supuesto, romana. Esto es, qué sector de esa
creencia tiene la hegemonía de la moral, hecha poder, en los procesos en curso
y de cara al futuro. Es decir, si alcanzará más influencia social el saludable
reformismo del Papa Francisco o los representantes de las nieves de antaño. Y
comoquiera que la gran mayoría de la sociedad ha enviado al ropavejero una gran
parte del poder tradicional de la
Iglesia , entendida esta como las franquicias de sus altos
funcionarios, el exasperado obispo alcalaíno no tiene más remedio que gritar a
lo Júpiter Tonante, contra las «estructuras de pecado» de quienes van en
dirección opuesta. No es, pues, una cruzada religiosa ad majorem gloria dei sino una batalla por el poder, por la
fisicidad del poder: entre el reformismo o el Palmar de Troya. Digamos que la
batalla no está zanjada.
Como tampoco está históricamente zanjada la
intención de la religión católica –tampoco en el Islam— «de afirmarse como el
único fundamento posible de la comunidad, como el depósito de los recursos
morales. De una religión que acepta la democracia sólo como un producto
secundario y subordinado». Son palabras
de Riccardo Terzi que, a continuación, aclara: «Hablo de la institución, no del
sentimiento religioso».
En resumidas cuentas, al movimiento de las mujeres le
queda todavía mucho camino por recorrer. En todo caso, ahora tiene más aliados
en una sociedad más laica. De la que la política está un poco más pendiente,
incluidas las martingalas electoralistas; incluida también la parsimonia
pusilánime de ciertos partidos que todavía son estúpidamente temerosos de las
franquicias de la «cuestión vaticana».
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