La derrota del procés ha cambiado el paisaje político catalán: ha dividido
rotundamente al independentismo, ha incrementado la pugna entre sus dos
partidos mayoritarios (Esquerra
republicana y los llamados Junts, que no lo están tanto), y –cosa realmente estrambótica-- ha dejado a Carles Puigdemont «solo, fané y descangayado»,
ni siquiera reivindicado por los que se dijeron suyos. Derrota, pues, en toda
regla, especialmente por sus consecuencias. Empezaron con las apariencias de
pavo real y han acabado como el gallo de Morón.
Con
todo, lo más contundente de dicha derrota ha sido el tránsito de reivindicar la
independencia y la república catalana a movimientos de exigencia que encajan en
el más puro autonomismo. (La manifestación de ayer domingo en Barcelona en defensa
de la lengua y escuela catalana puede ser inscrita en el más tradicional
autonomismo).
En
concreto, de una exigencia de ruptura con el Estado se ha pasado a movilizaciones puntuales de signo no rupturista. Será, no
obstante, otro proceso de permanentes guerritas puntuales en confrontación, no
tanto con Madrit sino con los
tribunales de justicia. Y así, probablemente, estaremos per in saecula saeculorum. Sólo un resultado electoral
que consiga una mayoría amplísima anti independentista podrá ir gradualmente
cambiando la relación de fuerzas. Pero siempre, lamentablemente, quedará un
humus que intentará seguir jodiendo la marrana.
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