En
la vida española, hoy, aparecen escenas que recuerdan un tantico a las que se enseñorearon
en los tiempos de aquella Isabel,
«la de los tristes destinos», tatarabuela del rey emérito. Don Benito Pérez Galdós y su envidioso Valle—Inclán dieron buenas pinceladas de aquello. En
estos momentos nos falta, sin embargo, una crónica de las trapisondas que
ocurren en nuestros días.
Tenemos
un emérito (no recuerdo en qué otro país haya algo similar) que está desde hace años en los papeles, en
las ondas y en las redes. Investigado con excesiva flema por los aparatos de la justicia de al menos
Suiza, Reino Unido y el suyo propio: astuto Merlín de las finanzas, propias y ajenas,
campeón de la sexualidad gimnástica y severa amenaza de animales de caza en
tierras lejanas. Todo un personaje pintoresco que, yéndose de Sevilla perdió la
silla. Contamos con un expresidente de gobierno que, sentado en el duro banco
ante el Tribunal, jura y perjura que nada sabe de aquello que todo el mundo
conoce.
Tenemos
a un personaje, digno del famoso Monipodio, que airea el hedor de las cloacas
que él mismo organizó.
Tenemos
un caterva de chusqueros de la inteligencia que, en vez de observar «con qué
trabajo deja la luz a Granada», se imaginan figuras satánicos, íncubos, súcubos
y sátiros bajando por la Cuesta del Chapiz, de puntillas por el Paseo de los
Tristes camino de la casa del Arzobispo a recibir órdenes.
Nos
falta, empero, un torero y una folclórica para errar esta España cañí.
Pero
todo ello, con ser notorio, es sólo un rasguño: mayormente tenemos a la España
que madruga para ir al trabajo, a los trabajos; la España de nuestros jubilados
que llevan a sus nietos a la escuela o al parque.
El
chozno de aquella Isabelica debe estar vigilante.
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