jueves, 13 de abril de 2017

Jimmy Carter y la independencia de Cataluña

Al final se descubrió el pastel: Jimmy Carter no es quien Raül Romeva se pensaba. Este Romeva ejerce de putativo ministro de relaciones internacionales de la Generalitat de Catalunya. Un paréntesis: busquen la palabra «putativo» y verán que no es un insulto ni nada que se le parezca

La diligencia paroxística de Romeva es inversamente proporcional a los resultados que consigue. Este frenético caballero viaja por los cuatro puntos cardinales del planeta recabando apoyos diplomáticos y políticos para la causa de la independencia catalana a costa de los impuestos que pagamos todos. La gallina de sus resultados acaba convirtiéndola en un pavo real. Humo, solamente humo.

Este Romeva organizó el viaje de Carles Puigdemont a la residencia del presidente Jimmy Carter. Fotos, apretón de manos y vuelta a Barcelona. Los titulares de la prensa independentista dieron a entender que el ex norteamericano apoyaba la causa. Romeva eufórico, Puigdemont en estado de deliquio. Y sus parciales celebrándolo por todo lo alto. Pero ya lo dice el viejo refrán de Parapanda: se pilla a un tramposo antes que a un cojo. Porque, en menos que canta un gallo, Carter dice que nanay, que él no se mete en esos comistrajos. Romeva y Puigdemont –o, si se prefiere, Puigdemont y Romeva-- han vendido una mercancía averiada, un matute tan falso como los viejos duros sevillanos. Oro del que cagó el moro. Plata de la que cagó la gata.


El caso es que Carter recibió a la comitiva por educación. La cortesía está por encima de casi todo, debió pensar el ex presidente. Sólo y solamente eso: buenos modales. El resto es pura engañifa a propios y extraños. Y lo peor: instrumentalizar a un anciano, aunque –por lo que se ve--  se mantiene en forma. Es lo que tiene la venta de mitos.  Y en lo que a mitos se refiere les sugiero que, aprovechen estos días de Semana santa, para leer sosegadamente el  libro del profesor Joan Lluis Marfany, Nacionalisme español i catalanitat. Todo un ajuste de cuentas con una historiografía nacionalista de baratillo. Naturalmente, los mitógrafos subvencionados le están poniendo a caldo. Lógico, por lo demás. Una cosa es la canción de gesta y otra, bien diferente, es la historia. En suma, el mitógrafo puede admitir a pies juntillas que, cuando lo de Roncesvalles, «en París está doña Alda, la esposa de don Roldán». El historiador responsable debe contestar: «Conque esas tenemos, ¿eh?».  


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