Cruzó el Manzanares y, como
César en el Rubicón, nos dijo por lo bajinis que «la suerte está echada». Patxi
López se llama y es de Baracaldo. De momento Susana Díaz no lo ha hecho, aunque
sus parciales dan por sentado que no tardará en reaccionar. Cada hora que pase
sin que la Díaz diga algo es tiempo que corre a favor del primero. Ambos lo
saben.
La Operación Patxi tiene
sentido. De un lado, frena las potencialidades que pueda tener Pedro Sánchez;
de otro lado, puede concitar que las bolsas de hostilidad a la andaluza se
orienten a su favor. Todo esto en teoría, ciertamente. Quiero decir, dejando de
lado los cabildeos que irán apareciendo en lo sucesivo. Con sus variadas
candilejas y atrezzos. Aquí hay mucho en juego.
Si se mantiene la pugna hasta el
final entre López y Díaz es presumible que no funcionen los controles desde
arriba. Quiero decir que los principales –barones, señoríos y merinazgos—no lo
tendrán tan fácil. De una u otra forma no son pocos que sienten hasta qué punto
la servidumbre voluntaria ha llevado al partido a su parábola descendente.
Patxi López no las tiene
fáciles. Ferraz tiene las manos muy largas. Y algunos ya han avisado que no se
quedarán quietos. Don José Blanco, llamado Pepiño por sus allegados, ha grabado
en mármol sus intenciones en un encontronazo con el representante de los fraticelli, José Antonio Pérez Tapias,
que «los estatutos los interpreto yo, porque los hice yo». Abro paréntesis: no me imagino a Fernando de los Ríos
hablando de esa guisa.
En todo caso, no les será cómodo
a ambos enhebrar un sólido discurso propio: son demasiados los silencios
compartidos, los ademanes compartidos. A
lo largo de muchos años.
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