Nos hemos enterado de la huelga del personal de la Oficina Europea de Patentes (EPO en sus siglas en inglés) solamente a
través del artículo de Miguel
Ángel Noceda, publicado
en las páginas sepia de El País, La ´oficina feliz´ se va a la huelga (1). Si el inquieto lector gusta leerlo tendrá una
información detallada de esta huelga y, sin lugar a dudas, coincidirá con un
servidor en: la importancia de esta acción colectiva, las enseñanzas que depara
y las reflexiones que proporciona al sindicalismo confederal. Es de esas
movilizaciones que debería provocar ríos de tinta y comentarios al por mayor.
Veremos si es así.
El EPO es el organismo del que dependen todas las patentes
europeas, cuenta con unos siete mil empleados, de varias nacionalidades
europeas, altamente cualificados y bien remunerados, que cobran
de media 5.000 euros mensuales y cuentan con ventajas médicas y familiares. Que
en una empresa de este tipo, cuyo objetivo entre otros es favorecer la
investigación e innovación tecnológica, hubiera en su día un colectivo que se
planteó fundar un sindicato es algo que rompe todos los tópicos al uso. Al
sindicato mayoritario (SUEPO), según nos informa Noceda, está afiliado la mitad
de la plantilla en los centros de trabajo de Munich, Berlin, La Haya y Viena. De donde
podemos afirmar que la tasa de afiliación es elevada.
La
dirección de la empresa nunca vio con buenos ojos el asociacionismo sindical.
El hecho en sí ya era suficiente reproche a los nuevos aires. Les resultaba incomprensible
que en esta Arcadia feliz estuviera presente un sindicato. Y empezaron las
provocaciones: se tomaron medidas al margen y contra los empleados. El
sindicato, así las cosas, denuncia a la empresa por: «haber cambiado las reglas
y de hacer “imposible” contestar internamente una decisión. La retahíla de
acusaciones que se han ido acumulando durante su mandato es muy larga y
notable: rechazo a reconocer a los representantes de los sindicatos como
legítimos interlocutores y propuesta de cambios en la estructura de los
representantes de la plantilla; instalación de filtros para bloquear el correo
interno; censura de las publicaciones internas; introducción de reglas para que
un empleado pueda ser investigado sin necesidad de ser avisado previamente; cambio
en las reglas para convocar huelgas, de manera que ahora requiere una petición
al presidente firmada por al menos el 10% de los trabajadores y una
participación mínima del 40% para que haya quorum.
» Además, los sindicatos acusan a la empresa de no haber
permitido realizar una investigación sobre las causas del suicidio de un
trabajador en su puesto de trabajo y de apartar a los miembros del staff que
sugirieron una responsabilidad de la dirección en dicho suicidio. Y añaden que
sistemáticamente rechaza seguir las recomendaciones del Comité Interno de
Reclamaciones». La génesis y evolución de ese conflicto daría pié a
investigar de qué manera se ha operado en ese colectivo el salto, en palabras
de Pierre Bordieu, de «clase probable» a «clase
movilizada». Algo realmente apasionante.
Entre
otras muchas enseñanzas, esta experiencia nos dice que no hay territorio alguno
que esté vedado al desarrollo de la acción colectiva que representa el
sindicato. Que las altas categorías profesionales del mundo de la técnica y el
conocimiento pueden ser sujetos que funden asociaciones sindicales y
enfrentarse decididamente a sus contrapartes. Asociaciones sindicales, que como
en este caso, son mayoritarias en el centro de trabajo y no meros grupúsculos.
De donde –se le antoja a un servidor--
el sindicalismo confederal precisa una reflexión puesta al día del por
qué de sus limitaciones en estos colectivos asalariados de alto estatus. ¿No es
este, también, un elemento, y de primer orden, para el sindicato que dice
querer refundarse?
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