A lo largo
de toda mi vida he frecuentado librerías que me han servido de mucho. La
primera, siendo yo mocito, fue una librería de viejo en Granada: al final de la
calle Párraga, muy cerquita del cine Aliatar, en un sotanillo. Ya en
Mataró fui asiduo, primero del Baloo sport, a mediados de los sesenta, donde se
vendían libros clandestinos; después del Cap Gros. En Barcelona fue la
legendaria librería Documenta. Y, desde hace unos quince años, en La Llopa de Calella.
Ir a las
librerías –me refiero a mis experiencias con las que he citado— fue una parte
muy importante de mi formación cultural. El diálogo con los libreros, gente de
gran cultura, y sobre todo sus enseñanzas me han servido de mucho. En la librería
granadina compraba las obras de teatro de Shakespeare;
eran libros de segunda mano que tenían un sello que ponía “Biblioteca municipal
de Fuentevaqueros”, el pueblo natal de Federico García
Lorca, que –tras la guerra--
alguien desvalijó o vaya usted a saber qué. El viejo librero me decía
que estaban traducidas por don Luis, naturalmente se refería a Astrana Marín, como dando a entender, pícaramente, que
eran íntimos de toda la vida.
Ir a la
librería era en mi caso todo un acontecimiento que se repetía a menudo. La
consulta al librero, la charla, el manoseo cuidadoso de otros libros, y ese
acto tan sensual de salir de la tienda con un libro en la mano. Sigo con esa manía con la consciencia de que estoy haciendo algo importante.
El último libro
que he comprado es España / Reset: Herramientas para un cambio de sistema. Sus autores
son Joan Subirats y Fernando Vallespín. Lo edita Ariel. En un momento dado leo
algo en el libro, me sobresalto y casi se me cae el cigarrillo de la comisura
de los labios. ¿Será posible? Está en la página 55, y dice textualmente:
«Amazón
está trabajando con un sistema que le permitirá enviar con un dron un libro a
las pocas horas de que su cliente lo haya pedido. Si este sistema triunfa,
tendremos los libros más de prisa en casa, pero se resentirá toda la cadena de
distribución.»
Así las
cosas, la librería –tal como la hemos conocido— tiene todas las trazas de que
«la barra el viento de la historia». De hecho está siendo desplazada a marchas
forzadas por las grandes superficies de libros. Las pocas veces que las he
visitado he salido con la cabeza como un timbal. Si preguntas por un libro, te
indican administrativamente en qué sección se encuentra y poca cosa más. Luego tienes un problema: encontrar la sección. ¿Con
quién hablas? Se ignora. En cierta ocasión el dependiente confundió a Ian Gibson (preguntaba por la biografía de García Lorca) con el actor Mel Gibson; no cuento otros
desaciertos porque se me pone la cara colorá.
Ahora bien,
ahí está el hecho tecnológico que, en el caso de Amazón, no ha hecho más que
empezar. Y si la vieja intermediación que es la librería de toda la vida desaparece habrá que hacerse a la idea de que un
dron llame a tu puerta.
En todo
caso, esta es una cosa que desafía también al sindicato: el hecho tecnológico
como elemento central de un paradigma, radicalmente nuevo, que no solo zarandea
abruptamente el ecocentro de trabajo sino que llama a tu puerta con un libro
bajo el brazo. Por lo demás, todas las librerías que he citado arriba o han
desaparecido o han hecho una excursión hacia la periferia de la city. Con la
excepción de La Llopa de Calella. Con sus
empleados todavía puedo pegar la hebra hablando de literatura y de sus
novedades. En cambio, poco –más bien nada--
podría decirle al dron, ni siquiera invitarle a un café.
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