EL SINDICALISMO Y SU RENOVADO INTERÉS EN LA POLÍTICA*
Primero
Antonio Baylos revisita con punto de vista fundamentado las relaciones del sindicalismo con la política en http://baylos.blogspot.com/2008/05/el-sindicato-debe-interesarse-por-la.html Comoquiera que el asunto tiene su miga me lanzo pastueñamente a la arena, aceptando el desafío que implícitamente plantea nuestro buen amigo blogista. Este es, como se sabe, un tema recurrente que nos viene desde los primeros tiempos del sindicalismo recorriendo todo tipo de guadianas y meandros.
En un principio fue la hipóstasis y subalternidad del sindicalismo ante el hecho político partidario; más tarde fueron los tímidos intentos de zafarse de la madre putativa, y –andando el tiempo de manera fatigosa— la tan complicada como áspera búsqueda de la autonomía e independencia sindicales. El inicial problema no era exactamente, en mi opinión, la subalternidad del sindicalismo hacia el partido sino algo de más enjundia: la supeditación del conflicto social a las contingencias de la política, interpretadas por Papá-partido; precisamente para que así fuera, se precisaba un sujeto ancilar: el sindicalismo a quien se le situaba sólo en las tareas del “almacén” (1). Pero tantas veces se rompió el cántaro cuando iba a la fuente que, en un momento dado, el sindicalismo dijo con voz aproximadamente clara: hasta aquí hemos llegado. Y el sindicalismo dejó de frecuentar su pasado subalterno y, quitándose los pantalones bombachos, se puso de largo, buscando una personalidad intransferible. Así pues, la discusión hoy no puede basarse esencialmente en aquello que, no hace tantos años, se denominaba pomposamente “las relaciones partido y sindicato”. El debate en estos nuestros tiempos de ahora mismo es “el sindicalismo y la política”. O, por mejor decir: el sindicalismo en la política. De ahí que, según entiendo, Antonio Baylos haya denominado certeramente sus reflexiones así: “El sindicalismo debe interesarse por la política”.
Cuando afirmamos que el sindicalismo es un sujeto político nos estamos refiriendo a su carácter de agente que interviene en las cosas de la vida de la polis. El avezado lector sabe que no lo equiparamos al partido político; así pues en ese sentido no hay que insistir más. Ahora bien, parece razonable traer a colación en qué escenarios políticos interviene el sindicalismo. Dicho grosso modo en dos “territorios”. Primero, en la relación que se establece entre la contractualidad (en su sentido más amplio) y la economía. Y segundo, en las cada vez más amplias esferas de intervención en las cuestiones del welfare que, hasta la presente, estaban, por así decirlo, monopolizadas por los partidos políticos. En ambos planos interviene el sindicalismo con sus propios proyectos, códigos e instrumentos. Yendo por lo derecho: desde su independencia y autonomía propias. Y, a mayor abundamiento, es desde ahí donde el conflicto social se ejerce al margen de las contingencias de la (convencional) política partidaria, la de los partidos. O, si se prefiere de manera tan conocida como castiza: la acción colectiva sindical ni es “balón de oxígeno” con relación a Zutano ni es flagelo vindicativo contra Mengano. Es el resultado de lo que conviene a una amplia agrupación de intereses, según la interpretación independiente y autónoma del sindicalismo.
Si no pocas de las importantes reformas que se han operado (tanto en Europa como en España) son, también, obra del sindicalismo, tendremos que hablar claramente que esa labor le caracteriza especialmente como agente reformador. Me ahorro, por innecesario en esta ocasión, describir el elenco de reformas que, junto a otros o él como protagonista principal, ha puesto en marcha; incluso cuando ha actuado como deuteragonista o figurante cumplió con su función de agente reformador. Pues bien, si le echamos un vistazo al almacén de las reformas y su concreción en bienes democráticos, estamos en condiciones de afirmar que se han orientado en un sentido inequívocamente progresista. Cuestión diferente –aunque esto es harina de otro costal— es el uso social de algunas conquistas [reformas], pero este asunto, un tanto descuidado, no cabe en estas líneas (2).
El almacén de reformas que autorizadamente se puede atribuir al sindicalismo europeo y español hace que el concepto vertido por algunos conspicuos dirigentes sindicales, eméritos o con mando en plaza, de que el sindicato no es “de derechas ni de izquierdas”, sea –dicho amablemente-- una chuchería del espíritu. Y, desde luego, estamos en condiciones de afirmar que tal constructo está desubicado del almacén de reformas que se ha ido construyendo --también las más recientes en torno a derechos inespecíficos-- contra el viento y la marea de los que siempre se opusieron. Así pues, soy del parecer que “no ser ni de derechas ni de izquierdas” significaría que el carácter de las reformas es de naturaleza neutra y que el significado del conflicto social para conseguir las conquistas fue técnico. Ni lo uno ni lo otro son equidistantes de Anás o Caifás, ni significaron tampoco indiferencia alguna por parte del sindicalismo en torno al cuadro institucional en el que se inscribían los derechos y poderes (los bienes democráticos, se ha dicho) que se iban conquistando en un itinerario, acompañado frecuentemente por unas u otras expresiones e conflicto social.
Lo diré sin ambigüedades: el sindicalismo está en la izquierda, pero no es de la izquierda. La vara de medir de la ubicación del sindicalismo [estar en la izquierda] no lo da su carácter ontológico, sino la naturaleza de tales conquistas. Y la vieja piedra de toque acerca de su pertenencia está en la personalidad independiente y autónoma del sindicalismo; en suma, no está en un genitivo de pertenencia a la izquierda política partidaria sino que, sin aspavientos, se coloca en la izquierda. Aviso, en ese sentido, que no se puede ser agnóstico al por mayor, aunque siempre es recomendable, para otras consideraciones, una dosis agnóstica al detall. Por ejemplo, cuando el sindicalismo da la impresión que está un tanto distraído –o quizá lo esté realmente— en determinadas situaciones. Pero ese agnosticismo al por menor no puede borrar ni minusvalorar la calidad del almacén de las reformas progresistas que, hablando en plata, connotan la relación del sindicalismo con la política, entendida en su sentido más ampliamente genérico y con el cuadro institucional in progress.
Algunos dirigentes sindicales, sean eméritos o con mando en plaza, intentaron argumentar que el sindicalismo (“ni de derechas ni de izquierdas”) debe ser “profesional”. Claro que sí, ¡voto a Bríos! Pero ¿qué vincula no ser de derechas ni de izquierdas a reclamar la profesionalidad al sindicalismo? Para mi paladar se trata de un anacoluto con todas las de la ley. De la misma manera que nadie encargaría un trabajo, pongamos por caso a un arquitecto zarrapastroso, nadie confiaría en un sindicalista-chapuza. Que los agnósticos al detall crean que hay sindicalistas chapuceros no lleva a la conclusión de que lo sean al por mayor. La solución la da la piedra de toque: el almacén de reformas muestra que se trata de sindicalistas con una gran dosis de profesionalidad, de saberes. ¿Cómo, si no, entender la fuerte recomendación del Barbudo de Tréveris que, su reputada opera magna, insiste en el general intellect del conjunto asalariado? Más todavía, si tanto se ha insistido en que el conflicto social es, sobre todo, un conflicto de saberes ¿por qué maltratar la expresión “profesional” o “profesionalidad”? ¿por qué situarla en la equidistancia entre “derechas” e “izquierdas”? Ahora bien, quizá no se trate en principio de un anacoluto sino de la siguiente consideración: la que se desprende de equiparar “profesional” y “profesionalidad” a tecnocracia, en el sentido taylorista de la expresión. Lo que nos llevaría a dejar sentado que una de las principales características de la praxis del gran capitán de la industria, don Federico Taylor, fue la separación drástica de gobernantes y gobernados en el centro de trabajo. Mira por dónde sindicalistas eméritos y con mando en plaza estarían induciendo, no sé si a sabiendas y queriendas, a una relación del movimiento de los trabajadores subalterna (la subalternidad que reclamó siempre el taylorismo) con la política empresarial y, por extensión, hipostática a la política partidaria. Lo que se daría de bruces con el largo itinerario del sindicalismo confederal en su acción colectiva por más derechos y poderes –repito: bienes democráticos—en el centro de trabajo. Hablo machaconamente de “bienes democráticos”, porque siempre me entra un cierto regomello en el cuerpo cuando hablo de “derechos sociales”. Esta inquietud me viene porque, de un lado, es preciso connotar el carácter social de las conquistas; pero, de otro lado, con esa sintaxis se establece una (indeseable) desidentificación de lo social con respecto a lo político y a los bienes democráticos. Un ejemplo concreto de lo que quiero decir es el carácter del pacto de empresa en el Matadero de Girona, que algunos denominamos el acuerdo-Córcoles, en honor a su principal arquitecto (3). Cierto, en jerga habitual hablaremos de derechos sociales. Pero esos bienes democráticos son derechos políticos de ciudadanía en toda regla. De lo recientemente dicho parecen desprenderse algunas cuestiones que abundarían en nuestra inamistosa mirada hacia los planteamientos de estos compañeros que postulan o se inclinan por un sindicalismo equidistante. Voy con la explicación.
Una buena parte de la acción colectiva del sindicalismo y del Derecho laboral ha sido, en abierta confrontación con la “libertad de los antiguos” que el centro de trabajo fuera un lugar privado. Esta es la gran conjunción del movimiento organizado de los trabajadores y el iuslaboralismo. Una lucha áspera que se enfrentaba a la contradicción entre el reconocimiento de las libertades formales en la polis moderna y su negación en el centro de trabajo: la comunidad de la polis era una, la comunidad social era otra. Esta lucha no tuvo unos contenidos `técnicos´ ni `profesionales´: tuvo una naturaleza eminentemente política. Esto es, que los derechos de la polis fueran reconocidos una vez atravesadas las cancelas de la fábrica. Los continuos avatares, así las cosas, en la dirección de la conquista de un buen almacén de bienes democráticos fue, además, el resultado de haber compartido diversamente el mismo paradigma entre el sindicalismo, la izquierda política y un buen conjunto de reformadores sociales. Que la izquierda política haya exportado no pocas gangas al sindicalismo, no impide el justo reconocimiento de su batalla por la consecución de los derechos `sociales´. Pues bien, ¿alguien piensa que la acción colectiva por la consecución de nuevos derechos y poderes se ha acabado? Estoy convencido que nadie piensa ese disparate. Pues bien, no sólo –convenimos, naturalmente— que no ha acabado sino que, en realidad, la creación de nuevos derechos y poderes no ha hecho más que empezar en el cuadro de la gran transición en esta fase de reestructuración-modernización, de globalidad interdependiente y de defensa del medioambiente. Cierto, un itinerario complicado, pero que --al igual que antaño-- ese nuevo recorrido no puede caracterizarse porque el sindicato se convierta en un sujeto solipsista, ni indiferente al cuadro institucional o a las fuerzas con las que puede compartir ese paradigma. O, expresado con cierto énfasis, debe ser beligerante como sujeto independiente --compartiendo co-aliados estables y puntuales— contra las fuerzas que se oponen a la consecución de derechos y poderes.
Pero hay algunas cosas de no menor interés que hablan de la relación entre el sindicalismo y la política. Aquí tampoco es razonable practicar el agnosticismo al por mayor. Que se considere que los niveles de participación en la vida sindical es manifiestamente mejorable, no empece afirmar que: 1) el movimiento organizado de los trabajadores se caracteriza por ser una democracia próxima, 2) que la frecuencia de los hechos participativos es cotidiana, y 3) que en el sindicalismo existen dos procesos de legitimación, a saber, el que le viene de la representación en los centros de trabajo y el mandato solemne de los momentos congresuales. Cierto, no es oro todo lo que reluce, pero hay oro reluciente. Y si esto es así, ¿cómo no relacionar esa acción colectiva con la política en su sentido más genérico?
En resumidas cuentas, la relación del sindicalismo, hoy, con la política (incluso teniendo en cuenta ciertas distracciones) no se refiere ni única ni principalmente a las viejas tradiciones de antañazo. Porque, en aquellos tiempos venerables, el conflicto social dependía de los golpes de timón de Papá-partido; y porque –para garantizar que el sindicalismo era pura prótesis de dicho caballero, Papá-partido-- el sindicalismo fue convertido en un sujeto hipostático: lo mismo, se dice, que hizo Dios-Padre con Jesucristo, que fue enviado a sufrir en este valle de lágrimas. Hasta que el sindicalismo abandonó su teodicea y dejó de justificar a su padre: la muerte en la cruz no era útil, al menos, para estos menesteres.
Ahora bien, creo que las ideas que amablemente cuestiono, tienen una explicación: podría ser que los empachos indigestos de ciertas discusiones antiguas acerca de la relación entre el partido y el sindicato hayan creado en algunos dirigentes sindicales, eméritos y con mando en plaza, la necesidad de un sonado ajuste de cuentas; o, posiblemente, la ausencia de discusión –o el insuficiente debate, como se quiera-- sobre las nuevas situaciones y el papel del sindicalismo como agente reformador hayan llevado a lo que más arriba he considerado como un anacoluto. Si es un ajuste de cuentas hay que decir que se les ha desbocado la lengua a algunos; si se trata de lo segundo, la cuestión tiene remedio: ábrase un sosegado debate al por mayor y cuádrense la cuentas.
Segundo
De abrirse ese debate que se sugiere (el sindicalismo en la política) se estaría en mejores condiciones para establecer una relación más fecunda entre el sindicalismo y la política. Especialmente tendría sentido esta pregunta: ¿cómo es posible que el sujeto reformador externo –hacia la sociedad, quiero decir— se muestra tan indolente para proceder a ciertas reformas internas? Dicen que la rosa de Alejandría es colorada de noche y blanca de día. Pues bien, el sindicalismo hace reformas por la noche hacia la sociedad y, durante el día, se muestra remolón en revisitarse a sí mismo. Lo que conllevaría que esa personalidad nicodemita –reformas externas y remolonería interna— oblitere una mayor capacidad de relacionarse con la política, entendida en su sentido más ampliamente genérico.
Sin remilgos: ¿las gigantescas mutaciones que se están dando desde hace unas tres décadas no deberían concitar un giro copernicano en la morfología de la representación en el centro de trabajo? ¿el carácter que imprime la globalización no debería llevar aparejado un instrumento de representación en el centro de trabajo que no fuera el actual, de naturaleza autárquica? ¿las innumerables tipologías asalariadas en el centro de trabajo no debieran propiciar un repensamiento de la representación social? Porque, sin pelos en la lengua, el modelo es prácticamente idéntico a cuando Marcelino Camacho estrenaba su segundo jersey de lana.
Sí, ya sé que aparecen ronchas cuando se habla de estos asuntos atinentes al carácter sagrado de los comités de empresa, cuya invariancia física se da de bruces con la física cuántica de las relaciones industriales de estos, nuestros tiempos. Pero, tengo para mí que, de seguir remoloneando, se incrementará la distancia entre el sujeto reformador externo y sus formas de representación, en detrimento de aquel y en perjuicio de seguir ampliando el almacén de las reformas progresistas. No abrir la mano por ahí haría recordar lo que John Dewey achacaba a los “académicos enclaustrados”: mantener hogaño las viejas cosas de antaño.
Y más crudo todavía: el mantenimiento de los trastos viejos se corresponde, además, con el grueso del carácter de la negociación colectiva, caracterizado –salvo algunas honorabilísimas y punteras experiencias— por un enorme caudal de instrumentos de ropavejero (4). Lo que –como guiño a la mayoría de lectores y estudiosos de esta revista— explicaría, de manera no irrelevante, que el arca de Noé del iuslaboralismo (Romagnoli, docet) no esté en buenas condiciones para seguir navegando: algo que, por ejemplo, podría debatirse en esta solemnidad del Año Bomarzo, quiero decir de su décimo aniversario. Porque, al decir del maestro Angelillo, la fuente se ha secado en el camino verde, camino verde, que va a la ermita. O sea, si las fuentes de derecho se secan, lloran de pena las margaritas del Derecho laboral.
Si se me pregunta qué hacer, la respuesta provisional debería ser la que insinuó aquel personaje de A buen juez, mejor testigo: “Hartemos... lo que sepamos”. En todo caso, habrá que evitar seguir haciendo, en estos terrenos de la autorreforma interna de la casa, lo de siempre, esto es, mantener las mismas paredes maestras –las mismas formas de representación, quiero decir— de los tiempos de las nieves de antaño. Por muchas razones, pero –para lo que nos ocupa—porque mantener los mismos planos de la casa entra en contradicción con la asignatura pendiente del sindicalismo: organizar las conquistas que, en amplios espacios, ha conseguido y continúa en ello.
Parapanda, X Año Bomarzo
* Artículo aparecido en Revista de Derecho Social, 42 (2008)
Primero
Antonio Baylos revisita con punto de vista fundamentado las relaciones del sindicalismo con la política en http://baylos.blogspot.com/2008/05/el-sindicato-debe-interesarse-por-la.html Comoquiera que el asunto tiene su miga me lanzo pastueñamente a la arena, aceptando el desafío que implícitamente plantea nuestro buen amigo blogista. Este es, como se sabe, un tema recurrente que nos viene desde los primeros tiempos del sindicalismo recorriendo todo tipo de guadianas y meandros.
En un principio fue la hipóstasis y subalternidad del sindicalismo ante el hecho político partidario; más tarde fueron los tímidos intentos de zafarse de la madre putativa, y –andando el tiempo de manera fatigosa— la tan complicada como áspera búsqueda de la autonomía e independencia sindicales. El inicial problema no era exactamente, en mi opinión, la subalternidad del sindicalismo hacia el partido sino algo de más enjundia: la supeditación del conflicto social a las contingencias de la política, interpretadas por Papá-partido; precisamente para que así fuera, se precisaba un sujeto ancilar: el sindicalismo a quien se le situaba sólo en las tareas del “almacén” (1). Pero tantas veces se rompió el cántaro cuando iba a la fuente que, en un momento dado, el sindicalismo dijo con voz aproximadamente clara: hasta aquí hemos llegado. Y el sindicalismo dejó de frecuentar su pasado subalterno y, quitándose los pantalones bombachos, se puso de largo, buscando una personalidad intransferible. Así pues, la discusión hoy no puede basarse esencialmente en aquello que, no hace tantos años, se denominaba pomposamente “las relaciones partido y sindicato”. El debate en estos nuestros tiempos de ahora mismo es “el sindicalismo y la política”. O, por mejor decir: el sindicalismo en la política. De ahí que, según entiendo, Antonio Baylos haya denominado certeramente sus reflexiones así: “El sindicalismo debe interesarse por la política”.
Cuando afirmamos que el sindicalismo es un sujeto político nos estamos refiriendo a su carácter de agente que interviene en las cosas de la vida de la polis. El avezado lector sabe que no lo equiparamos al partido político; así pues en ese sentido no hay que insistir más. Ahora bien, parece razonable traer a colación en qué escenarios políticos interviene el sindicalismo. Dicho grosso modo en dos “territorios”. Primero, en la relación que se establece entre la contractualidad (en su sentido más amplio) y la economía. Y segundo, en las cada vez más amplias esferas de intervención en las cuestiones del welfare que, hasta la presente, estaban, por así decirlo, monopolizadas por los partidos políticos. En ambos planos interviene el sindicalismo con sus propios proyectos, códigos e instrumentos. Yendo por lo derecho: desde su independencia y autonomía propias. Y, a mayor abundamiento, es desde ahí donde el conflicto social se ejerce al margen de las contingencias de la (convencional) política partidaria, la de los partidos. O, si se prefiere de manera tan conocida como castiza: la acción colectiva sindical ni es “balón de oxígeno” con relación a Zutano ni es flagelo vindicativo contra Mengano. Es el resultado de lo que conviene a una amplia agrupación de intereses, según la interpretación independiente y autónoma del sindicalismo.
Si no pocas de las importantes reformas que se han operado (tanto en Europa como en España) son, también, obra del sindicalismo, tendremos que hablar claramente que esa labor le caracteriza especialmente como agente reformador. Me ahorro, por innecesario en esta ocasión, describir el elenco de reformas que, junto a otros o él como protagonista principal, ha puesto en marcha; incluso cuando ha actuado como deuteragonista o figurante cumplió con su función de agente reformador. Pues bien, si le echamos un vistazo al almacén de las reformas y su concreción en bienes democráticos, estamos en condiciones de afirmar que se han orientado en un sentido inequívocamente progresista. Cuestión diferente –aunque esto es harina de otro costal— es el uso social de algunas conquistas [reformas], pero este asunto, un tanto descuidado, no cabe en estas líneas (2).
El almacén de reformas que autorizadamente se puede atribuir al sindicalismo europeo y español hace que el concepto vertido por algunos conspicuos dirigentes sindicales, eméritos o con mando en plaza, de que el sindicato no es “de derechas ni de izquierdas”, sea –dicho amablemente-- una chuchería del espíritu. Y, desde luego, estamos en condiciones de afirmar que tal constructo está desubicado del almacén de reformas que se ha ido construyendo --también las más recientes en torno a derechos inespecíficos-- contra el viento y la marea de los que siempre se opusieron. Así pues, soy del parecer que “no ser ni de derechas ni de izquierdas” significaría que el carácter de las reformas es de naturaleza neutra y que el significado del conflicto social para conseguir las conquistas fue técnico. Ni lo uno ni lo otro son equidistantes de Anás o Caifás, ni significaron tampoco indiferencia alguna por parte del sindicalismo en torno al cuadro institucional en el que se inscribían los derechos y poderes (los bienes democráticos, se ha dicho) que se iban conquistando en un itinerario, acompañado frecuentemente por unas u otras expresiones e conflicto social.
Lo diré sin ambigüedades: el sindicalismo está en la izquierda, pero no es de la izquierda. La vara de medir de la ubicación del sindicalismo [estar en la izquierda] no lo da su carácter ontológico, sino la naturaleza de tales conquistas. Y la vieja piedra de toque acerca de su pertenencia está en la personalidad independiente y autónoma del sindicalismo; en suma, no está en un genitivo de pertenencia a la izquierda política partidaria sino que, sin aspavientos, se coloca en la izquierda. Aviso, en ese sentido, que no se puede ser agnóstico al por mayor, aunque siempre es recomendable, para otras consideraciones, una dosis agnóstica al detall. Por ejemplo, cuando el sindicalismo da la impresión que está un tanto distraído –o quizá lo esté realmente— en determinadas situaciones. Pero ese agnosticismo al por menor no puede borrar ni minusvalorar la calidad del almacén de las reformas progresistas que, hablando en plata, connotan la relación del sindicalismo con la política, entendida en su sentido más ampliamente genérico y con el cuadro institucional in progress.
Algunos dirigentes sindicales, sean eméritos o con mando en plaza, intentaron argumentar que el sindicalismo (“ni de derechas ni de izquierdas”) debe ser “profesional”. Claro que sí, ¡voto a Bríos! Pero ¿qué vincula no ser de derechas ni de izquierdas a reclamar la profesionalidad al sindicalismo? Para mi paladar se trata de un anacoluto con todas las de la ley. De la misma manera que nadie encargaría un trabajo, pongamos por caso a un arquitecto zarrapastroso, nadie confiaría en un sindicalista-chapuza. Que los agnósticos al detall crean que hay sindicalistas chapuceros no lleva a la conclusión de que lo sean al por mayor. La solución la da la piedra de toque: el almacén de reformas muestra que se trata de sindicalistas con una gran dosis de profesionalidad, de saberes. ¿Cómo, si no, entender la fuerte recomendación del Barbudo de Tréveris que, su reputada opera magna, insiste en el general intellect del conjunto asalariado? Más todavía, si tanto se ha insistido en que el conflicto social es, sobre todo, un conflicto de saberes ¿por qué maltratar la expresión “profesional” o “profesionalidad”? ¿por qué situarla en la equidistancia entre “derechas” e “izquierdas”? Ahora bien, quizá no se trate en principio de un anacoluto sino de la siguiente consideración: la que se desprende de equiparar “profesional” y “profesionalidad” a tecnocracia, en el sentido taylorista de la expresión. Lo que nos llevaría a dejar sentado que una de las principales características de la praxis del gran capitán de la industria, don Federico Taylor, fue la separación drástica de gobernantes y gobernados en el centro de trabajo. Mira por dónde sindicalistas eméritos y con mando en plaza estarían induciendo, no sé si a sabiendas y queriendas, a una relación del movimiento de los trabajadores subalterna (la subalternidad que reclamó siempre el taylorismo) con la política empresarial y, por extensión, hipostática a la política partidaria. Lo que se daría de bruces con el largo itinerario del sindicalismo confederal en su acción colectiva por más derechos y poderes –repito: bienes democráticos—en el centro de trabajo. Hablo machaconamente de “bienes democráticos”, porque siempre me entra un cierto regomello en el cuerpo cuando hablo de “derechos sociales”. Esta inquietud me viene porque, de un lado, es preciso connotar el carácter social de las conquistas; pero, de otro lado, con esa sintaxis se establece una (indeseable) desidentificación de lo social con respecto a lo político y a los bienes democráticos. Un ejemplo concreto de lo que quiero decir es el carácter del pacto de empresa en el Matadero de Girona, que algunos denominamos el acuerdo-Córcoles, en honor a su principal arquitecto (3). Cierto, en jerga habitual hablaremos de derechos sociales. Pero esos bienes democráticos son derechos políticos de ciudadanía en toda regla. De lo recientemente dicho parecen desprenderse algunas cuestiones que abundarían en nuestra inamistosa mirada hacia los planteamientos de estos compañeros que postulan o se inclinan por un sindicalismo equidistante. Voy con la explicación.
Una buena parte de la acción colectiva del sindicalismo y del Derecho laboral ha sido, en abierta confrontación con la “libertad de los antiguos” que el centro de trabajo fuera un lugar privado. Esta es la gran conjunción del movimiento organizado de los trabajadores y el iuslaboralismo. Una lucha áspera que se enfrentaba a la contradicción entre el reconocimiento de las libertades formales en la polis moderna y su negación en el centro de trabajo: la comunidad de la polis era una, la comunidad social era otra. Esta lucha no tuvo unos contenidos `técnicos´ ni `profesionales´: tuvo una naturaleza eminentemente política. Esto es, que los derechos de la polis fueran reconocidos una vez atravesadas las cancelas de la fábrica. Los continuos avatares, así las cosas, en la dirección de la conquista de un buen almacén de bienes democráticos fue, además, el resultado de haber compartido diversamente el mismo paradigma entre el sindicalismo, la izquierda política y un buen conjunto de reformadores sociales. Que la izquierda política haya exportado no pocas gangas al sindicalismo, no impide el justo reconocimiento de su batalla por la consecución de los derechos `sociales´. Pues bien, ¿alguien piensa que la acción colectiva por la consecución de nuevos derechos y poderes se ha acabado? Estoy convencido que nadie piensa ese disparate. Pues bien, no sólo –convenimos, naturalmente— que no ha acabado sino que, en realidad, la creación de nuevos derechos y poderes no ha hecho más que empezar en el cuadro de la gran transición en esta fase de reestructuración-modernización, de globalidad interdependiente y de defensa del medioambiente. Cierto, un itinerario complicado, pero que --al igual que antaño-- ese nuevo recorrido no puede caracterizarse porque el sindicato se convierta en un sujeto solipsista, ni indiferente al cuadro institucional o a las fuerzas con las que puede compartir ese paradigma. O, expresado con cierto énfasis, debe ser beligerante como sujeto independiente --compartiendo co-aliados estables y puntuales— contra las fuerzas que se oponen a la consecución de derechos y poderes.
Pero hay algunas cosas de no menor interés que hablan de la relación entre el sindicalismo y la política. Aquí tampoco es razonable practicar el agnosticismo al por mayor. Que se considere que los niveles de participación en la vida sindical es manifiestamente mejorable, no empece afirmar que: 1) el movimiento organizado de los trabajadores se caracteriza por ser una democracia próxima, 2) que la frecuencia de los hechos participativos es cotidiana, y 3) que en el sindicalismo existen dos procesos de legitimación, a saber, el que le viene de la representación en los centros de trabajo y el mandato solemne de los momentos congresuales. Cierto, no es oro todo lo que reluce, pero hay oro reluciente. Y si esto es así, ¿cómo no relacionar esa acción colectiva con la política en su sentido más genérico?
En resumidas cuentas, la relación del sindicalismo, hoy, con la política (incluso teniendo en cuenta ciertas distracciones) no se refiere ni única ni principalmente a las viejas tradiciones de antañazo. Porque, en aquellos tiempos venerables, el conflicto social dependía de los golpes de timón de Papá-partido; y porque –para garantizar que el sindicalismo era pura prótesis de dicho caballero, Papá-partido-- el sindicalismo fue convertido en un sujeto hipostático: lo mismo, se dice, que hizo Dios-Padre con Jesucristo, que fue enviado a sufrir en este valle de lágrimas. Hasta que el sindicalismo abandonó su teodicea y dejó de justificar a su padre: la muerte en la cruz no era útil, al menos, para estos menesteres.
Ahora bien, creo que las ideas que amablemente cuestiono, tienen una explicación: podría ser que los empachos indigestos de ciertas discusiones antiguas acerca de la relación entre el partido y el sindicato hayan creado en algunos dirigentes sindicales, eméritos y con mando en plaza, la necesidad de un sonado ajuste de cuentas; o, posiblemente, la ausencia de discusión –o el insuficiente debate, como se quiera-- sobre las nuevas situaciones y el papel del sindicalismo como agente reformador hayan llevado a lo que más arriba he considerado como un anacoluto. Si es un ajuste de cuentas hay que decir que se les ha desbocado la lengua a algunos; si se trata de lo segundo, la cuestión tiene remedio: ábrase un sosegado debate al por mayor y cuádrense la cuentas.
Segundo
De abrirse ese debate que se sugiere (el sindicalismo en la política) se estaría en mejores condiciones para establecer una relación más fecunda entre el sindicalismo y la política. Especialmente tendría sentido esta pregunta: ¿cómo es posible que el sujeto reformador externo –hacia la sociedad, quiero decir— se muestra tan indolente para proceder a ciertas reformas internas? Dicen que la rosa de Alejandría es colorada de noche y blanca de día. Pues bien, el sindicalismo hace reformas por la noche hacia la sociedad y, durante el día, se muestra remolón en revisitarse a sí mismo. Lo que conllevaría que esa personalidad nicodemita –reformas externas y remolonería interna— oblitere una mayor capacidad de relacionarse con la política, entendida en su sentido más ampliamente genérico.
Sin remilgos: ¿las gigantescas mutaciones que se están dando desde hace unas tres décadas no deberían concitar un giro copernicano en la morfología de la representación en el centro de trabajo? ¿el carácter que imprime la globalización no debería llevar aparejado un instrumento de representación en el centro de trabajo que no fuera el actual, de naturaleza autárquica? ¿las innumerables tipologías asalariadas en el centro de trabajo no debieran propiciar un repensamiento de la representación social? Porque, sin pelos en la lengua, el modelo es prácticamente idéntico a cuando Marcelino Camacho estrenaba su segundo jersey de lana.
Sí, ya sé que aparecen ronchas cuando se habla de estos asuntos atinentes al carácter sagrado de los comités de empresa, cuya invariancia física se da de bruces con la física cuántica de las relaciones industriales de estos, nuestros tiempos. Pero, tengo para mí que, de seguir remoloneando, se incrementará la distancia entre el sujeto reformador externo y sus formas de representación, en detrimento de aquel y en perjuicio de seguir ampliando el almacén de las reformas progresistas. No abrir la mano por ahí haría recordar lo que John Dewey achacaba a los “académicos enclaustrados”: mantener hogaño las viejas cosas de antaño.
Y más crudo todavía: el mantenimiento de los trastos viejos se corresponde, además, con el grueso del carácter de la negociación colectiva, caracterizado –salvo algunas honorabilísimas y punteras experiencias— por un enorme caudal de instrumentos de ropavejero (4). Lo que –como guiño a la mayoría de lectores y estudiosos de esta revista— explicaría, de manera no irrelevante, que el arca de Noé del iuslaboralismo (Romagnoli, docet) no esté en buenas condiciones para seguir navegando: algo que, por ejemplo, podría debatirse en esta solemnidad del Año Bomarzo, quiero decir de su décimo aniversario. Porque, al decir del maestro Angelillo, la fuente se ha secado en el camino verde, camino verde, que va a la ermita. O sea, si las fuentes de derecho se secan, lloran de pena las margaritas del Derecho laboral.
Si se me pregunta qué hacer, la respuesta provisional debería ser la que insinuó aquel personaje de A buen juez, mejor testigo: “Hartemos... lo que sepamos”. En todo caso, habrá que evitar seguir haciendo, en estos terrenos de la autorreforma interna de la casa, lo de siempre, esto es, mantener las mismas paredes maestras –las mismas formas de representación, quiero decir— de los tiempos de las nieves de antaño. Por muchas razones, pero –para lo que nos ocupa—porque mantener los mismos planos de la casa entra en contradicción con la asignatura pendiente del sindicalismo: organizar las conquistas que, en amplios espacios, ha conseguido y continúa en ello.
Parapanda, X Año Bomarzo
* Artículo aparecido en Revista de Derecho Social, 42 (2008)
(1) [...] por ese motivo he estudiado a los ingleses de principios del siglo XX. Me gustaba que desde la fábrica incidieran en la sociedad. Pero, después, cuando se pusieron a construir algo se dieron cuenta que habían trabajado para otros. No perdieron. Simplemente habían trabajado para la socialdemocracia, que era otra cosa. (El subrayado es de un servidor, JLLB) en Vittorio Foa, “Las palabras y la política” (Sexto Tranco): http://ferinohizla.blogspot.com/
(2) José Luis López Bulla El uso social de las conquistas sindicales en http://lopezbulla.blogspot.com/2007/07/el-uso-social-de-las-conquistas.html
(3) http://theparapanda.blogspot.com/2008/06/acuerdo-en-el-matadero-de-girona-versin.html
(4) Véase las diversas ponencias de Miquel Falguera i Baró sobre las negociaciones colectivas en:
Mujer e igualdad en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/mujer-y-trabajo-entre-la-precariedad-y.html
La causalidad en la contratación temporal en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/la-causalidad-en-la-contratacion.html
Las dobles escalas salariales en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/miquel-falguera-las-dobles-escalas.html
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