Quizá el
debate más llamativo en el interior del PSOE sea el de si el secretario general
del partido debe ser elegido bien a través de la técnica de las primarias por la totalidad de la
militancia o bien de la manera tradicional, esto es, por los delegados del
Congreso. Que esta discusión sea, tal como están las cosas, empezar la casa por
las tejas es harina de otro costal. Por otra parte, esta reduccionista discusión
no es privativa del PSOE pues, de una u otra forma, circula con mayor o menor
diapasón en no pocas formaciones políticas. En todo caso, lo chocante del
asunto es que este intento de renovación aparece como un verso suelto pues deja
de lado (al menos no figura en ninguna propuesta que yo sepa) una renovación
omniabarcante que afecte al conjunto del tejido militante y, especialmente, de
las estructuras en lo atinente a la participación en todos los aspectos de la
vida del partido.
El método
de las primarias tiene no poco de
llamativo por su novedad. Ahora bien, tengo para mí que sus partidarios más
fervientes todavía no han caído en la cuenta de que por esa vía se consolida
estatutariamente el presidencialismo del secretario general, que por ese camino
no se ve obligado a responder ante ninguna estructura. Sólo debe responder ante
esa multitud invertebrada a la que la militancia ha sido sometida,
convirtiéndola en una leyenda desteñida. De esta manera, además, el primer
dirigente se acerca más al Príncipe que al primus inter pares. Más todavía,
esta forma de elección le sitúa formalmente por encima del Congreso.
Y de la
misma manera que el Infierno está empedrado con las mejores intenciones, esta
renovación podría dar paso que ese tipo de secretario general estaría en las
puertas del demagogo oligárquico. O en un demagogo, no exactamente oligárquico
sino popular (o populista), proclamado como el «hombre de la providencia», de
una cualidad extraordinaria que viene a redimir a una militancia desnortada.
Más todavía, el cuadro podría ser: de un lado, la Torre del Homenaje do se
encuentra el líder y, de otro, los azacanes que siguen a su señor.
¿Se quiere
seguir esa vía? Sea. Ahora bien, sería peligroso no completar esa novación sin
un cuadro general de derechos y deberes de la militancia, sin una definición
del papel de las estructuras. Porque la exigencia de tales «derechos y deberes»
nace, también en democracia, de la necesidad de defenderse de la prepotencia de
todas las formas de autoritarismo, ya sea de los despotismos elitistas o de los
campechanos. En resumidas cuentas, si se opta por las primarias es preciso, para
que no se conviertan en faralaes, que haya un Estatuto de la participación
y de los poderes del secretario general, especificando qué y hasta dónde llega
su responsabilidad. Amén de plantear claramente aquello que le es indecidible,
que no puede asumir.
Bien está
desbaratar el tinglado de las certidumbres, que se han convertido en pura
herrumbre. De ahí que lo radicalmente nuevo sea normar la participación activa,
inteligente. En caso contrario, podrían estar abiertas las aborrecibles
tendencias al cesarismo.
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