Nota editorial. Hace días el
maestro Umberto Romagnoli nos hacía una serie de planteamientos en LA LEY SOBRE LAS DOS CIUDADANÍAS. UN
TEXTO DE UMBERTO ROMAGNOLI....
Riccardo Terzi, a su vez, dice la suya.
Riccardo Terzi
Uno de los
efectos más inquietantes del gran transtorno político de este cruce de siglos
está en que todo nuestro vocabulario está subvertido y que cada palabra debe
ser redefinida, reconquistada, restituida a su significado. Incluso las
palabras más simples, en apariencia más obvias, se han convertido en un campo
de batalla y se arriesgan a deslizarse hacia la retórica o a la irrelevancia.
El esquema
clásico que ve contrapuestos los dos campos de los progresistas y los
conservadores no tiene ya utilidad alguna, ya sea porque la derecha actual no
es tradicionalista sino que se propone como fuerza motriz de la innovación, ya
sea porque no está claro que puede significar la palabra «progreso» al haberse
desvanecido la ilusión de un camino ascendente y progresivo de la historia. Lo
que parece evidente es sólo la fuerza de la técnica, su incremento como
potencia que se mantiene totalmente opaco e indiferente a cualquier objetivo
político.
En esta
confusión general de la lengua se abre camino la maniobra más agresiva. Con
ella se quiere ajustar definitivamente
las cuentas con el pasado, a saber, que la misma distinción entre derecha e
izquierda ha perdido todo su significado y están fuera de la realidad todas las
representaciones ideológicas en las que se basaba aquella diferencia. La
verdadera derercha de hoy es ésta: la del pensamiento que niega las
diferencias, la que todo lo aplasta sin mantener abierta una brecha entre lo real
y lo posible. Es la ideología más extrema y absoluta porque dice ser la
realidad, es la rendición del pensamiento a la desnuda materialidad de los
datos. Toda la complejidad de lo real
acaba siendo reducida y lo que se mantiene en pie sólamente es la
gobernabilidad del sistema, su eficiencia. No hay problemas a resolver, sino
técnicas que adoptar. Es la llegada del hombre unidimensional, como había
intuido Marcuse. Quien dice «ni derecha, ni izquierda» es la encarnación de
esta lógica, de esta metafísica de la resignación y la adaptación. Con ella se
quiere quitar incluso el derecho de existir a la izquierda.
Para
soportar este impacto, que se despliega con la violencia terrorífica del
sentido común, debemos reinventar nuestro lenguaje y, así, hacer nuevamente
visibles los rechaces, las diferencias, las alternativas, los conflictos. De
hecho, la palabra tiene sentido sólo si su afirmación es también, al mismo
tiempo, una negación; si ella señala un límite, una discriminación, una
oposición.
¿Por qué he
situado esta premisa? Se me ha pedido
que hable de la representación, pero no es posible hacerlo si la palabra misma
no es investigada a fondo en su significado; si no viene liberada de todo la
trama de las distorsiones y de las banalidades del discurso
político-periodístico al uso. La
representación tiene sentido en su relación con otros dos conceptos
fundamentales: el conflicto y la democracia. Siempre es una buena regla la
búsqueda de las aproximaciones, de los nexos que ligan uno y otro concepto. Por
ello, se puede decir que la representación es la práctica del conflicto en el
interior de un espacio democrático organizado. Y ella puede existir sólo si
está dentro de esas coordenadas, sólamente en el cuadro de una sociedad
pluralista que reconoce las diferencias y las deja actuar líbremente en su
recíproco movimiento y en su conflicto. Está ahí, en esa visión abierta y
dinámica de la sociedad, el gran alcance histórico de la modernidad que liquida
el antiguo ordenamiento jerárquico y autoritario, entendiendo el orden como el
resultado de la libre relación de las fuerzas en campo, como un punto de
equilibrio que siempre es móvil y abierto a diversas combinaciones. Ahora bien, este marco teórico y conceptual es
el que hoy está en discusión, porque al pluralismo de las ideas y de los
intereses se le sustituye por la univocidad y la presunta objetividad del
paradigma económico dominante que no
admite alternativas, por lo que la democracia misma queda confinada en el
interior de un perímetro rígidamente trazado, más allá del cual solo hay
espejismos o, peor aun, subversión. Así, la democracia está puesta bajo
vigilancia y una nueva casta de custodios de la ortodoxia tiene la obligación
de garantizar la capacidad y coherencia del sistema. Hemos sido aplastados a
este cepo, político e ideológico del poder, no sólo por la virulancia del
ataque sino también porque muchos, demasiados, en la izquierda han tenido la
ilusión de poder cabalgar por la senda de la modernización, de guiarla y
plegarla a sus propios fines. Si no nos decidimos a hablar también de nuestras
responsabiliades, todo el discurso queda incompleto y privado de toda eficacia.
Ahora bien,
en este universo cerrado y compacto que no deja espacio para ninguna
alternativa, no hay nada que representar. Sólo puede haber una lógica de tipo
corporativo y poder cultuvar algún resquicio de poder. Decisionismo político,
de un lado, y corporativización del cuerpo social, por otro lado, es la salida
lógica de todos los procesos políticos e ideológicos en curso. La agenda
política es una, una sola, y ella está referida sólo a los instrumentos de
manutención del sistma, se refiere sólo a los medios, estando excluído todo
discurso sobre los fines. Todos los cuerpos sociales, en este contexto, son
sólamente segmentos parciales, y su espacio posible no es el del proyecto sino
la enmienda; su vocación no puede ser el conflicto sino la participación pasiva
en un juego que otros han decidido.
La negación
del conflicto, puesto abiertamente a la luz, no es otro que el de la esencia
misma del pensamiento autoritario tal como nos enseña toda nuestra historia
pasada, donde siempre el poder despótico se rige bajo los valores de la
jerarquía, el orden, unidad nacional, contra las turbulencias y las
incertidumbres de la democracia, contra su relativismo, contra toda forma de
pluralismo organizado. Es ahí donde el tema de la representación aparece en
toda su pregnancia, no como un detalle marginal sino como una posible fuerza de
choque que pone en entredicho el sistema de poder.
Pero, ¿cuál
puede ser el espacio, el horizonte para un sujeto social que no se resigne a la
lógica de la enmienda corporativa? Todas las palabras de nuestra tradición se
han cubierto de polvo y suenan a falso, a retórica, a nostalgia. ¿Cómo podemos
llamar a lo que somos, a lo que queremos ser?
Tal vez sea necesario hacer hablar no a las palabras sino a los hechos,
y las palabras vendrán de por sí, como la forma donde está un nuevo contenido.
Ante todo, hablo ahora del sindicato, pero se trata de un discurso que tiene
una validez más general porque la sociedad tiene una necesidad de
representación. Una sociedad sin
representación, sin sujetos colectivos organizados se convierte en el terreno
de conquista para toda clase de aventureros y demoagogos.
El sindicato
Para el sindicato el punto esencial
es si consigue plenamente dar forma a la autonoma subjetividad del mundo del
trabajo. Lo que quiere decir representar una alteridad, un elemento de tensión,
no en nombre de una ideología alternativa sino con una relación inmediata y
viva con las demandas, individuales y colectivas, de la experencia de vida
concreta de las personas. No se trata de organizar la «izquierda» sindical», de
forzar en sentido político el campo de acción del sindicato sino, ante todo, de
hacer emerger la fuerza de su autonomía, de su naturaleza de sujeto social que
tiene una lógica diversa con respecto a la política.
Lo que hoy aparece es una situación
de incertidubmre y ambigüidad con un sindicato dividido y oscilante, y estas
mismas divisiones parecen estar producidas por el juego de las diferentes
pertenencias políticas, con una caída general del nivel de autonomía. Es también un efecto de la forzada
«bipolarización» de todo el sistema político, por lo que toda la complejidad
social aparece simplificada y encuadrada en el mecanismo de la competición
bipolar; y todos los espacios son ocupados, colonizados, drenando cualquier
forma de autonomía. Es una trampa de la que debe salir rápidamente el sindicato
con el objetivo de hacer visible su autónoma función social. Y la autonomía
tiene en sí, necesariamente, el momento del conflicto porque aquella expresa un
punto de vista que es, sin embargo, «otro» con respecto a los equilibrios
político-institucionales.
¿De qué conflicto hablamos? No se
trata, en absoluto, de imaginar el acontecimiento mítico de una revuelta
general contra el sistema. Más bien, en la espera siempre frustada de ese
acontecimiento, acabamos por ser paralizados e impotentes. El conflicto es aprehendido no sobre el
terreno de una filosofía de la historia sino en los infinitos pliegues de la
vida cotidiana, como un dato de la realidad, como una tensión permanente que
está en la naturaleza de las cosas, como un fermento sobre el que hay que
construir, sucesivamente, nuevos niveles de consciencia y organización. A pesar
de toda la violenta ofensiva ideológica desplegada, la realidad social no está,
en absoluto, pacificada, normalizada sino que es un campo de inestabilidad e inquietud
atravesado por las más variadas contradicciones. En la sociedad se encuentra el
impulso hacia un nuevo orden, la exigencia de una estructura, de una forma
solidaria, contra los efectos desagregadores del mercado libre.
Se trata, pues, de meterle mano a
un trabajo no excepcional sino cotidiano, en el interior de las cosas, en medio
de las contradicciones reales, con una obra paciente de organización y
selecciones de los objetivos posibles. Podríamos hablar de práctica reformista,
si esta palabra no estuviese tan vergonzosamente lisiada. Sobre estas premisas
se puede dibujar, me parece, una línea de gran ductilidad y libertad sindical,
combinando e integrando entre ellas los dos momentos del conflicto y la
mediación con la capacidad de decir, de vez en cuando, nuestro sí o nuestro no,
fuera de las lógicas de la política y de sus chantajes sin que el sí o el no se
conviertan en un banderín ideológico.
Sobre el sindicato ha caído una
violenta ofensiva meditática, expresando
en substancia, que la prueba de su responsabilidad nacional consiste en una
declaración de dejación en nombre de los intereses superiores de la nación. Si
el sindicato resiste –si dice no--
entonces eso es la señal de que está preso de las viejas ideologías, o
sea, es conservador, corporativo, irresponsable. Es particularmente la CGIL , y todavía más la FIOM , el objeto privilegiado
de esta campaña antisindical. Es del todo evidente que hemos de mandar al
diablo toda esta congregación de comentaristas alquilados. Pero, una vez completada
esta sana operación de exorcismo espiritual, quedan los problemas y la urgencia
de un profundo repensamiento crítico de la situación sindical.
Si hacemos una valoración de largo
recorrido, a partir de los años ochenta, son evidentes los atrasos, los
fracasos, y entonces no salen las cuentas. No podemos interpretar todo este
proceso como si se tratase de una conjura de la historia, ni podemos limitarnos
a exhibir el trofeso de nuestras gloriosas batallas. Lo que cuenta al final es
el resultado del todo el proceso histórico; y este resultado nos habla de una
derrota. Pero una derrota no puede remontarse si se evita el tema de la
responsabilidad, de los errores, si no nos decidimos a ejercer el espíritu
crítico con toda su necesaria dureza hacia nosotros mismos.
Situar la derrota, investigarla,
interpretarla en todos sus pasajes sería ya un paso extraordinario adelante.
Pero esta operación de verdad será posible sólo si se crean las condiciones de
una discusión libre, abierta, desprejuiciada; si representa un salto
cualitativo en la vida democrática de la organización. Ya he subrayado el nexo
inseparable entre representación y democracia, y eso vale tanto en relación a
la estructura política e institucional como a la relación entre representantes
y representados, que siempre debe ser abierta, de manera fluida, en las dos
direcciones de arriba hacia abajo. Hay democracia allí donde existe
circularidad del proceso sin impedimentos, sin barreras democráticas. Bajo este
perfil, en la historia de toda gran organización de masas, se alternan los
momentos ascendentes, creativos donde toma cuerpo el empuje participaptivo y
los momentos de estabilización, donde el orden burocrático frena el barlovento.
Siempre es un equilibrio inestable y toda esta dialéctica hay que verla con
realismo en sus diversas etapas, en su relación con las diversas situaciones
históricas.
Lo que intento decir es que, en las
condiciones actuales, donde se necesitaría el máximo de esfuerzo creativo para
salir de la crisis, la burocratización de la estructura es un mecanismo de
freno que impide todo tipo de desarrollo. El espíritu conservador tiene su
justificación cuando se trata de garantizar lo que funciona en un sistema, pero
es totalmente contraproducente en los momentos de crisis en los que se
precisa innovación, renovación,
esperimentación de nuevas formas. En estos momentos, no hay nada más imprudente
que la prudencia.
Por estas razones me parece de una gran madurez la exigencia de un
repensamiento profundo del modo de ser del sindicato y del funcionamiento de
sus estructuras organizativas. Es muy actual el lema de la «refundación» del
sindicato, que planteó Antonio Pizzinato en su breve experiencia de Secretario
general de la CGIL. Por
ello, no hay dudas de que debemos liberar, hoy, fuerzas, energías y espíritu
crítico. No tengo soluciones preciesas que proponer, pero advierto que, cada
vez más, del fuerte malestar por un sistema que premia la fidelidad y no la
autonomía, la observancia de las reglas y no la creatividad, la estabilidad de
la organización y no su renovación.
Para un sindicato que ponga en el
centro su autonomía y su enraizamiento social, es necesario promovier una nueva
figura de sindicalista que esté totalmente proyectada en la materialidad de las
condiciones sociales, en el análisis de los procesos y en la gestión de los
conflictos, sin estar esperando el primer tran político que pase Es la pirámide
jerárquica lo que está oxidado: hay que
valorizar quien está en primera línea, en contacto directo con la realidad y es
necesario redimensionar todas las superestructuras burocráticas que componen
una máquina demasiado peada, centralizada e a menudo ineficiente.
Con este mismo criterio hay
que repensar los procedimientos de
composición y selección de los grupos dirigentes en sus diversos niveles. Si
los partidos han inventado las primarias y esta innovación ha introducido un
poco de vitalidad en una estructura atrofiada, también las organizaciones
sindicales necesitan inventar formas de su propia democratización interna.
Enfin, frente a la presión para
enclaustrar el sindicato en un angosto espacio corporativo hay que responder
con un esfuerzo por ampliar el terreno de juego, ocupando nuevos espacios para
aprehender en toda su complejidad las demandas sociales, no sólo en el trabajo
sino en la vida civil y en el conjunto de las relaciones sociales. Cuando se habla de la «centralidad
estratégica del territorio», creo que se quiere decir un cambio hacia una
visión más amplia y sistémica de las necesidades sociales que intentamos
representar. Pero, hasta ahora, todo
ello se encuentra en un estado embrionario, con algunas genéricas afirmaciones
de principio y con experiencias concretas todavía demasiado fragmentarias y,
quizás, discutibles. El territorio no es la clausura localista, no es
fragmentación de los derechos de ciudadanía sino el campo en el que todos
nuestros objetivos (trabajo, welfare, calidad de vida) toman cuerpo y se abren
a posibles experimentos. El sindicato es, por su naturaleza, un sujeto de la
subsidiaridad en cuanto que –partiendo
de su parcialidad-- persigue objetivos
de interés general. En esta perspectiva se pueden explorar nuevos campos de
iniciativa sin el temor de aventurarse a nuevos territorios y sin quedar
bloqueados por un límite fijado demasiado rígidamente entre negociación y
gestión. Si el objetivo es la democratización del sistema, en todos los
sectores, sometiendo desde abajo el control de todas las estructuras de poder,
entonces debemos tomar muy en serio nuestra función e intervenir a cambo
abierto en la vida civil y económica del país.
[Traducido por José Luis López
Bulla. Este artículo saldrá publicado a finales de mes en la revista
Alternative per il socialismo]
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