Carles Puigdemont,
antes de convertirse en el hombre de Waterloo, no era un hombre de partido,
después tampoco. Sí, militaba en la
vieja Convergència democràtica
de Catalunya, ahora tampoco. En cualquier caso su militancia era, antes y después, meramente instrumental, un perifollo para
poder aspirar a algún carguillo de representación popular. Es decir, en vez de qué podía hacer por el
partido se trataba justamente al revés: qué utilidad le podía deparar el
partido a su persona. Incluso soportó su desubicación ideológica, porque era independentista hasta el cielo de la boca en
un partido accidentalista.
En
julio de 2016 se formaliza el nacimiento de un nuevo partido que viene a substituir
a la criatura de Jordi Pujol. Es el Partit Demócrata Català (PDECat), que nace contra la voluntad
de Puigdemont, ya presidente de la Generalitat. Puigdemont es el gran derrotado de ese congreso
fundacional. El caballero hubiera deseado que naciera otra cosa. Concretamente,
un movimiento político, no un partido.
El
partido es para Puigdemont un artefacto
excesivamente rígido, necesitado de un proyecto—programa y de unas estructuras
estables. Un engorro, oiga. Su diseño movimientista le viene como anillo al
dedo, piensa, al sentir de un sector muy amplio de la sociedad catalana. Un ´programa´
sentimental: la independencia de Cataluña; una organización ligera de andamios;
y un líder que se dirija desde el arengario a la feligresía. En concreto, nada
que pueda oscurecer –ni siquiera interferir— la unción del líder que, a fuerza
de ser considerado carismático por sus escribas sentados, se convierte en tal.
Por eso, todos los chirimbolos políticos que ha ido creando el hombre de
Waterloo iban en esa dirección: en ser a su imagen y semejanza.
Ahí
radica y explica, no del todo pero sí en buena parte, la batalla de los de
Waterloo contra el PDECat. No es que éstos sean adversarios de Puigdemont; es
que no son totalmente de éste. Es más, se obstinan en la continuidad del
partido –«con su camisita y su canesú»--
que se le insubordinó en julio de 2016 y que ha aprendido a llevarle la
contraria.
La
creación de este partido de Puigdemont está al caer. Su gran timonel apretará
las clavijas estatutarias exigiendo obediencia búlgara. El no—partido del
hombre de Waterloo es un peligro para la vida democrática de Cataluña. De esa
manera surgieron en el pasado experiencias funestísimas. En todo caso, el independentismo
acentúa sus rasgos de Brigada
Brancaleone. Pero que aguanta,
porque la oposición no sabe jugar su papel y, tal vez, porque son incapaces de
ponerse de acuerdo, por lo menos en afirmar que la suma de los ángulos de un
triángulo suman 180 grados.
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