El
diligente Quim Torra ha
vuelto a anunciar que «tomará medidas» si no remite la grave situación del
covid-19 en Cataluña. Desde luego, hemos de convenir que hasta la presente no
se ha hecho demasiado caso a los llamamientos que ha hecho el caballero. Ahora,
este Torra ha prometido lo que, tan vulgar como inútilmente, anuncian otros
colegas, a saber, que no le temblará el pulso.
Tales palabras se las han pasado los desobedientes
por la cruz de los pantalones: la fe en el Botellón es, en estos momentos, más
potente y transgresora que cualquier franquicia del independentismo; más
todavía, no se vislumbran sectas o escisiones en esta religión del
Botellón.
Tengo
la impresión que el personal ha tomado nota del clima de desobediencia de las
autoridades autonómicas catalanas tanto al presidente del gobierno español como
a las del conjunto de los aparatos del Estado. Si Torra tiene una relación con
el Estado patológicamente desobediente ¿por qué los aspirantes a contraer el
virus van a hacerle caso al tan repetido Torra? Por otra parte, podría darse el
siguiente caso: si se percibe que las autoridades son incapaces de controlar la
pandemia, por incompetencia principalmente, la crisis de confianza en su
capacidad de gestión le lleva a no considerar incluso las recomendaciones más
prudentes.
En
toda esta historia ha aparecido, además, dos novedades: de un lado, un
conflicto entre la jerarquía de la Iglesia catalana, liderada por el cardenal Omella, y el govern de
Cataluña; y, de otro lado, el envío de la consejera de Salud al ángulo oscuro
del rincón. El primero es formalmente un conflicto soterrado entre política y
religión; el segundo es político, químicamente puro, a la luz del día.
El primero. Entre 1946 y 2015, sin necesidad de probar la
titularidad, la Iglesia católica
puso a su nombre en Cataluña 3.722
inmuebles. La Generalitat
publicó ayer un mapa interactivo en el cual se pueden consultar esos bienes y anunció la
puesta en marcha de una oficina de mediación para dirimir conflictos de
propiedad entre los obispados, Ayuntamientos o incluso particulares.
Hasta la presente esta situación, perfectamente
conocida, no mereció atención de ningún gobierno catalán. Mejor no meneallo, se dijo desde Jordi Pujol hasta este Torra. Pero el conflicto ha
estallado –todavía por lo bajinis--
estos días. Precisamente en el libro del hombre de Waterloo,
recientemente publicado, se hace un ajuste de cuentas a la cúpula de la iglesia
catalana en la sotana del cardenal.
Se le acusa de haber estado mediando para
solucionar el embrollo que organizó Puigdemont con la declaración unilateral de
independencia. «Omella no se portó como un hombre de fe, sino como un hombre de
Estado». Léase, se portó como un anticatalán. A partir del libro la orden es
clara: «barra libre». Omella es tratado como Bernardo Gui, el temible inquisidor cátaro.
Guerra
de movimientos: Omella organiza un funeral por las víctimas del covid-19. El
Departament de Salut lo prohíbe de hecho. Pero se hace. El fiel Torra asume el barra libre y arremete
contra el cardenal haciéndole responsable de «la represión que sufre Cataluña».
Con lo fácil que hubiera sido que Torra le dijera al cardenal: «Oiga, devuelva
esas inmatriculaciones a su dueño». En concreto, se ha organizado un comistrajo
de rapiña eclesiástica, política, religión, pandemia y otros ingredientes
tóxicos. Primera conclusión provisional: el secretario florentino hubiera dicho
que la política puede desvincularse de la religión, pero no al revés. Segunda
conclusión también provisional: Waterloo y Torra acabarán negociando una
soportable cohabitación. Omella no es un cualquiera; es el hombre del papa de
Roma.
La
segunda novedad es el cese elíptico de Alba Vergés, titular del Departament de Salut por el lote de ERC. Tensión, porque ya no
se trata de un conflicto de temas políticos sino del reparto de poderes. La
humillación está servida. El consumo de sapos de ERC es infinito.
P/S.--- Las cenizas de Paco
Frutos ya están en Calella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario