viernes, 30 de abril de 2010

REPRESENTATIVIDAD Y REPRESENTACIÓN SINDICAL (y 3)


[Paco Rodríguez de Lecea con gafas de sol y un mozalbete en un acto celebrado en Parapanda]



Mi viejo compañero Francisco Prado Alberdi (conocido cariñosamente como Pipas) escribe un comentario en mi entrada en este mismo blog CODETERMINACIÓN EN LA FLEXIBILIDAD (y 2): “Totalmente de acuerdo. Pero para conseguirlo hay que reforzar, en algunos casos conquistar, el "poder sindical" en las pequeñas y medianas empresas, así como en algunos sectores de las nuevas industrias (p.e.: sector tecnológico y medioambiental) y servicios, que están abandonados de la mano de dios. Pregunto: ¿Para lograr estos objetivos no debemos revisar nuestra actual estructura organizativa? Es una pregunta retórica porque yo digo que sí”.


La pregunta del amigo Alberdi apunta al vínculo entre “representatividad” y “representación” de la acción colectiva que es el sindicalismo confederal. Entiendo por “representatividad” la capacidad sindical de aprehender las reivindicaciones, colectivas e individuales, del conjunto asalariado y llevarlas a la práctica. Y defino la “representación” como la forma organizativa que asume el sindicalismo, dentro y fuera del centro de trabajo, para hacer posible las funciones de tutela y promoción de los derechos de los asalariados. Atina Alberdi, por consiguiente, cuando afirma –preguntándose retóricamente, dice-- que para lograr unos determinados objetivos (los que se definen en el artículo de referencia u otros) hay que revisar el modelo de representación que tenemos. Yo, por mi cuenta y riesgo, añado que la actual forma sindicato es ya una rémora. Es más, su rutinario mantenimiento es responsable de que el modelo reivindicativo se encuentre no sólo estancado sino principalmente agotado. Es un modelo que atiende única y exclusivamente en la “distribución” sin entrar de lleno en la “producción”. Una producción que atraviesa los sectores industriales y terciarios. O, lo que es lo mismo: no me estoy refiriendo a la granindustria sino a todos los sectores, incluidas –como señala Alberdi— la pequeña y pequeñísima empresa.


Uno de los problemas que tenemos es que, por lo general, lo que convencionalmente se llama “el proyecto” aparece separado de los grandes temas organizativos. Si Alberdi no tiene nada en contra, diré una vez más que esta separación artificiosa es una herencia no positiva que los sindicalistas de mi quinta dejamos a las generaciones posteriores. El proyecto no es sólo la literatura programática sino la acción colectiva, esto es, el proyecto-que-se-organiza. Para decirlo gramscianamente: la praxis.


Por otra parte, la nueva formulación del sindicato de las diversidades, que algunos con sabio criterio reiteran, ¿acaso no presupone una nueva praxis en la asunción y propuesta de nuevas reivindicaciones que deben ser gestionadas por una representación acorde a dichas diversidades? Por supuesto, no es cosa de diseñar un modelo abstracto. Bastaría, por ejemplo, leer la narrativa contractual de los fitecos españoles. Porque en Fiteqa –un sindicalismo maduro— hay suficientes indicios para (gradualmente) darle la vuelta a la tortilla.


Si ello se pone en marcha –algo al respecto insinuó Toxo en su discurso de clausura en el pasado congreso confederal— estaríamos ante la “gran transformación” del sindicato.



jueves, 29 de abril de 2010

CODETERMINACIÓN EN LA FLEXIBILIDAD (2)


[En la foto Simone Weil]





Decíamos ayer que el sindicalismo debe entrar en una nueva fase, concretamente en su directa intervención en todo el escenario de la organización del trabajo, que hoy sigue en las manos exclusivas de la dirección de la empresa. Vuelvo a las andadas con otra serie de reflexiones añadidas.


Primo Levi, en su relato La llave estrella, cuenta que el capataz Faussone llamaba a su martillo “el Ingeniero” porque consideraba que cada golpe hacía funcionar el trabajo. Lo que posiblemente nos quiere transmitir el autor es el orgullo del trabajador ante la faena bien hecha y, ¿por qué no?, el valor social del trabajo. Ahora bien, Faussone no era quién decidía la organización del trabajo; era –que me perdone Primo Levi-- un mandao. O sea, estaba a las órdenes del dador de trabajo y del ingeniero de carne y hueso. Eso sí, “sabía hacer” aquello que le ordenaban.


Pues bien, la importantísima historia del movimiento sindical se ha significado también por una división de funciones que no le ha reportado beneficios ni ventajas. A vuela pluma diré que han sido éstas: el partido político se reservaba todas las opciones de la política, incluida la guía de las mesnadas sindicales en clave de fiel infantería; al sindicato le quedaba sólo la cuestión salarial y algunas condiciones de trabajo; la organización empresarial era el ordeno y mando, y aunque cada conquista social (en las que intervino, no es cuestión de olvidarlo, la izquierda política) le iba limando las uñas. En todo caso, esa limpieza de uñas nunca afectó a la potestad de las potestades: decidir unilateralmente la organización del trabajo. Así lo sancionó, sin ir más lejos, el Estatuto de los Trabajadores en España, y de esa manera quedó porque la negociación colectiva –salvo muy honrosas e importantes salvedades— se distrajo en ese capítulo.


El sindicalismo español, de manera fatigosa, ha conseguido, aunque de manera desigual, una muy visible independencia y autonomía frente a los partidos políticos. Pero, mientras la empresa siga detentando el poder unilateral de la organización del trabajo, habrá que convenir –dicho sin protocolo alguno y en aras a la lógica— que la autonomía sindical está parcialmente interferida por esos poderes empresariales. Ahora bien, yo pienso que gradualmente el sindicalismo puede avanzar en su autonomía. ¿Por qué lo digo? Pues porque …


… hoy tiene, más que nunca, instrumentos para ello. Y, sobre todo, porque cuenta con el mayor conocimiento de toda su historia. Ese conocimiento es ya “un bien público general”, tal como le gusta decir al viejo amigo
Luciano Gallino. No sólo entre los sindicalistas sino en el conjunto de los asalariados. Lo que falta, pues, es la decisión de situar el escenario de la organización del trabajo en el centro de la negociación colectiva y una presión sostenida por el derecho a la codeterminación: la fijación negociada, como punto de encuentro, entre el sujeto social y el empresario, anterior a decisiones "definitivas" en relación, por ejemplo, a la innovación tecnológica, al diseño de los sistemas de organización del trabajo y de las condiciones que se desprenden de ella. A mi juicio, la codeterminación es el derecho más importante a conseguir en el centro de trabajo. Para ello, lógicamente, se precisa una reforma de algunos artículos del Estatuto de los Trabajadores. Mientras tanto, debería ser el centro de todas las plataformas reivindicativas.


No será pan comido, cierto. Pero ¿cuándo las cosas nos fueron fáciles? Habrá una fuerte resistencia empresarial, por supuesto. Pero ¿cuándo abandonaron Numancia? Así pues, la presión sostenida por intervenir en el polinomio de la organización del trabajo, aquí y ahora, es el gran caballo de batalla en el centro de trabajo. Tanto por lo que decíamos el otro día con relación a la salud como por gobernar la flexibilidad negociada, entendida esta como fuente de autorrealización y no como expresión de una patología que se disfraza de credo teológico para no infundir sospechas. Téngase en cuenta, además, que la flexibilidad ya no es un método contingente sino de largo recorrido; ya no es algo puntual sino, como decimos, de largo recorrido. Por eso, también, se precisa la codeterminación como instrumento inmanente de la acción colectiva. Debo decir que no me estoy refiriendo sólo al escenario industrial sino a todos, incluidos los servicios y las administraciones públicas.


En resumidas cuentas, lo que se propone es sencillamente que el sindicalismo confederal entre en una nueva fase, caracterizada por nuevos espacios de poder y libertad. Es para decirlo con
Simone Weil una “utopía concreta”. Como en su tiempo representó la libertad de asociación y el derecho de huelga: aquellas altas torres que negaban estos dos poderes cayeron en su día.



Radio Parapanda. El Orfeón Paco Puerto de Prapanda canta los Coros de Ernani (Verdi) Verdi-Ernani-Si rideste il Leon di Castiglia Ensayo general para la interpretación de esa pieza en el Primero de Mayo.


viernes, 9 de abril de 2010

ME ACUSO: YO TAMBIÉN PREVARICO



Miquel Àngel Falguera i Baró*.


Vaya por delante que, como ocurre con la mayor parte de la carrera judicial, no me gustan los llamados “jueces estrella”. Aunque quizás habrá que advertir, desde la experiencia española, que en buena medida la concentración de asuntos en un organismo central y centralizante como la Audiencia Nacional –opción legislativa que obedece más a razones políticas de lucha contra el terrorismo y con unas ciertas rémoras históricas que ponen la piel de gallina- propicia la concentración de temas candentes informativamente en muy pocas manos. Pero en todo caso, mi modelo ideal de juez se basa en la discreción, en decir lo que se tenga que decir en sentencias y artículos jurídicos y huir de los focos de los media y de veleidades políticas.


Los contribuyentes no nos pagan para engordar nuestros egos –ya muy hinchados-, sino para que los resolvamos sus problemas. No creo que tengamos que ser justicieros o superhéroes, sino especialistas en Derechos que componen los conflictos jurídicos de los ciudadanos en base al sentido común y buscando siempre la inalcanzable “verdad material” para impartir la aún menos inalcanzable Justicia –con mayúscula-.Como dice el famoso aforismo–que algunas voces atribuyen a Calamandrei, aunque yo he sido incapaz de hallar la cita en su obra-: “el buen juez debe tener sentido común, debe ser osado cuando corresponde y, si encima sabe Derecho, mucho mejor”


Indicaba José Luís López Bulla en una entrada anterior de su blog que en el caso de mi compañero Baltasar Garzón concurren tres frentes (el frente institucional de ex altos cargos salpicados por el GAL, la caverna y los intereses del PP) Pero creo que olvidó otro: hemos sido pocos, muy pocos, los jueces y magistrados que hemos alzado voces de solidaridad con él. Ese silencio de plomo no obedece –como simplistamente podría alguien pensar- a motivos políticos, sino a ese desdén de los funcionarios judiciales hacia quien se destaca públicamente en base a otra forma de entender la justicia –esta vez con minúscula- que supera el paradigma de la discreción. Incluso mi asociación, Jueces para la Democracia, está sufriendo un enconado y conflictivo debate sobre ese tema. Tal vez no está de más recordar que el instructor del procesamiento es militante de dicha asociación y una persona históricamente vinculada con la defensa de los derechos humanos. Podría pensarse en esa tesitura en ese silencio plana de alguna manera el aborrecimiento de la carrera a ese otro ejercicio “estelar” de la profesión de juez.


Pero aunque no comparto el modelo de juez del imputado, no logro sacarme de encima el amargo sabor de boca que me ha provocado el auto del pasado 7 de abril de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Jesús Rentero ha afirmado que ha sido el día más triste de su carrera profesional, hasta el punto de llegar a preguntarse si vale la pena seguir adelante. Es una amargura y una inquietud que comparto. Yo no sé Derecho penal, ni quiero saber. Lo he aborrecido siempre, porque considero que en realidad se trata del simple poder represivo del Estado y por mis venas aún discurren extraños anticuerpos bakuninistas (que, paradójicamente, con la edad y con la que está cayendo cada vez cobran nuevo ímpetu) Por tanto, no estoy en condiciones de hacer un estudio mínimamente riguroso del auto del Tribunal Supremo. Pero ello no empece que como jurista y como juez tenga algo que decir.


En primer lugar, deberá recordarse que, a la postre, el Derecho es simple sentido común. Y el sentido común dicta que terribles y ominosos crímenes de toda índole perpetrados por el aparato de Estado franquista no tienen porqué quedar impunes, por el simple decurso del tiempo o la aplicación (mejor dicho, interpretación) de determinadas normas jurídicas como la Ley de Amnistía dictadas en un momento histórico determinado. El sentido común dice que resulta ridículo que el Estado español se haya dedicado a perseguir crímenes de lesa humanidad de otros países –hasta que hace cinco meses el legislador cercenó esa posibilidad por las conocidas presiones de un Estado concreto- y, sin embargo, miremos hacia otra parte cuando se trata de los muertos que nosotros tenemos escondidos en el armario. Si existe un “ius cogens” que determina el más mínimo común denominador de civilidad, lo que conlleva una jurisdicción universal –como es en la actualidad-, entonces tendremos que deducir que, más allá de las leyes, ese mínimo de civilidad también es invocable para el “ius soli”. Quizás tendremos que esperar que los tribunales chilenos o argentinos juzguen a nuestros genocidas, como antes intentamos hacer nosotros con los suyos –y, muy significativamente, Baltasar Garzón-.


Pero, con todo, lo más preocupante para mí no es eso. Lo que me lleva amargando los días desde el infausto 7 de abril son los efectos del auto de la Sala Segunda. Así, estoy dispuesto a debatir teóricamente con quien sea si ese “ius cogens” es o no aplicable a nuestra realidad. Pero lo que bajo ningún supuesto admito es que esa aplicación sea un delito.


Ciertamente, la instrucción de Garzón se escapaba de los criterios tradicionales de la escasa jurisprudencia sobre los crímenes franquistas, al considerar aquél que las normas imperativas internacionales no son dispositivas en el ámbito nacional. Y es probable, aunque lo desconozco, que como señala el auto del TS existieran demoras voluntarias en la tramitación y un desconocimiento voluntario del cambio normativo inmediatamente anterior, que, a la postre, persiguieran un fin mediático (aunque debo señalar que no se le procesa sólo por esas demoras y ese desconocimiento)


Pero aquélla inicial decisión en relación a la Ley de Amnistía y la prescripción de delitos es una interpretación del derecho por un juez –avalada, por otra parte, por la mayor parte de la doctrina científica-; y como tal interpretación no puede ser jamás un delito, sino actividad jurisdiccional que, en su caso, podrá ser corregida a través de los recursos oportunos. Considerar que esa hermenéutica jurídica –por muy discutible que sea- es un delito de prevaricación (por tanto, dictar a sabiendas una resolución injusta) es coartar la independencia judicial. Y, lo que es más grave, es fosilizar la interpretación jurídica, de tal manera que una vez el Tribunal Supremo ha hablado, ya nunca más podrá volverse a debatirse la cuestión de la que se trate, aunque cambien las circunstancias materiales, o aunque un juez considere que esa doctrina es errónea o contraria a valores superiores. Aviso para navegantes: el que se aparte de la foto incurre en prevaricación: “El ejercicio de la potestad jurisdiccional no es el ámbito propio de la teorización, como tampoco lo es de lo que algunos denominan imaginación creativa, por muy honesta o bienintencionada que se autoproclame”, como expresamente se afirma en el auto de 7 de abril.


No estamos aquí hablando de una voluntad dolosa de un juez de incumplir la Ley –lo que sin duda es prevaricación y quizás podría apreciarse en aquellos otros aspectos de la instrucción seguida en la Audiencia Nacional-, sino de una interpretación judicial en el sentido que una concreta doctrina casacional –de interpretación de la Ley- es contraria a otros valores jurídicos superiores.


Y en esa tesitura –que creo obvian buena parte de mis compañeros con sus silencios o, en algún caso, con sus jaleos al auto de marras- debo yo también autoinculparme. Así, pues: Confieso que en algunos casos he intentado soslayar en mi actividad jurisdiccional la doctrina del Tribunal Supremo en variadas materias, cuando he creído que se trataba de una interpretación “contra legem” o “contra constitutione” o contraria a tratados internacionales. Por poner algún ejemplo: así lo he hecho, cuando he podido, en el caso de despidos sin causa real o en situaciones de incapacidad temporal, invocando el convenio 158 OIT o por razón de la aplicación de derechos fundamentales. Las pruebas pueden hallarse en cualquier recopilación de jurisprudencia. Confieso que en esos casos he utilizado la “imaginación creativa” en la medida de mis posibilidades.


Confieso que en esas decisiones lo que me ha movido ha sido mi afán de jurista y, por tanto, de perseguir un orden justo y de cumplir los valores constitucionales.


Confieso que lo he hecho a sabiendas, en el firme convencimiento de que el Derecho mejora con el debate jurídico.


Y, por último, confieso que no sólo me arrepiento, sino que en la medida de mis posibilidades voy a seguir haciéndolo en el futuro, porque estoy convencido de que así cumplo mi mandato constitucional.


Miquel Àngel Falguera i Baró Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya.