viernes, 21 de septiembre de 2007

ANGEL ROZAS, JOVEN SINDICALISTA DE 80 AÑOS


Como puede verse, Angel toma la delantera a "los grises" en la manifestación del 11 de setiembre de 1967. Algunos neofederalistas de hoy le acusaron de ir a remolque de la burguesía. Tampoco estaban los mesócratas que hoy consideran que el Universo mundo empieza en Figueres y acaba en Alcanar. Y, no obstante, Angel estuvo aquel 11 de setiembre; los documentos gráficos no engañan. Este retrato es obra del pintor Miguel Helecho, de parapandesa natío.


ANGEL ROZAS, JOVEN SINDICALISTA DE QUATRE VINTG AÑOS



José Luis López Bulla y Javier Tébar*


Hace unos días Angel Rozas cumplía sus primeros ochenta años. No se puede decir, pues, que sea un zagal. Pero todavía tiene la suficiente juventud para ir enseñando y dando testimonio de su antigua sabiduría. Ahí está viendo cómo viene el futuro presidiendo la Fundació Cipriano García - Arxiu Històric de Comissions Obreres de Catalunya. Estoy por decir que Angel es el sindicalista más querido y respetado de la numerosa familia de su sindicato. Hoy un grupo de viejas amistades de ayer celebramos con nuestro amigo una cena, de la que todavía el maestro –a estas alturas del día— ni siquiera está enterado. No informarle era conveniente porque, poco amigo de trajines encomiásticos, era seguro que se hubiera negado. Comoquiera que Josep Maria Rodríguez Rovira es una persona seria –e incapaz de montar ningún embrollo— se consideró que debía organizarle a Angel una mentirijilla. Así es que aparentó que iban a cenar juntos, como tienen por costumbre de vez en cuando, y nuestro hombre picó el anzuelo. Allí estábamos una veterana cofradía de alumnos de nuestro hombre. Cuando Angel vio lo que había allí reunido sonrió, puso las cejas como acentos circunflejos y debió pensar que a sus ochenta años le habían engañado como a un crío.


Rozas nació en Olula del Río (Almería) muy cerquita de Macael, el famoso pueblo que según nuestro amigo “tiene el mejor mármol del mundo, mucho más que el de Carrara”. Así debe ser. Porque sabe de qué va el paño (perdón, el mármol) al haber trabajado allí, en las canteras, cuando era niño chico. (Por cierto, andando el tiempo volvió al pueblo para recibir la alta distinción que le dedicó el Ayuntamiento, nombrándole Hijo predilecto; todavía en vida de su Carmen).


Con muy pocos años, en 1943, la familia parte para Barcelona, siguiendo ese recorrido –a golpe de la carbonilla de aquellos trenes-- en busca de mejores oportunidades. Y Ángel se va haciendo un hombretón, trabajando a todo meter. Hasta tal punto que siempre explicó que “había aprendido a leer debajo de la luz del farol de la esquina”. Entre 1947 y 1949 aparece vinculado a las Hermandades Obreras de Acción Católica. Pronto lo expulsan: no sabemos si es que el joven Rozas no se sabía el Credo de memoria o no se santiguaba convenientemente. Simplemente sabemos que le expulsaron: la Iglesia católica es una gran fábrica que, de manera taylorista, organiza una legión de ateos.


Así las cosas, nuestro Angel se mete en la CNT, que tampoco le dice nada; este hombre, por lo que se ve, es un tiquismiquis. Sus ideas van en otra dirección: encuentra el PSUC, en puertas de la gran huelga general de Barcelona (la de los tranvías) de 1.951, y con sus amigos de La Torrassa se acerca a una gran manifestación que cubre las Ramblas de Barcelona hasta llegar al Puerto. El cuadro de arriba es un testimonio fehaciente de cómo nuestro hombre le lleva la delantera a los grises. En 1.954 es ya orgánicamente miembro del PSUC. La cosa le costó un Consejo de Guerra y los correspondientes años de prisión en el Penal de Burgos. Allí iba la abnegada Carmen Giménez Tonietti, su esposa, a llevarle el paquete y los correspondientes materiales clandestinos. Carmen no pararía de llevar paquetes de comida a todas las cárceles habidas y por haber. Corre el rumor –no convenientemente documentado— de que los flanes que Carmen llevaba a la Modelo de Barcelona provocaban irascibles contiendas entre un mozuelo y el veterano sindicalista Pedro Hernández en un conflicto generacional cuyos rasgos no están suficientemente historiados.





En su día es elegido enlace sindical y vocal nacional del ramo de la Construcción. Estaba, como miles de compañeros, aprovechando los cauces legales en la forma y medida que se ha explicado en el artículo titulado “Revisitando los orígenes de Comisiones Obreras” en este mismo blog.


Angel forma parte de la generación fundadora de aquel movimiento de trabajadores, Comisiones Obreras. Una generación que tuvo dirigentes de la talla de Cipriano García, Luis Romero, Antonet Martí Bernasach, Agustí Prats, Angel Abad, Nicolás Albendíz... Perdón, es imposible citarlos a todos. No cabrían aquí. Y, como fundador de aquel movimiento, ninguno de los pasos que se dieron le pillaron al margen, ni a trasmano.


Ángel Rozas era el hombre de la síntesis, un mediador nato entre las diversas `corrientes´ que siempre existieron en Comisiones Obreras. Cedía en lo accesorio para ganar en lo fundamental del debate. Sus compañeros oponentes siempre le trataron con afecto y respeto. Uno y otro no venían sólo ni principalmente de su combatividad y ejemplo; era, en especial, de la claridad y pedagogía de sus planteamientos. Era, también, la ternura que siempre inspiró un hombre muy bajito, muy bajito de estatura física. Y de cuerpo quebradizo, que parecía que se iba a partir en un momento dado. Pero ¡cá!, aquello era una roca de padre y muy señor mío: puro mármol de Carrara; perdón, de Macael.


Los distintos avatares de la lucha antifranquista –varios juicios en el Tribunal de Orden Público pendientes— le llevaron a aceptar a regañadientes (¡el partido tuvo que cuadrarle!) su salida clandestina hacia París. Desde luego, allí era más útil que pudriéndose en la cárcel.


En la capital francesa Angel forma parte de la delegación exterior de Comisiones Obreras (DECO), --una especie de “embajada oficiosa”-- organizando la solidaridad con las luchas obreras y estudiantiles de finales de los sesenta. Y allí tejió una potente red de relaciones con los sindicatos de todo el mundo. En cierta ocasión, Cipriano García y Rozas se entrevistaron con el embajador del Vietnam del Norte a quien le entregaron cincuenta mil pesetas (de la época, claro) que habíamos recogido en los centros de trabajo de Barcelona y su cinturón industrial.


En 1977 retorna del exilio con Carmen. Ocupa un lugar destacado en la dirección de Comisiones Obreras de Catalunya en la Secretaría de Formación sindical, teniendo a su lado un jovencísimo Miquel Falguera que hoy luce nobles puñetas y altas responsabilidades.


En resumidas cuentas, Angel Rozas es la historia viva del sindicalismo confederal catalán y, en la alta parte que le corresponde, de Comisiones Obreras. Un humanista a carta cabal. Un hombre que mira el futuro con sus ojos un tanto traviesos. Un veterano que, de cuando en vez, acostumbra a hacer picardías: por ejemplo, atraviesa adrede la calle cuando el semáforo está en rojo, provocando la estupefacción de sus parciales y la ira de los conductores. Pues bien, este amigo nos recibe –sin saberlo-- esta noche. Seguro que habrá cánticos –El ejército del Ebro, Bella ciao, L’ exèrcit popular, Bandiera Rossa, La bien pagá, Corazón partío y otras— y todos, menos el homenajeado, libaremos nuestras copitas de orujo. Porque in oruxo, veritas. (Tertuliano, Operae Variae)


¡Que tiemble el barrio de Gràcia!

_______

*José Luis López Bulla es pastelero. Javier Tébar es molinero.

viernes, 14 de septiembre de 2007

SINDICALISMO Y POLITICA



En el ejercicio de redacción que hice ayer (“Las pensiones y el referéndum”) relataba algunos de los pronunciamientos que ciertas fuerzas políticas de izquierda en torno al preacuerdo entre los sindicatos italianos y el Gobierno de Prodi y, más concretamente, del apoyo que dichos partidos están dando al pronunciamiento –contrario al pacto— de la federación metalúrgica de la FIOM. Como quedó escrito, un servidor volvía a reclamar su vieja tesis sobre las dos independencias entre sí: la sindical y la de los partidos políticos. Lo que implica, naturalmente, que a la autonomía de juicio de la política sobre los asuntos sindicales, también corresponde a los sindicatos dar su opinión sobre los comportamientos de los partidos políticos. Porque siempre me pareció que cuando el sindicalismo juzgaba de manera poco amable a los partidos, los militantes de éstos con responsabilidades sindicales ponían cara de pocos amigos.


Ahora bien, los asuntos italianos que estamos tratando vuelven a poner a debate no ya el viejo asunto de “las relaciones entre partido y sindicato”, sino entre el sindicalismo y la política. Porque yo veo las cosas de la siguiente manera: actualmente nos encontramos con que el sindicalismo confederal español ha alcanzado las cotas más elevadas de independencia con relación a los partidos; es posible –no lo digo categóricamente-- que unos sindicatos más que otros, pero, en todo caso, ya no se puede hablar con propiedad de la existencia de una correa de transmisión del partido (el que sea) al sindicato (no importa cual). Si esto es así, como creo, el debate parece estar entre las relaciones del sindicalismo y la esfera política partidaria y el cuadro institucional. (Me dice el amigo, siempre lúcido, Isidor Boix que le está dando vueltas al asunto y que sobre ello escribirá algo para su blog, Isidor Boix. Todos nos aprovecharemos de las reflexiones de nuestro compañero, y de paso se dará cumplida cuenta en esta bitácora).


Sobre este tema (los sindicatos y la política) vengo tomando apuntes desde hace tiempo. Especialmente desde que, quien en la blogosfera se hace llamar Anselmo Lorenzo, un destacado sindicalista y un notable contractualista, escribía en este blog llamándole la atención a los que, chispa más o menos, calificaba como “sindicalistas neutrales” o algo por el estilo. En resumidas cuentas, la tesis anselmiana era que existen importantes sindicalistas que son indiferentes al cuadro político institucional. Y para hablar en plata, lo mismo les da que gobiernen las izquierdas o las derechas. Otra cosa, apunto yo, es que el sindicalismo (y los sindicalistas) deben juzgar autónomamente las políticas de unos y otros por sus contenidos concretos y sus realizaciones concretas. De ahí que Anselmo sacara a colación mi propia tesis: el sindicalismo debe y tiene que ser independiente, pero no indiferente.


Me importa decir que una (no todas) de las razones de la muy avanzada independencia del sindicalismo con relación a los partidos se debe al incremento del poder contractual del sindicalismo sobre asuntos que anteriormente estaban reservados a los partidos. Lo que motivó, andando el tiempo, la gradual desaparición, por parte de los sindicatos, de una concepción que sólo y sólamente les reservaba los salarios y las condiciones laborales en el interior del centro de trabajo. Una tesis y una práctica defendida a capa y espada por los partidos socialistas, socialdemócratas y comunistas. El sindicalismo dejó poco a poco de ser la criada o la hijuela de los partidos, especialmente en estos asuntos. Y, a partir de ahí, fue reconstruyendo su propio andamiaje. Digamos, pues, que estas emergencias sindicales explican, aunque en parte, la crisis de identidad de las organizaciones políticas, porque ahora tienen que ´competir´ con el sindicalismo en ciertos espacios, por ejemplo el Estado de bienestar (welfare), anteriormente reservados exclusivamente a los partidos.


Bien, yendo por lo derecho: si nos encontramos ahora con unas personalidades avanzadamente independientes entre sí (sindicatos y partidos), ¿podemos inferir de ahí, como dicen algunos, que se está abriendo paso a una indiferencia de los primeros hacia el cuadro político institucional? Yo no tengo respuesta, de momento, a esta afirmación que de manera taxativa oigo de algunos cofrades míos. Es más, ni siquiera sé si la cuestión está planteada de manera razonable. De ahí que espere con impaciencia que Isidor Boix empiece a abordar el tema. Naturalmente no es una discusión academicista, sino algo que puede ofrecer más comprensión sobre la actual personalidad del sindicalismo español. Ahora bien, no estamos ante una problemática española. Porque los niveles de independencia del sindicalismo español nada tienen que ver con lo que ocurre en otros lugares. Véase, por ejemplo, cómo un mandatario latinoamericano –de matriz neomacmahonista— afirma que “eso de la independencia sindical es un cuento chino”.


Por último, para picar la curiosidad de más de uno, pregunto: ¿habéis leído las observaciones del barbudo de Tréveris en su áspera confrontación con los lassalleanos sobre `los sindicatos y la política´. Me reservo la cita por si los amigos del nuevo Mac Mahon quieren entrar al trapo.

jueves, 13 de septiembre de 2007

LAS PENSIONES Y EL REFERENDUM DE LOS TRABAJADORES


Homenaje en Calella a Bertomeu Barceló, maestros de sindicalistas de toda la vida.


Vuelvo al tema de las pensiones en Italia sobre el que tratamos antes de las vacaciones. El estado de la cuestión, antes de agosto, era, dicho en breve, como sigue: 1) después de muchas idas y venidas, los tres sindicatos confederales italianos firmaron un preacuerdo con el Gobierno Prodi que --aunque de contenidos insuficientes, según los sindicatos—globalmente era considerado, no con mucho entusiasmo, firmable; 2) según una reciente costumbre del sindicalismo italiano, este acuerdo debía ser sometido a votación por todos los asalariados, incluidos los precarios, y por los pensionistas. Ahora, nos encontramos con algunas novedades: de un lado, la dirección de la federación metalúrgica de la CGIL (FIOM) ha rechazado por amplia mayoría el mencionado preacuerdo, siendo ésta la primera vez que, en la historia de esta organización, se produce una situación de esta envergadura; de otro lado, el órgano unitario de todas las organizaciones confederales (CGIL, CSIL y UIL) lo ha aprobado por una amplísima mayoría y ha fijado la fecha de la convocatoria del calendario de asambleas (entre el 17 de este mes, o sea, el próximo lunes, y el 6 de octubre) y la fecha de la consulta, a mediados de octubre.


La primera consideración: es preciso destacar el coraje democrático del sindicalismo italiano a la hora de establecer el mecanismo de una consulta de tanta amplitud y sobre un tema tan delicado. Algo que, francamente, contrasta con la ramplonería del convencional quehacer político que está consolidando lo que podríamos denominar la democracia del bostezo. Naturalmente, no se está preparando un referéndum abnorme, esto es, a la buena de Dios: la consulta tiene sus normas para la participación, a saber, información previa y por escrito del texto del preacuerdo, calendario de debates para confrontar todas las opiniones, mesas electorales y sus respectivos colegios. Destaco el elemento de la información por escrito, porque de esa manera nos encontramos con: 1) el texto dice lo que dice, 2) los picos de oro –ya sean reformistas o antagonistas—pasan a segundo plano, porque la magia del verbo queda supeditada a la inteligencia de la lectura de cada cual. De suerte que los panglossianos (si los hay) y los fatalistas (si es que existen) deberán gobernar bien la lengua porque ante ellos está la lectura de lo que inequívocamente dice el documento. No quiero ocultar mi opinión, siempre limitada entre otras cosas por `la distancia´: comparto la opinión de los dirigentes del sindicalismo confederal y, más concretamente, la sobria valoración de Epifani. Lo que puedo decir porque yo no voto.


Naturalmente el patio político italiano está revuelto ante este preacuerdo y el referéndum. Los partidos de la izquierda antagonista le ponen la proa; las organizaciones reformistas (incluso el grupo de Fabio Mussi) apoyan sobriamente los contenidos. Todos, desde mi punto de vista, tienen el deber de opinar al respecto, y –dicho sea de paso— sus respectivos picos de oro también deberían gobernar adecuadamente la boca, porque el documento dice lo que dice. Sin embargo, algunos han empezado ya a pasarse de rosca. Un alto dirigente de Rifondazione Comunista ha declarado: “Tras la negativa de la FIOM, los comunistas y la izquierda alternativa estamos ante una encrucijada, a saber, o cambia la política de Prodi o salimos del Gobierno”. Uno que se ha ido de la lengua, porque sin quitar importancia a la FIOM y a su decisión, el panorama sindical es muchísimo más amplio, y –sobre todo— porque todavía los trabajadores no se han pronunciado. Esa lengua, Giannini, esa lengua...


Repito, todos los partidos deben hablar en la dirección que estimen conveniente. Por varias razones: porque la independencia de cada organización es un bien democrático y, además, porque el tema (las pensiones y el Estado de bienestar) es un tema político de primer orden. Es más, por ambas razones las organizaciones políticas no deberían actuar como la fiel infantería o los voceros (directos o indirectos) de las diversas posiciones sindicales. Éstas, por lo demás, deben ser independientes de los partidos y de las fracciones de cada partido.


La palabra la tienen los trabajadores, todos los trabajadores. Las cosas claras: el conjunto asalariado y los pensionistas no tienen ante sí un juicio a las organizaciones sindicales ni a las formaciones políticas, se expresen éstas en una u otra dirección. Están llamados a juzgar un documento y los contenidos que tiene relatados. Y, con toda seguridad, eso hará la inmensa mayoría del personal: estoy convencido que la participación será ejemplarmente altísima. Y, salga lo que salga, sin trampa ni cartón.


Por lo demás, es sabido que –en nuestros lares y fuera de ellos— se considera sindicalmente el referéndum con escasa simpatía. Es más diría que no es infrecuente que su uso sea instrumental. Por ejemplo, si una parte del comité de empresa (da igual a qué sindicato pertenecen sus miembros) ha quedado en minoría ante la decisión favorable a firmar el convenio llama a la convocatoria de una consulta. Lógicamente la mayoría (sea quien sea) dice que naranjas de la China, que no. O sea, existe algo así como un accidentalismo instrumental frente a la figura del referéndum. Como se puede ver, el caso italiano que estamos comentando no va por ahí. Se orienta a una participación inteligente de los trabajadores, previamente normada, precisamente para garantizar la contundencia icástica del hecho participativo. Ahora bien, el referéndum no debe ser visto como un fetiche; es simplemente un instrumento de democracia próxima, vecina: nada más y nada menos.

lunes, 10 de septiembre de 2007

REVISITANDO LOS ORIGENES DE COMISIONES OBRERAS

O qué utilidades depara esa excursión para estos tiempos de ahora.


Andrés Querol me ha pedido que hable en la Escuela Angel Rozas “sobre los primeros pasos de Comisiones Obreras”. He aquí el texto de mi intervención. La idea es que los jóvenes sindicalistas tengan de antemano estas reflexiones. De esta manera robaré menos tiempo al hipotético coloquio y el resto de los discursos previstos.


José Luis López Bulla (1)


Primero


Son muchos los pensadores que afirman que analizar el pasado conduce a estar al tanto de las cosas presentes y venideras. Naturalmente, todo depende de cómo se enfoque la mirada. Procuraré esmerarme en esa mirada a la hora de revisitar los orígenes de Comisiones Obreras para que estas reflexiones tengan, como propósito central, las utilidades más convenientes con la idea de encarar razonablemente los retos de nuestro tiempo. En todo caso, me importa aclarar de entrada que esta intervención no tiene pretensiones de estudio histórico. Por varias razones: no soy historiador y no creo que los protagonistas de los acontecimientos sean capaces de hacer una adecuada historiografía, ni siquiera aproximadamente objetiva. Así pues, aquí estoy –cosa que agradezco a los responsables de la Escuela Angel Rozas-- para ofrecer unos pespuntes, siempre subjetivos, con la mirada de hoy, de lo que fueron los primeros andares de Comisiones Obreras.

Aunque no hay un momento fundacional concreto, sí estamos en condiciones de aclarar que, en los primerísimos años de la década de los sesenta, existe ya un movimiento de trabajadores que, de manera significativamente descentralizada, está luchando por toda una serie de reivindicaciones muy centradas todas ellas en las condiciones de trabajo. No obstante, debemos señalar que, mucho antes de ese movimiento, se han producido importantes movilizaciones obreras en Catalunya y España. El movimiento –el que motiva estas reflexiones-- tiene un `origen´ inmediato: las posibilidades legales que permite la Ley de Convenios colectivos de 1958. Dicho texto, aprobado por las Cortes franquistas de la Dictadura, abre la posibilidad de que, en los centros de trabajo de una determinada dimensión, los representantes de los trabajadores, elegidos en las elecciones sindicales, puedan negociar el convenio colectivo de centro de trabajo y, con más restricciones todavía, los acuerdos colectivos de ramo profesional. Naturalmente se trata de una legislación restrictiva en un contexto --¿hace falta recordarlo?-- de ausencia de libertades democráticas; más todavía de dura represión de las mismas: una represión amplia que va desde los despidos patronales a las detenciones y encarcelamientos. Esta ley del 58 da voz (también la quita) a los jurados de empresa (la representación de los trabajadores) para poder negociar directamente con la patronal, substituyendo las reglamentaciones salariales que se decidían unidireccionalmente desde el Ministerio de Trabajo. Como es natural, la ley era una medida que necesitaba la peculiar forma de capitalismo de entonces que, a la chita callando, iba dejando de ser autárquico en España; por tanto, la medida convenía a las formas de desarrollo económico que, aunque muy retrasadas con relación a Europa, empezaban a disfrazarse de neocapitalismo a la española.

De manera que, en la gran empresa, con sus particulares características prototayloristas, empiezan a crearse ciertas condiciones para la reivindicación, cuyo objetivo es el intento de negociación, y para ello es necesaria la auto-organización de los trabajadores. Los sindicatos democráticos clandestinos no ven –no pueden o no saben ver-- las novedades que se abren. Aunque no estoy en condiciones de aclarar el orden de prelación de estas dificultades, diré que los motivos de esta dificultad son los siguientes: 1) la represión política que sistemáticamente descabezaba todo intento de organización que, por lo demás, era clandestina; 2) la natural desconfianza con relación a las medidas de la Ley de convenios y la de las elecciones sindicales, y habrá que recordar que el planteamiento de los sindicatos clandestinos, en relación con ambas leyes, era de boicot. Ahora bien, apunto –desde luego, con los ojos de hoy-- a otra explicación que, hasta la presente, no ha sido ni siquiera insinuada.

Pero, a mi juicio, lo más determinante era que el sindicalismo democrático tradicional –me permito esta absurda expresión, `sindicalismo´ y `democrático´ porque el sindicalismo sólo puede ser democrático— era, dicho de forma contundente, un sujeto externo al centro de trabajo. O, si se prefiere de una manera bondadosa, un sujeto parcialmente externo al centro de trabajo. Así pues, las centrales sindicales, anteriores a la guerra civil, eran unas organizaciones externas al centro de trabajo. Porque no consiguieron capacidad contractual en el interior de la fábrica. Así pues, las organizaciones clandestinas (UGT y CNT, perseguidas implacablemente por la dictadura, al igual que las fuerzas democráticas), además de ser lógicamente recelosas de los tímidos cambios que se iban operando, eran por situación (la clandestinidad) y por inercia (sujetos externos al centro de trabajo) organizaciones que no podían ver lo que estaba apareciendo en la realidad. Incluso el comunismo español y catalán fluctuaba, todavía a principios de los sesenta, entre el aprovechamiento de la UGT clandestina y la creación de un grupúsculo sindical, no menos clandestino, como lo fue la Oposición Sindical Obrera (OSO) que, dicho sea con desparpajo, eran cuatro y el cabo.

Mientras tanto, iba apareciendo un movimiento natural: ante cada problema surgían unas comisiones de obreros –unas comisiones obreras, que debemos escribir en minúsculas— que tomaban nota de las aspiraciones del personal, hablaban con la dirección e intentaban, negociando, sacar algo en claro para los trabajadores y sus familias. Conseguido el petitorio o agotado éste, de una u otra forma, el conflicto desaparecía la comisión obrera. Era pues un movimiento fugaz y pasajero. La novedad de estas comisiones de obreros (o comisiones obreras) es que eran un sujeto que estaba en el interior del centro de trabajo y, por lo tanto –ya fuera por necesidad, intuición o sentido común--, el análisis de aquel microcosmos y la reivindicación estaban en aproximada consonancia con los cambios que se iban operando. Comoquiera que no estamos aquí para establecer una cronología de los hechos, diré que se van incrementando las situaciones fugaces y pasajeras y, unas y otras, van adquiriendo una moderada estabilidad. Esto es, lo fugaz se va transformando en permanente. Las comisiones obreras acaban sacando unas mínimas ventajas de constituirse, en los centros de trabajo, en organismos que no se disuelven una vez acabado el conflicto, es decir, se mantienen en grupos estables y permanentes. Empiezan a ser Comisiones Obreras (así en mayúsculas). Cierto, todavía tendrá que llover lo suyo para que ese movimiento decida darse una estructuración de ramo profesional, pero los postigos de la ventana se han abierto de par en par.

El camino que se abre es: si somos un sujeto interno en la fábrica ¿qué orientación central se da a ese movimiento? ¿debe ser clandestino, semiclandestino, abierto? Un movimiento clandestino tiene, en teoría, la ventaja de ser menos vulnerable a la represión; en cambio si es abierto y público, la evidente ventaja es que la conexión directa con los trabajadores es, como hipótesis, mayor, aunque más vulnerable a los diversos tipos de represión. La solución a esta incógnita viene con una primera maduración de nuestras experiencias: el aprovechamiento de los resquicios legales que (parcialmente) posibilita la Dictadura y su combinación con formas ilegales o paralegales de acción colectiva. Por así decir, esta opción era más fiable que organizarse clandestinamente y, desde ahí, convocar por ejemplo un acto ilegal, como lo era la huelga, considerada como delito de rebelión. Por ahí fuimos, especialmente porque, en ese sentido, el comunismo español y catalán se esforzaron en que esa vereda era la más apropiada, y tenían razón. Entre paréntesis, diré que esta fue la orientación que Giuseppe Di Vittorio, a mediados de los años veinte, impuso al sindicalismo italiano en su lucha contra Mussolini, de un lado, y –según supimos posteriormente-- este camino fue el que intentó poner en marcha Joan Peiró, el gran dirigente de la CNT, en la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Por lo demás, parece probado que Stalin aconsejó muy vivamente a los comunistas españoles, a principios de los cincuenta, una orientación similar, provocando, al principio, una sorpresa mayúscula de Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo. Cierro paréntesis. Aclaro, hasta donde yo me sé, nosotros no conocíamos los planteamientos de Giuseppe Di Vittorio ni nadie citó las orientaciones de Joan Peiró.

Bien, se trataba de optar por consolidar la línea fuerza que, tendencialmente, era la expresión autónoma de aquel movimiento original que teníamos en las manos. Nuestro movimiento debía ser abierto y no clandestino, capaz de combinar las posibilidades de la legislación franquista con las formas paralegales e, incluso, ilegales. Naturalmente esta opción también estaba expuesta a la represión. Pero la solidaridad con los represaliados era mayor si el movimiento tenía esas características públicas.

Soy de la opinión que la discontinuidad histórica que representa aquel movimiento es, precisamente, ser un sujeto interno del centro de trabajo. Lo demuestra la preocupación fundamental: la elaboración de la plataforma reivindicativa, basada (como se ha indicado anteriormente) en las condiciones de trabajo. Es, a partir de esta consideración, de donde se desprenden las originales características de aquella acción colectiva. Tal vez la primera sea la relación entre representatividad y representación de las ya Comisiones Obreras. Llamo `representatividad´ a la capacidad de asumir las anhelos de los trabajadores; y defino la `representación´ como el nivel de apoyo que tales trabajadores ofrecen, de manera fugaz o estable, a los grupos coordinadores de CC.OO., que es de lo que estamos hablando ahora. Ya que esos grupos son un sujeto interno en el centro de trabajo y, comoquiera, que hay un vínculo estrecho entre representatividad y representación, la conclusión evidente es la naturalidad del quehacer democrático y participativo de los trabajadores en aquella acción colectiva, en aquel movimiento. Es lo que he llamado, en otras ocasiones, la democracia próxima, vecina. En suma, es un movimiento de trabajadores que conformará a la larga un sindicato-de-los-trabajadores y no un sindicato-para-los-trabajadores. Que tiene su arranque en –me interesa repetir el concepto— la naturalidad del quehacer democrático y participativo. Y porque si el vínculo que atraviesa la condición asalariada (obrera, diríamos en aquellos tiempos) es de naturaleza social, es claro que quien es un sujeto interno en el centro de trabajo, de manera fácil aúna la representatividad y la representación en torno a la unidad social de masas. Es decir, construye un movimiento unitario: el que se desprende del vínculo social. Parece claro que cuando el sindicalismo era un sujeto externo al centro de trabajo, la contaminación político-partidaria (que separa, legítimamente, a los trabajadores) era una potente interferencia para la unidad del sindicalismo.

Ahora bien, este hiato entre sujeto interno y unidad precisa unas propiedades que estén en concordancia entre sí y con el proyecto unitario. Primero, la representatividad y la representación se concretan en la asamblea en torno a un bidón, un andamio, una mesa de despacho o un pupitre: la democracia próxima, vecina, que construye la plataforma reivindicativa y diseña el (hipotético) ejercicio del conflicto social. Ahí se dibuja la independencia de esa asamblea y el establecimiento de su propia autonomía. La independencia no como elemento en negativo, sino como expresión positiva de depender sólo y sólamente de la representatividad y representación que se ostentan cotidianamente. La auto-nomía como catálogo implícito de unas normas rudimentarias, aunque sólidas que consuetudinariamente se entienden con naturalidad como obligatorias y obligantes, no como mandato estatutario. Es decir, la independencia sindical, así las cosas, no es el resultado de un constructo sino la consecuencia (y, a la vez, el origen) de la elaboración de la plataforma reivindicativa, decidida y apoyada en la asamblea de todos los trabajadores. Es, desde ahí, como se va edificando el andamio de la independencia frente a todos y todo lo que no sea el interés concreto de ese conjunto asalariado.

Una prueba de la sofisticación de nuestro análisis aparece por escrito en la Asamblea de Orcasitas (Abril de 1967). Allí se dejó escrito que propugnábamos un sindicalismo de clase, independiente de la patronal y de todos los partidos políticos (incluidos los partidos obreros); que apostábamos decididamente por las libertades sindicales y el derecho de huelga en todos los países, con independencia de su carácter social e institucional. Estábamos afirmando que, incluso en el socialismo, el sindicalismo y el movimiento de los trabajadores debían ser plenamente independientes, autónomos y contar con el ejercicio de los derechos (incluida la huelga) de todo tipo. En otras palabras, nuestras formulaciones no eran intuiciones u ocurrencias improvisadas, sino la concatenación de unas premisas que venían establecidas tras el hecho incontrovertible de que `aquello´ era un sujeto en el interior del centro de trabajo.

En todo caso (y sin excluir no pocas intuiciones) parece oportuno traer a colación una prueba del razonamiento. Explica el maestro Tuñón de Lara en su Historia de España la importancia de un artículo que Marcelino publicó en el número de Junio de un lejano 1964 de la revista “Cuadernos para el diálogo” lo siguiente:

[...] A la capital administrativa ha sucedido el Madrid industrial; hoy son millares de obreras, que con sus batas blancas o azules, pasan por Atocha camino de Standard, Telefunken o Phillips hacia las máquinas-herramienta y las cadenas de montaje (2).

Aparentemente esta descripción camachiana podría ser interpretada como un relato costumbrista. Pero tiene mucha más miga. Es la percepción de un paisaje socioeconómico que ha desplazado definitivamente lo anterior: por la calle --de la fábrica hasta casa-- el mono azul de un tipo de trabajo asalariado ha emergido y de esa visibilidad antropológica Marcelino saca sus conclusiones sociopolíticas y culturales.

En estas reflexiones estoy hablando poco del papel de los enlaces sindicales y de los jurados de empresa. La razón es clara: es lo más conocido, lo más historiado. Por eso he intentado relatar lo menos sabido. No obstante, para no dejarme nada en el tintero recordaré que ese `entrismo´ (esa parte del aprovechamiento de los instrumentos legales) fue una pieza fundamental, aunque es, parcialmente, una consecuencia del elemento decisivo: ser un sujeto interno en el centro de trabajo. Porque, al fin y al cabo, los enlaces y jurados eran un eslabón imprescindible de aquella democracia próxima y vecina. Fueron la voz más pública y abierta de aquel movimiento. Que sufrimos una dura represión, es cosa sabida. Pero como queríamos peces, no tuvimos más remedio que mojarnos el culo.

Poco diré sobre una importante cuestión de la cuestión nacional de Catalunya que no se haya afirmado y escrito. Tan sólo haré unas apostillas que considero de interés: nosotros no asumimos plenamente la cuestión nacional con el objeto de impedir la existencia de un sindicato nacionalista. Nosotros lo asumimos, también con naturalidad, porque no concebíamos una separación entre lo social y las coordenadas político-culturales (culturales en el sentido gramsciano, naturalmente) del pueblo de Catalunya. Hasta tal punto que si bien en un principio hablamos de sindicato de clase y nacional, no pasó mucho tiempo en que afirmáramos que éramos un sindicatodeclaseynacional. Que pronunciado queda casi igual pero que escrito afirma la distinción.

Segundo

La generación fundadora eran personas cuarentonas. El mismo Ángel Rozas lo era, al igual que Cipriano García, y un poco mayor el compañero Marcelino Camacho. Lo digo para constatar algo elemental: ninguno de ellos tenía experiencia de dirección sindical, porque, en tiempos del sindicalismo democrático, en la República, eran unos chavalillos. Es decir, aprendieron a dirigir, dirigiendo. Y lo insólito, visto con los ojos de hoy, es que –inexpertos, como eran-- pusieron en marcha un movimiento de proporciones, no sólo de novedosa discontinuidad sino de preñez histórica. La tentación de mitificarles forma parte de la naturaleza humana. Y sobre todo del orgullo, a veces desmesurado, que tenemos las organizaciones con nuestros grandes padres. No fueron y ahora no deben verse como mitos, sino como personas de carne y hueso. Esto lo percibió mi suegro Mingu Roig, obrero de la construcción de Mataró que, cuando oyó hablar a Marcelino Camacho en el Pabellón de Deportes por primera vez, le susurró a Martí Bernasach: “Fixa´t Tonet en Marselinu; aquest company és com jo, però en sap mes” [Fíjate, Tonet en Marcelino; este compañero es como yo, pero sabe más]. En realidad la observación que hizo Mingu Roig era probablemente una parte de la potente conexión sentimental que Marcelino establecía con la gente. Y, añadiría ahora, una expresión más de esa democracia próxima y vecina, que promueve una fuerte relación sentimental con la gente. O, por mejor decir, eran la expresión de la condición asalariada concreta, no ideologizada, que conoce los entresijos del microcosmos de la fábrica. Y, ya que el centro de trabajo había cambiado, era preciso que la mirada de aquellas personas, de carne y hueso, no tuviera telarañas.

Bien, mucho han cambiado las cosas. Y, en buena medida, una explicación es que aquel movimiento de trabajadores puso en crisis muchas cosas. De entrada diré que no se explican las actuales conquistas de los trabajadores sin la aportación de aquella acción colectiva. Pero hoy vivimos otros tiempos que tienen más potencialidades que las de antaño: primero, el ejercicio de las libertades democráticas; segundo, la mayor cantidad de dirigentes sindicales; tercero, la acumulación histórica de experiencias de todo tipo. Naturalmente, hoy os encontráis con otro panorama: una profunda transformación de los aparatos productivos, una economía global y más interdependiente que pone en cuestión los viejos poderes de los Estados nacionales; las emergencias de lo que se llama el Estado de bienestar. Es, pues, a vosotros a quienes compete establecer las discontinuidades convenientes para darle mayor consistencia a la representatividad y representación del sujeto sindical. En pocas palabras, ver el deslizamiento del viejo fordismo hacia otro eje de coordenadas en la acción colectiva general de un mundo asalariado lleno de diversidades. La discontinuidad es, pues, cosa vuestra.

Pero, si nadie se escandaliza por el uso de las palabras, diré que la promoción de tales novedades será más fuerte si se retiene una parcela del sujeto conservador que, en parte, es también el sindicalismo. ¿Conservar qué? La democracia próxima, vecina que conduce a ser un sindicato-de-los-trabajadores. Que es substancialmente diverso de un sindicato-para-los-trabajadores.

Tercero.

Tomo carrerilla para ir acabando. Ya he dicho, al principio, que este relato no pretende ser histórico. Lo cierto es que, cuando los protagonistas de unos acontecimientos se ponen a escribir en términos históricos, se tiene la tentación de dorar no poco la píldora. Corresponde a los historiadores –no a la memoria histórica-- seguir historiografiando los primeros pasos de aquel movimiento. Sin trampa ni cartón, desde luego. Poniendo al descubierto las limitaciones que tuvimos en aquellos tiempos. Porque tengo para mí que, todavía, estar por hacerse una historia crítica de aquellos primeros pasos. No sólo la nuestra, también la de aquellas organizaciones sindicales que nos fueron contemporáneas.


(1) Apertura del curso de otoño 2007 de la Escola de Joves Angel Rozas, de CC.OO. de Catalunya.

(2) Marcelino Camacho: "El fetichismo y la realidad", Cuadernos para el diálogo (Junio de 1964)