viernes, 10 de julio de 2020

Carta firmada por 150 intelectuales en defensa del libre intercambio de ideas y en contra del clima intolerante que se extiende por el mundo




Nota.--- La prensa ha informado que un numeroso grupo de intelectuales norteamericanos ha firmado una carta—manifiesto en defensa del libre intercambio de ideas. Dichos medios han publicado solamente fragmentos. Metiendo bulla edita íntegramente el documento. En apretada síntesis, los intelectuales denuncian la progresiva intolerancia de importantes sectores de la derecha extrema y de ciertas corrientes reivindicativas que se reclaman de izquierdas. La carta se publicó originariamente en Harper´s.


Noam Chomsky y 149 más

Nuestras instituciones culturales afrontan un momento decisivo. Poderosas protestas por la justicia racial y social conducen a demandas largamente esperadas de reforma policial, junto a llamamientos más amplios en pos de mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, y también en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero esta revisión necesaria también ha intensificado un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Mientras aplaudimos el primer elemento, también alzamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo ganan terreno en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una verdadera amenaza a la democracia. Pero no se puede permitir que la resistencia se convierta en su propia forma de dogma o coerción, algo que los demagogos de derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos solo puede alcanzarse si hablamos en contra del clima intolerante que se ha instalado en todas partes.

El intercambio libre de información e ideas, el fluido vital de una sociedad liberal, está cada día más constreñido. Si hemos llegado a esperar eso de la derecha radical, el espíritu censor también se extiende de forma más amplia en nuestra cultura: una intolerancia a las visiones opuestas, una moda de la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver complejos asuntos políticos en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor del discurso contrario robusto e incluso cáustico. Pero ahora es demasiado frecuente oír llamamientos a una retribución rápida y severa en respuesta a lo que se percibe como transgresiones de discurso y pensamiento. Todavía resulta más perturbador que los líderes institucionales, en un espíritu de control de daños atenazado por el pánico, estén entregando apresurados y desproporcionados castigos en vez de reformas meditadas. Se despide a editores por publicar textos polémicos; se retiran libros por una supuesta falta de autenticidad; se impide que los periodistas escriban de algunos temas; se investiga a profesores por citar obras literarias en clase; se despide a un investigador por difundir un estudio académico con revisión de pares; y se expulsa a dirigentes de organizaciones por lo que a veces solo son torpes errores. Sean cuales sean los argumentos en torno a cada incidente particular, el resultado ha sido una constante constricción de los límites de lo que puede decirse sin la amenaza de sufrir represalias. Ya estamos pagando el precio en una mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas que temen por su forma de vida si se alejan del consenso, o incluso si carecen del celo suficiente a la hora de sumarse a él.

Esta atmósfera sofocante acabará por dañar las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, sea a manos de un gobierno represivo o de una sociedad intolerante, daña invariablemente a aquellos que carecen de poder y hace a todos menos capaces de la participación democrática. La forma de derrotar las malas ideas es a través de la exposición, el argumento y la persuasión, no intentando silenciarlas o deseando que no existieran. Rechazamos cualquier falsa elección entre la justicia y la libertad, que no pueden existir una sin la otra. Como escritores necesitamos preservar la posibilidad de un desacuerdo de buena fe sin terribles consecuencias profesionales. Si no defendemos aquello de lo que depende nuestro trabajo, no deberíamos esperar que el Estado o el público lo defiendan por nosotros.


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