Montserrat Fina Barberá
El
poder legislativo, que emana de la voluntad democrática de la ciudadanía, elige
y controla al Gobierno y, por tanto, al poder ejecutivo. Y ambos poderes son
controlados por el poder judicial y constitucional. Esas son las reglas de las
democracias modernas que fijó el camarada Montesquieu que rigen en todas las
democracias avanzadas.
Pero
eso nos lleva a una pregunta inevitable: ¿quién controla a los jueces? En
nuestro modelo constitucional la respuesta es clara: el Consejo General de
Poder Judicial (CGPJ) elegido por el poder legislativo. ¿Se cierra así el
círculo? No, porqué cabe otra pregunta (como en la canción Círculos Viciosos de
Sabina, aunque en realidad su autor fue ese magnífico cronopio de Chicho
Sánchez Ferlosio): ¿quién controla al Consejo General del Poder Judicial? La
respuesta es: nadie, salvo que sus resoluciones no se adecúen a legalidad en
cuyo caso sí puede intervenir la sala de lo contencioso-administrativa del
Tribunal Supremo. Sin embargo hay un mazo de decisiones de enorme trascendencia
práctica que no tiene una relevancia de legalidad: nombramientos en el Tribunal
Supremo –siempre que se guarden ciertas formas, aunque no exentas de
discrecionalidad-, de presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y otros
órganos judiciales dónde no rige la antigüedad en la carrera (el escalafón),
determinación de cuándo existe o no interferencia en la independencia judicial,
iniciación de actividades disciplinarias, concreción de los contenidos
formativos del personal judicial, designación de jueces que ejercen refuerzos
en determinadas plazas judiciales y de quiénes ocupan las anheladas y bien
retribuidas plazas de coordinación con otros países, etc.
De
esta forma, en la práctica el CGPJ se ha constituido en una especie de poder
autónomo dentro del Estado. Y como la experiencia pone en evidencia, por el
intercambio de cromos entre los partidos mayoritarios, no se eligen a las personas más capacitadas o
con más competencias de gestión, sino a los más leales a cada organización
política o a una ideología.
Se
podría decir que algo así ocurre con el Tribunal Constitucional (con similar
mecanismo de elección de magistrados y magistradas), que no tiene contrapesos.
Pero eso no es exactamente así: ahí está el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos (o en el derecho comunitario, el TJUE), que le ha sacado en múltiples
ocasiones los colores. Pero no hay nada equiparable con el sistema de Gobierno
de los jueces.
No
hay “moción de censura” contra el CGPJ ni mecanismos de control externo de sus
decisiones –salvo, como se ha dicho, por ilegalidad-. Es más, mientras que el
Gobierno o las Cortes Generales tienen limitadas por ley sus atribuciones
decisorias cuando están en funciones, no ocurre así con el CGPJ que, pese a
haber finalizado su mandato hace dos años, sigue designando cargos judiciales,
nombrando a presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y otros órganos
judiciales y, en especial, a la cúpula de los jueces, es decir, a los
magistrados y magistradas del Tribunal Supremo.
Ese
núcleo de poder autónomo en el seno del Estado se convierte, por tanto, en un
cogollo ajeno al control democrático de la sociedad. De ahí que quién controla
el CGPJ tiene en su mano el control del Estado por la puerta de atrás.
¿Entienden ahora por qué el PP es tan reticente a cumplir el mandato
constitucional de renovación? No es nuevo: ya ocurrió en el 2006, tras el fin
del Gobierno del PP de Aznar.
Llevo
muchos años como abogada y sé por experiencia que nuestro sistema judicial no
funciona como debiera. Las razones son múltiples. En primer lugar: tenemos un
modelo judicial carente de medios humanos y materiales. Nuestras ratios de
jueces y juezas por número de habitante son ridículas en comparación con otros países
europeos. Y nuestras oficinas judiciales están desprovistas de los más
elementales medios e instrumentos tecnológicos y de personal necesarios para
hacer efectivo el derecho a la tutela judicial efectiva de la ciudadanía.
Visiten ustedes cualquier juzgado y podrán comprobar la precariedad de medios
con los que se trabaja. Y con ello no denigro la actividad que llevan a cabo la
inmensa mayoría de personas que ejercen el poder judicial y el resto del
personal adscrito. Sé que muchos de ellos y ellas superan con creces su jornada
laboral y sus obligaciones. Comparen los medios con que cuenta, por ejemplo, la
Agencia Tributaria. Sin duda que esa falta de instrumentos podría ser soslayada
con mayores caudales públicos. Me dirán que en estos momentos no está ahora el
horno para bollos. Pero es que tampoco en las épocas de “vacas gordas” nadie
pone en funcionamiento el horno…
Pero
el problema más preocupante es el de la conformación de la jurisprudencia que
corresponde al Tribunal Supremo. Con el actual modelo se nombra una cúpula
judicial –el Tribunal Supremo-- dónde lo que se prima no es el conocimiento
jurídico sino la sumisión al dicktat político del partido que, indirectamente
con la mediación del CGPJ, les ha designado.
La práctica pone en evidencia como los y las elegidos/as para ocupar las
plazas del Tribunal Supremo (como ocurre con el Tribunal Constitucional) no
responden en muchas ocasiones –no siempre- a los mejores currículos y
conocimientos profesionales sino a su proximidad a las tesis y estrategias de
los partidos. Y eso empobrece la jurisprudencia y nos lleva a resoluciones
esperpénticas, contrarias a la lógica jurídica.
Y
eso no ocurre sólo en el Tribunal Supremo: si un juez o jueza de un órgano
judicial “inferior” quiere promocionar ya sabe que no se valorará tanto su
acerbo doctrinal, su carrera o sus conocimientos, sino salir en los papeles
dando apoyo a las tesis de los poderes o su asistencia a determinados actos,
comidas (véase los comensales que compartieron mesa con Villarejo), etc. Y con
eso no estoy atacando a la mayoría de las personas que ejercen su función
jurisdiccional, que se sacrifican calladamente en su día a día.
A
una conclusión similar cabría llegar respecto al Tribunal Constitucional.
Comparen ustedes las resoluciones dictadas hasta la década de los noventa con
las actuales. Con eso está todo dicho.
De
esta forma se ha ido conformando una especie de “mazacote” en el poder judicial
conformado por personas que ejercen la jurisdicción cercanas a los poderes políticos (tanto del PP como
del PSOE), pero también de los poderes económicos –y con contactos mediáticos-.
Y, se me olvidaba, algo similar está ocurriendo con el Ministerio Fiscal. Y
ello por no hablar de la inefable Audiencia Nacional, creada antes de la
Constitución para sustituir al Tribunal de Orden Público (que, a su vez,
sustituyó al Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el
Comunismo) y que no tiene ningún reflejo en otros ordenamientos de tipo
federal, como Alemania o los Estados Unidos. O de unos cuerpos policiales –que
a diferencia del ejército no fueron depurados en la Transición-, que son
también policía judicial, que durante bastantes años han actuado al margen de
los jueces al albur de meros intereses políticos. ¿Les suena eso de la “policía
patriótica”?
Todo
ello está degradando hasta la náusea no sólo el gobierno de los jueces, sino
también, especialmente, los límites del ejercicio de la función jurisdiccional.
Quién se aparta no sale en la foto y ve cercenada cualquier aspiración de
promoción. Eso, en el mejor de los casos, no sea que si se aparta mucho se le
suspenda o se le expulse de la carrera judicial por cohecho. Que se lo pregunte
a Baltasar Garzón.
Ese
mazacote decidió hace tiempo superar el papel meramente jurisdiccional e
inmiscuirse en funciones “parapolíticas” convirtiéndose en una especie de
control extrajudicial de cuestiones que superaban la judicial. Se forzó la ley
para analizar aspectos que no eran meramente jurídicos. Quizás cabría buscarse
el origen en las políticas antiterroristas de los años noventa (también aquí
algo habría que preguntarle a Garzón), aunque en ese caso el Tribunal Europeo
de Derechos Humanos amparó esas prácticas por una mera lógica humana fácilmente
comprensible: quién vulnera el más elemental derecho fundamental a la vida no
puede invocar en su favor el resto de derechos fundamentales. Pero esa
excepción comprensible se fue luego generalizando: Atutxa, Ibarretxe, medios de
comunicación nacionalista vascos… Aunque
el TEDH ha condenado a España por esas extralimitaciones la tentación ha
resultado ya imparable; se ha extendido como una mancha de aceite en todo
aquello que se apartaba de la lectura restringida en determinadas instancias de
la Constitución. Cualquier jurista que
no esté infectado por el ruido que nos rodea intuye que buena parte de pronunciamientos
puede ser fácilmente criticados en el futuro por el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos. Sin embargo, al mazacote conformado le resulta indiferente.
Eso ocurrirá de aquí unos años, cuando muchos de ellos no estén sus cargos
–probablemente porque consideran que habrán ascendido a otros grados
superiores- y que, en todo caso, ello no tendrán responsabilidad patrimonial
alguna y podrán seguir medrando.
El
discurso iliberal –Enric Juliana dixit-- se ha instaurado así en un núcleo de
poder esencial del Estado español. Y lo que es más grave: sin control de ningún
tipo. Es más, todo ello está siendo jaleado por determinados medios de
comunicación –y evidentes intereses de determinados intereses económicos-.
Tengo
la impresión que los golpes de estado ya no se dan últimamente con el ejército
en la calle, sino tensionando el “deep state” (la denominada “Brigada Aranzadi)
y determinados medios de comunicación. Véase Brasil o Bolivia como ejemplo.
Todo
vale contra un gobierno progresista, no sea que se toquen los privilegios de
los más favorecidos. Pero, como decía Venancio Sacristán –y cada día nos lo
recuerda este blog-- lo primero es antes. Y lo primero es denunciar el uso
ilegítimo de los poderes del Estado para desvirtuar la democracia en favor de
unos pocos.
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