domingo, 11 de octubre de 2020

¿Quién controla al Consejo General del Poder Judicial?


 

Montserrat Fina Barberá

 

El poder legislativo, que emana de la voluntad democrática de la ciudadanía, elige y controla al Gobierno y, por tanto, al poder ejecutivo. Y ambos poderes son controlados por el poder judicial y constitucional. Esas son las reglas de las democracias modernas que fijó el camarada Montesquieu que rigen en todas las democracias avanzadas.

Pero eso nos lleva a una pregunta inevitable: ¿quién controla a los jueces? En nuestro modelo constitucional la respuesta es clara: el Consejo General de Poder Judicial (CGPJ) elegido por el poder legislativo. ¿Se cierra así el círculo? No, porqué cabe otra pregunta (como en la canción Círculos Viciosos de Sabina, aunque en realidad su autor fue ese magnífico cronopio de Chicho Sánchez Ferlosio): ¿quién controla al Consejo General del Poder Judicial? La respuesta es: nadie, salvo que sus resoluciones no se adecúen a legalidad en cuyo caso sí puede intervenir la sala de lo contencioso-administrativa del Tribunal Supremo. Sin embargo hay un mazo de decisiones de enorme trascendencia práctica que no tiene una relevancia de legalidad: nombramientos en el Tribunal Supremo –siempre que se guarden ciertas formas, aunque no exentas de discrecionalidad-, de presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y otros órganos judiciales dónde no rige la antigüedad en la carrera (el escalafón), determinación de cuándo existe o no interferencia en la independencia judicial, iniciación de actividades disciplinarias, concreción de los contenidos formativos del personal judicial, designación de jueces que ejercen refuerzos en determinadas plazas judiciales y de quiénes ocupan las anheladas y bien retribuidas plazas de coordinación con otros países, etc.

De esta forma, en la práctica el CGPJ se ha constituido en una especie de poder autónomo dentro del Estado. Y como la experiencia pone en evidencia, por el intercambio de cromos entre los partidos mayoritarios,  no se eligen a las personas más capacitadas o con más competencias de gestión, sino a los más leales a cada organización política o a una ideología.

Se podría decir que algo así ocurre con el Tribunal Constitucional (con similar mecanismo de elección de magistrados y magistradas), que no tiene contrapesos. Pero eso no es exactamente así: ahí está el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (o en el derecho comunitario, el TJUE), que le ha sacado en múltiples ocasiones los colores. Pero no hay nada equiparable con el sistema de Gobierno de los jueces.

No hay “moción de censura” contra el CGPJ ni mecanismos de control externo de sus decisiones –salvo, como se ha dicho, por ilegalidad-. Es más, mientras que el Gobierno o las Cortes Generales tienen limitadas por ley sus atribuciones decisorias cuando están en funciones, no ocurre así con el CGPJ que, pese a haber finalizado su mandato hace dos años, sigue designando cargos judiciales, nombrando a presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y otros órganos judiciales y, en especial, a la cúpula de los jueces, es decir, a los magistrados y magistradas del Tribunal Supremo.

Ese núcleo de poder autónomo en el seno del Estado se convierte, por tanto, en un cogollo ajeno al control democrático de la sociedad. De ahí que quién controla el CGPJ tiene en su mano el control del Estado por la puerta de atrás. ¿Entienden ahora por qué el PP es tan reticente a cumplir el mandato constitucional de renovación? No es nuevo: ya ocurrió en el 2006, tras el fin del Gobierno del PP de Aznar.

Llevo muchos años como abogada y sé por experiencia que nuestro sistema judicial no funciona como debiera. Las razones son múltiples. En primer lugar: tenemos un modelo judicial carente de medios humanos y materiales. Nuestras ratios de jueces y juezas por número de habitante son ridículas en comparación con otros países europeos. Y nuestras oficinas judiciales están desprovistas de los más elementales medios e instrumentos tecnológicos y de personal necesarios para hacer efectivo el derecho a la tutela judicial efectiva de la ciudadanía. Visiten ustedes cualquier juzgado y podrán comprobar la precariedad de medios con los que se trabaja. Y con ello no denigro la actividad que llevan a cabo la inmensa mayoría de personas que ejercen el poder judicial y el resto del personal adscrito. Sé que muchos de ellos y ellas superan con creces su jornada laboral y sus obligaciones. Comparen los medios con que cuenta, por ejemplo, la Agencia Tributaria. Sin duda que esa falta de instrumentos podría ser soslayada con mayores caudales públicos. Me dirán que en estos momentos no está ahora el horno para bollos. Pero es que tampoco en las épocas de “vacas gordas” nadie pone en funcionamiento el horno…

Pero el problema más preocupante es el de la conformación de la jurisprudencia que corresponde al Tribunal Supremo. Con el actual modelo se nombra una cúpula judicial –el Tribunal Supremo-- dónde lo que se prima no es el conocimiento jurídico sino la sumisión al dicktat político del partido que, indirectamente con la mediación del CGPJ, les ha designado.  La práctica pone en evidencia como los y las elegidos/as para ocupar las plazas del Tribunal Supremo (como ocurre con el Tribunal Constitucional) no responden en muchas ocasiones –no siempre- a los mejores currículos y conocimientos profesionales sino a su proximidad a las tesis y estrategias de los partidos. Y eso empobrece la jurisprudencia y nos lleva a resoluciones esperpénticas, contrarias a la lógica jurídica.

Y eso no ocurre sólo en el Tribunal Supremo: si un juez o jueza de un órgano judicial “inferior” quiere promocionar ya sabe que no se valorará tanto su acerbo doctrinal, su carrera o sus conocimientos, sino salir en los papeles dando apoyo a las tesis de los poderes o su asistencia a determinados actos, comidas (véase los comensales que compartieron mesa con Villarejo), etc. Y con eso no estoy atacando a la mayoría de las personas que ejercen su función jurisdiccional, que se sacrifican calladamente en su día a día.

A una conclusión similar cabría llegar respecto al Tribunal Constitucional. Comparen ustedes las resoluciones dictadas hasta la década de los noventa con las actuales. Con eso está todo dicho.

De esta forma se ha ido conformando una especie de “mazacote” en el poder judicial conformado por personas que ejercen la jurisdicción cercanas  a los poderes políticos (tanto del PP como del PSOE), pero también de los poderes económicos –y con contactos mediáticos-. Y, se me olvidaba, algo similar está ocurriendo con el Ministerio Fiscal. Y ello por no hablar de la inefable Audiencia Nacional, creada antes de la Constitución para sustituir al Tribunal de Orden Público (que, a su vez, sustituyó al Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo) y que no tiene ningún reflejo en otros ordenamientos de tipo federal, como Alemania o los Estados Unidos. O de unos cuerpos policiales –que a diferencia del ejército no fueron depurados en la Transición-, que son también policía judicial, que durante bastantes años han actuado al margen de los jueces al albur de meros intereses políticos. ¿Les suena eso de la “policía patriótica”?

Todo ello está degradando hasta la náusea no sólo el gobierno de los jueces, sino también, especialmente, los límites del ejercicio de la función jurisdiccional. Quién se aparta no sale en la foto y ve cercenada cualquier aspiración de promoción. Eso, en el mejor de los casos, no sea que si se aparta mucho se le suspenda o se le expulse de la carrera judicial por cohecho. Que se lo pregunte a Baltasar Garzón.

Ese mazacote decidió hace tiempo superar el papel meramente jurisdiccional e inmiscuirse en funciones “parapolíticas” convirtiéndose en una especie de control extrajudicial de cuestiones que superaban la judicial. Se forzó la ley para analizar aspectos que no eran meramente jurídicos. Quizás cabría buscarse el origen en las políticas antiterroristas de los años noventa (también aquí algo habría que preguntarle a Garzón), aunque en ese caso el Tribunal Europeo de Derechos Humanos amparó esas prácticas por una mera lógica humana fácilmente comprensible: quién vulnera el más elemental derecho fundamental a la vida no puede invocar en su favor el resto de derechos fundamentales. Pero esa excepción comprensible se fue luego generalizando: Atutxa, Ibarretxe, medios de comunicación nacionalista vascos…  Aunque el TEDH ha condenado a España por esas extralimitaciones la tentación ha resultado ya imparable; se ha extendido como una mancha de aceite en todo aquello que se apartaba de la lectura restringida en determinadas instancias de la Constitución.  Cualquier jurista que no esté infectado por el ruido que nos rodea intuye que buena parte de pronunciamientos puede ser fácilmente criticados en el futuro por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Sin embargo, al mazacote conformado le resulta indiferente. Eso ocurrirá de aquí unos años, cuando muchos de ellos no estén sus cargos –probablemente porque consideran que habrán ascendido a otros grados superiores- y que, en todo caso, ello no tendrán responsabilidad patrimonial alguna y podrán seguir medrando.

El discurso iliberal –Enric Juliana dixit-- se ha instaurado así en un núcleo de poder esencial del Estado español. Y lo que es más grave: sin control de ningún tipo. Es más, todo ello está siendo jaleado por determinados medios de comunicación –y evidentes intereses de determinados intereses económicos-.

Tengo la impresión que los golpes de estado ya no se dan últimamente con el ejército en la calle, sino tensionando el “deep state” (la denominada “Brigada Aranzadi) y determinados medios de comunicación. Véase Brasil o Bolivia como ejemplo.

Todo vale contra un gobierno progresista, no sea que se toquen los privilegios de los más favorecidos. Pero, como decía Venancio Sacristán –y cada día nos lo recuerda este blog-- lo primero es antes. Y lo primero es denunciar el uso ilegítimo de los poderes del Estado para desvirtuar la democracia en favor de unos pocos.

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