viernes, 31 de mayo de 2013

EL ATAQUE A LAS PENSIONES Y LOS PODERES PARALELOS


Nota editorial. Los bomberos de Pamplona entregando un día de salario para las necesidades de los desempleados. 


La mayoría de la llamada Comisión de Sabios que ha elaborado el proyecto de contrarreforma de las pensiones habla con la voz engolada de las empresas de seguros y de las entidades financieras. No es una sospecha sino la constatación de dónde prestan o han prestado sus servicios estos «curanderos sociales»: así llamó la celebérrima   Beatrice Webb a este tipo de personas que hoy han adquirido la respetable categoría de expertos, algunos de ellos descendientes del maestro Liendre, que de todo sabe y de nada entiende. Aunque tal vez la cosa se remonte a Cicerón quien destempladamente dejó dicho aquello de «asinus asinum fricat» (un borrico que elogia a otro borrico), siendo el primero un curandero social y el segundo es el poder que encarga el dictamen. En todo caso se trata de una cofradía que es el eco de los poderes.  

En realidad estos poderes se han convertido en auténticos poderes paralelos que ya no se colocan de manera excéntrica con respecto al tradicional círculo parlamento – gobierno (y al margen de toda publicidad) sino en el corazón mismo de la política con unas decisiones que ya no son coyunturales sino de largo recorrido. La consecuencia fundamental es que los partidos  mayoritarios han perdido la capacidad de ser los representantes y canalizadores de la tensión social e incluso de la capacidad de realizar el «intercambio»  que permitía el funcionamiento del sistema de integración social y el gobierno político. De ahí que estos actores tradicionales (esos partidos mayoritarios) se han convertido en marginales con relación a las formas de conflictividad y las nuevas expectativas de amplísimas masas que antes se sentían, en mayor o menor grado, representados por dichos partidos. Hablando en plata: de la pérdida de representación de la izquierda mayoritaria, de un lado; y, de otro, la separación  entre los cada vez más debilitados centros de la representación política y los cada vez más robustos centros de los poderes.

Vamos a ver, precisamente en toda esta negra historia de la anunciada contrarreforma de las pensiones, de qué manera se comporta la oposición. Ya hemos dicho en Alerta: ataque brutal a las pensiones que el objetivo gubernamental es el cambio de metabolismo, esto es, que la Seguridad Social deje de ser un sistema solidario para convertirse en un sistema de capitalización. Y, así las cosas, las entidades financieras (vale decir, los poderes paralelos) puedan gestionar directamente (en clave de negocio)  esos ingentes recursos hasta ahora públicos sin controles democráticos. (Mientras tanto, y dentro de esa lógica, plantean medidas en esa dirección: bonificaciones fiscales a los fondos de pensiones). Precisamente por ello, una parte de la oposición (las derechas nacionalistas periféricas) harán lo que tradicionalmente han llevado a la práctica: aparentar que ponen el grito en el cielo par después negociar con el gobierno cuatro chucherías adobadas con algunos arreos espirituales, y a continuación –en el momento de la verdad--  doblar el espinazo (sarna con gusto no pica).

 

Esta es la oportunidad, pues, de que la izquierda se meta en harina. Mejor dicho: que la izquierda mayoritaria se meta en harina. Lo que, con cierta aproximación, querría decir lo que sigue: poner en marcha, junto a la izquierda activa, un recorrido conjunto de defensa del carácter público de las pensiones y decididamente contrario a las propuestas de los curanderos sociales. Por supuesto, junto a la presión del sindicalismo y el conjunto de los movimientos sociales que en ello se empeñen.      


Post scriptum.  Discrepo de algunos analistas que afirman que la economía le ha ganado la mano a la política. Yo veo las cosas de otra manera: la política instalada ha decidido servir peristálticamente los intereses de los altos grupos de presión económicos. Así pues, no se trata tanto de una usurpación de funciones como de la servidumbre de esos políticos hacia los poderosos.      

miércoles, 29 de mayo de 2013

ALERTA: ATAQUE BRUTAL A LAS PENSIONES

Todo indica que pintan bastos para los jubilados y pensionistas.  Es lo que se desprende de la filtración de las conclusiones de la llamada Comisión de Sabios (la mayoría de ellos son exponentes reconocidos de las empresas de seguros privados) que ha elaborado una propuesta de reforma de las pensiones por encargo del Gobierno. Una reforma que está concebida sobre la base de la Seguridad social entendida como sistema de capitalización y no como sistema de solidaridad.

Hasta la presente daba la sensación que este inmenso colectivo (más de diez millones de personas) se había instalado en una especie cándida inocencia: «no se atreverán a meterle mano a las pensiones». Es una especie de inercia con relación al pasado: los jubilados y pensionistas eran el colectivo más halagado por los partidos políticos, que tenían más posibilidades de gobernar, en vísperas electorales, prometiéndoles casi el oro y el moro. Más todavía, el grupo dirigente del Partido popular reiteró con palabras que, después alcanzaron acentos retestinados, que las «pensiones no se tocarían». Ahora estamos en el momento de la verdad.

Por otra parte, el piquete mediático del gobierno dirá, a buen seguro, que –tras esa reforma mendaz--  las pensiones seguirán manteniendo los poderes adquisitivos ocultando al gran público los nuevos mecanismos de cálculo de la pensión, que ya no será (si no se impide) en base a la evolución de los precios sino a otras variables, por ejemplo: la evolución de la Seguridad social, la esperanza de vida y otras.  

Sépase que esta contrarreforma que representa una tremenda cesura en la historia del Estado de bienestar en España no está para ser aplicada ad calendas graecas, sino para ahora mismo.  Precisamente en un ahora mismo cuando las pensiones (ya de por sí deterioradas en su poder adquisitivo) están sirviendo de colchón para mantener al conjunto de las familias cuyos miembros están en paro. En resumidas cuentas, una contrarreforma que plantea una enorme responsabilidad al sindicalismo confederal, a la izquierda política y a todas las asociaciones de la llamada tercera edad.

Estoy firmemente convencido de que el sindicalismo confederal estará a la altura en la necesaria respuesta a tanto despropósito.



miércoles, 22 de mayo de 2013

«MUCHA EDUCACIÓN NO ES BUENA»





Debo esta noticia a una información que Carlos Mejía, sindicalista de la CGT (Perú) ha colgado en facebook.

Digamos, de entrada, que por lo menos este caballerete va de frente y no se anda con requilorios. Como debe ser. No tardaremos mucho en que el desparpajo del tal Bullard acabe contagiando a sus congéneres españoles ya sean políticos de caspa abundosa, curanderos sociales y tertulianos de garrafón. Si he traído a colación las declaraciones de este personaje es porque inciden en la línea argumental que un servidor planteaba recientemente en LA ESPAÑA DE SECANO CONTRA LA DE REGADÍO

Un primer comentario sobre dichas declaraciones sería interrogarnos sobre el alcance del significado de «mucha educación». Esto es, ¿cuál es el diapasón de esa «mucha», ¿hasta dónde llega? Pongamos que hablo de matemáticas, ¿alcanzaría al conocimiento de los números de Cantor o se quedaría en las ecuaciones de primer grado? O, cambiando de disciplina, ¿los conocimientos de historia se limitarían a las hazañas de don Rodrigo Díaz de Vivar, famoso campeador burgalés o irían más allá?  Eso es algo que debería aclarar la derechona que, todo indica, ha derrotado de momento a la vieja derecha ilustrada con la que era posible darse los «buenos días» sin temor a que te arreasen un cristazo en la frente.

Yo entiendo –esta es una suposición, naturalmente--  que esta derechona de viejo aguardiente a granel no está interesada en que los de abajo sobrepasen qué hay más allá de la regla de tres simple. Y que del viejo Cid Campeador no se sepa sus conocidos devaneos con la morisma, no sea que el héroe castellano se caiga del pedestal. Pues bien, sea cual fuere esa limitada y no «mucha» educación debería, así las cosas, hacer realidad lo que dejó enseñado a sus parciales el tratadista de filosofía política: «Tú me das el reloj que llevas puesto y no te diré qué ora es”. Aunque, entrando en cosas más crematísticas, bien valdría sacar punta al famoso hacendado de la Vega del Bajo Genil. Que decía  no compartir la voracidad del resto de los propietarios de la vega. Afirmaba que tanta bulimia propietaria era el germen de futuras revueltas. “Señores, no hay contradicción alguna entre ser justos y tener el dinero a espuertas. Las matemáticas nos resuelven el problema. Yo mismo me aplico al cuento. A la cuadrilla que siega un terreno cuadrado de dos metros de lado les pago un tanto; y, como es justamente natural, les pago el doble cuando dicho cuadrado tiene un lado que duplica su lado”.

Los jornaleros sabían de antemano, por pura experiencia, dónde estaba la sofistería del hacendado. Pero cuando aprendieron a leer y contar de la mano de Anselmo Lorenzo pudieron demostrar fundadamente la sinvergonzonería (ex ante Wert) del hacendado. Y es que la disputa de poderes tiene sobre todo una componente de disputa de saberes. De ahí que Wert vaya por un lado y Anselmo Lorenzo por su contrario. 

lunes, 20 de mayo de 2013

UN PACTO SOCIAL … POUR QUOI FAIRE?


Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña


Es sabido que don Fernando de los Ríos, un socialdemócrata de la vieja escuela (pese a que era vecino de una ciudad a pocos kilómetros de Santa Fe y de  Parapanda), volvió escandalizado de su famosa entrevista con Lenin (quien, por no ser natural de la Vega, no se caracterizaba por su finura), cuando éste le espetó, en su conversación en francés y ante su proclama de libertad eso de “pour quoi faire?”. En realidad Vladimir Ilich, que era también un ilustrado, no estaba negando la libertad como valor democrático, sino reclamando un para-qué se quería en aquellos momentos revolucionarios, de imposición “manu militari” de una igualdad de tabla rasa, lo que no dejaba de ser inaceptable para un liberal progresista como don Fernando. En definitiva, el viejo (y añejo) debate entre la izquierda no anarquista.

Viene a ello colación simplemente por la frase, respecto al tan manido pacto que los sindicatos llevan reclamando como mecanismo de salida de la crisis en España,  que ahora está en boca de muchos y cuyo posible inicio se acaba de escenificar, aunque con pocas esperanzas de éxito. Parafraseando al líder bolchevique: ¿para que quieren los sindicatos el pacto?
Ya sé la respuesta, sin que nadie me la dé: que la función de un sindicato es pactar e, inevitablemente, será concurrente acudir al ejemplo de los denominados Pactos de la Moncloa, ante la dramática situación de muchas personas y el estado de la economía. Pero creo que es ésa una visión que debe ser matizada.
En efecto: el fin de un sindicato no es pactar. Es, defender los derechos de los trabajadores ante la patronal y los gobiernos. Sin duda que la experiencia acredita que el pacto es la mejor forma de defensa de esos derechos, en tanto que por la situación de subordinación social de los asalariados no se puede pretender imponer a corto plazo hegemonías alternativas. Pero ello no implica que el pacto sea el fin: como el propio conflicto, es el medio. De la misma forma que cuando el sindicato ejerce el conflicto no lo ejerce por él mismo, sino como mecanismo de exteriorización (y canalización) del malestar entre sus representados, cuando llega a un acuerdo lo hace porque pretende mejorar las condiciones de vida de éstos.

Digan lo que digan los economistas neoliberales (y los sociólogos individualistas acríticos), una organización sindical es algo más que un lobby. No se trata sólo de conseguir una regulación convencional o legal más cercana a sus intereses (o, en los últimos tiempos, “menos mala”): también debe tener presente que su objetivo es hacer que el trabajo asalariado sea menos dependiente, que las ideas de emancipación no se desvanezcan (esto es: mantener su alteridad y su alternatividad propositiva) y que el conflicto –aún el que se pierde- genera solidaridades activas (lo que antes se denominaba “consciencia de clase”), más allá de personales enfrentamientos, entre sus sujetos. Repito: el pacto no es el fin; es el medio.

El sindicato sigue siendo prisionero de la cultura del pacto welfariano (aún en mayor medida que de la cultura fordista) Un pacto en el que decidió –también, buena parte de la izquierda- dejar de discutir su alternatividad radical y, por tanto, abandonar la pugna por el  poder en la empresa, por el control social de qué se produce y cómo se produce en ella y su vocación internacionalista. A cambio obtuvo una parte más significativa del pastel –nacional- de la riqueza para sus representados, unas sensibles mejoras en las condiciones de vida y unos mecanismos, descafeinados, de participación en la empresa. Un pacto welfariano que en el caso del Estado español tiene nombres y apellidos, fecha y fotos: el de la Moncloa.

Qué duda cabe que con el acuerdo interclases de postguerras en Europa –en España, en 1977- los sectores menesterosos obtuvieron significativas ganancias. Ahora bien, no todas las izquierdas aceptaron el contenido del pacto. De hecho, el tristemente famoso quinto congreso del PSUC y su posterior ruptura se explica –más allá de teorías conspirativas, de algún historiador que fue en su día parte- en esa clave. Sin embargo, la realidad es tozuda: los trabajadores y las clases populares dieron la espalda a las organizaciones de izquierdas –y los sindicatos- que se situaron contra el acuerdo constitutivo del Estado del Bienestar, salvo concretos momentos puntuales de conflicto social. Simplemente: el resultado del acuerdo resultó favorable a sus intereses.

Ocurre, sin embargo, que el pacto welfariano ya sólo es papel mojado. Y lo es porque la contraparte ha decidido que, tras el derrumbe de los sistemas parasocialistas en media Europa y el acomodo –como resultado del pacto- de los trabajadores de la otra media, ya no precisan seguir repartiendo la parte del pastel que creen les pertenece por derecho natural. La izquierda ya no da miedo porque no tiene alternativas. Por el contrario, la derecha sí las tiene, esto es: el retorno a la sociedad propietarista y el egoísmo que comporta, el fin de la igualdad y fraternidad como valores sociales, la privatización de lo público, el desmantelamiento de los mecanismos de distribución de rentas, el sometimiento de los valores colectivos a la libertad individual, el fomento de la codicia y el enriquecimiento a cualquier precio… Ante es huracán –que ha calado profundamente en todos los estratos sociales: sin la aceptación de todo ello por las capas populares no hubiera sido posible la pirámide de Ponzi que nos ha llevado a esta tormenta perfecta- buena parte de la izquierda y los sindicatos mayoritarios no están respondiendo más que con la invocación del principio “pacta sunt servanda”, es decir, reclamando el cumplimiento del pacto del pasado siglo. Y paradójicamente la izquierda que no lo aceptó es ahora la más firma valedora que aquellas conquistas, con la consigna de “ni un paso atrás”. Ni la izquierda del pacto, ni la izquierda que no lo firmó ofrecen hoy alternativas plausibles (más allá de la invocación de lógicas y teorías del pasado siglo).

Me van a permitir que recuerde lo que ocurrió con el denominado Pacto de las pensiones, de principios del 2011: ante las imposiciones de los famosos mercados, de la inédita carta de la Troika y rendición final del Gobierno Zapatero tras las iniciales reticencias, los sindicatos mayoritarios acabaron suscribieron un pacto de modificación del modelo de Seguridad Social en base a la lógica de cambiar lo que fuera posible la propuesta inicial (hacer “menos mala” la nueva regulación) en lo que no era más que una inercia de la lógica welfariana. Y, por su parte, los sindicatos alternativos pusieron el grito en el cielo ante  que consideraron una traición (si no recuerdo mal, convocaron incluso una huelga general de muy escasa incidencia) para que la Seguridad Social –el mayor logro del pacto social del siglo pasado- no se tocara (pese a que históricamente habían estado en contra del acuerdo del que surgió el Estado del Bienestar) Nadie ofreció alternativas sólidas sobre un nuevo modelo de previsión social. Sencillamente, porque se seguía siendo prisionero, por activa o por pasiva, de la cultura del pacto welfariano.
Pues bien, apenas dos años después de dicho Acuerdo de las pensiones, los palos que los sindicatos intentaron poner en las ruedas de la reforma a peor del sistema de Seguridad Social se han roto: sucesivos y continuados Decretos-leyes han empeorado, incluso, el proyecto inicial del Gobierno Zapatero. Y no sólo eso: ya se nos anuncian nuevas reformas regresivas. Ya se sabe: la necesidad de estabilidad del sistema, entendida no tanto como un nuevo diseño de protección social –de articulación de la fraternidad ante la crisis- sino de minusvaloración de la parte de rentas que se aportan al mantenimiento de las personas no productivas y de desmantelamiento de la previsión social pública a favor del ahorro individual.

Permítanme ahora la pregunta: ¿de qué sirvió el mentado acuerdo del 2011? Sólo para demorar en unos meses el contenido inicial.
Pero no critiquemos únicamente a los sindicatos mayoritarios. Imaginémonos ahora que éstos no hubieran suscrito el pacto y hubieran convocado una huelga general, como reclamaban los minoritarios. ¿Seria ahora la regulación de la Seguridad Social mejor? Mucho me temo que la respuesta a dicha ucronía es simple. Los resultados de las últimas huelgas generales aún merecen un análisis serio por tirios y troyanos. Y que quede claro que no estoy diciendo que no se deba acudirse al conflicto: lo que afirmo es que éste ha de vincularse con propuestas de alternatividad íntegra del sistema. Si no, el conflicto se convierte en una mera pataleta.
No hay salida para la izquierda sino busca una alternatividad propositiva global ante el vendaval neoliberal. Alternativa que ya no puede ser el cumplimiento del acuerdo constitutivo del Estado del Bienestar, sino una nueva propuesta que cause temor a su contraparte y que genere esperanzas populares. Si la izquierda y el sindicato no se sacan de la cabeza la lógica welfariana no podrán avanzar. Permítanme aquí una reflexión incidental. Las ideas progresistas sólo están avanzando en forma efectiva en una única parte del mundo: Hispanoamérica.  Pues bien, quizás no sea casualidad que sea ahí, precisamente, dónde no existió –por motivos históricos: ser el patio trasero del Imperio tenía ese precio- un Estado del Bienestar sólido (o el incipiente que existía en algunos países fue dinamitado por cruentos golpes de estado militares, como banco de pruebas de lo que después fue el neoliberalismo)
No hay que olvidar, sin embargo, otro elemento importante y significativo: las clases populares también siguen imbuidas en la lógica welfariana. Y no sólo eso: la cultura del capitalismo popular (la codicia como valor social) sigue envenenando muchas mentes. Ahí está el ejemplo de las recientes elecciones islandesas.
Sin embargo, “lo nuevo” (entendiendo por tal a quienes no sólo pretenden parchear el modelo, sino volver a construir una civilidad alternativa) parece emerger en esos movimientos de diferente calado que salpican con protestas toda Europa, generalmente al margen de partidos y sindicatos –mayoritarios-, que los contemplan como una especie de “parvenus” sin futuro o que, en el mejor de los casos, pretenden cooptarlos.

Esos jóvenes indignados ven al sindicato como una parte del sistema. Y no les falta razón: el sindicato ha sido parte del sistema como resultado del pacto welfariano. Y eso no tiene porqué ser entendido en un sentido negativo: precisamente porque aquél se integró se lograron las conquistas de civilidad que se obtuvieron. Por eso, los padres de los jóvenes indignados viven mucho mejor que sus abuelos, pero aquéllos saben que esa dinámica no va a ir con ellos. En el fondo concurre también un serio problema intergeneracional, al margen de los entrañables y combativos yayos-flauta (compuestos en buena parte por antiguos militantes sindicales y de izquierdas, lo que debería merecer alguna reflexión aparte).
Y ahí aparece la paradoja: los jóvenes indignados dominan las calles con su incipiente discurso alternativo, que discute el sistema “in toto”, pero no las fábricas (donde mayoritariamente están sus padres)
En el debate concurrente en ese magma emergente siempre aparece la cuestión del “trabajo”. Pero ocurre que ese movimientismo no es capaz de penetrar en las fábricas, con lo que su discurso carece de sustrato suficiente. Entre la mayor parte de los trabajadores activos la lógica welfariana sigue aún vigente (con todo, siguen viviendo mejor que sus padres), como antes se indicaba.

Se habla mucho en esos cenáculos de los movimientos alternativos de la necesidad de fundar sindicatos ajenos al sistema; o, incluso, se ven con buenos ojos y ciertas simpatías los sindicatos que, en su día, optaron por no integrarse en el pacto welfariano. Ahora bien, dicha inquietud dista, en estos momentos, de plasmarse en una alternatividad suficiente frente a los sindicatos mayoritarios. No en vano sólo estos tienen la capacidad real de convocar huelgas generales.
Y no es ésa una cuestión que pueda imputarse al sistema, como es frecuente oír por ahí. A diferencia de los partidos, los sindicatos son una necesidad de los trabajadores, que nace del imperativo de unirse para plantar cara, desde su subalternidad, al patrón (no en vano, los anglosajones siguen denominando al sindicato “the Union”) El sindicato surge –con la excepción de  supuestos históricos muy concretos- desde abajo. Por eso, y salvo ejemplos muy puntuales surgidos de circunstancias históricas específicas, los intentos de crear un sindicato desde arriba acaban fracasando. Cuando un sindicato mayoritario no cumple su papel de representación es inevitable que aparezcan organizaciones alternativas. Hallaremos múltiples ejemplos de esa tendencia en todos los países del mundo. Sin ir más lejos: las Comisiones Obreras surgidas bajo el franquismo.

En esa tesitura me van a permitir que reencuentre la pregunta inicial: ¿un pacto social para qué? Las inercias welfarianas determinan que el sindicato tenga la necesidad de pactar. Pero no debe olvidar aquella otra premisa antes apuntada: su principal misión no es ésa, sino la defensa de los intereses de los trabajadores. Y es aquí dónde surgen las dudas.

Primera duda: no se puede ser tan ingenuo como para pretender que, ante la actual correlación de fuerzas, estemos hablando de una negociación en serio. Unos –la contraparte-, tienen muy claros sus objetivos, aunque siempre se escuden en las necesidades económicas, como si el discurso neoliberal les fuera ajeno. Y tienen, además, magníficas armas de coacción (los mercados, las imposiciones de la Troika, el temor a los rescates, el cierto consenso social del que goza el capitalismo popular y el propietarismo, un dominio de la información casi hegemónico…) Otros, los sindicatos –y los partidos de izquierda en su caso- no tienen alternativas, más que la simple invocación del acuerdo del siglo pasado y su arma no es otra cosa que el conflicto social. Y me van a permitir que constate cómo ese conflicto está siendo poco eficaz para conformar un cambio en las políticas neoliberales, más allá de victorias en puntuales escaramuzas (y no sólo en España). El hipotético pacto, por tanto, no sería otra cosa que “hacer menos malo” lo que los opulentos pretenden (es decir, demorar en el tiempo la implementación del desiderátum neoliberal). Es notorio que cualquier contrato no es otra cosa que poner negro sobre blanco el resultado de la correlación de fuerzas, subsistiendo intereses concurrentes, aunque diferenciados, entre los firmantes. Pues bien, mientras los poderosos tienen la fuerza y su objetivo es volver a la situación anterior previa a la conformación del Estado del Bienestar, las clases populares no tienen más que el ejercicio de un conflicto que no alcanza la suficiente virulencia –con el riesgo que conllevaría el escenario en que la virulencia resultara suficiente pero sin control- y su intención no es otra que mantener en lo que se pueda lo de “antes”. Más que un pacto nos hallaríamos, quizás, ante una negociación de las condiciones de rendición.

Segunda duda: pese a lo anterior, puedo aceptar que esa lógica de “hacer menos malo” el panorama actual no tiene, per se, porqué ser negativa, vista la actual correlación de fuerzas y a la espera de tiempos mejores. Ahora bien, ocurre que todos sabemos que el Gobierno puede aceptar cuatro retoques para la galería –la caída libre ante la opinión pública en que se encuentra le puede impeler a hacer algunas concesiones-, pero que a la mínima que pueda se va a pasar esos compromisos por el forro. Así ocurrió con el Pacto de las pensiones. Así ocurrió con el pacto patronal y sindicatos de principios del 2012 y la reforma laboral posterior. El objetivo de las políticas neoliberales no es otro que desmantelar el Estado del bienestar y la regresión de rentas, incrementando la desigualdad. Eso ha generado la actual crisis. Y tras la inicial estupefacción, el neoliberalismo ha visto la crisis como un momento histórico estupendo para profundizar en sus intenciones, en tanto que su adversario está más desarmado que nunca.
Por tanto está bien aprovechar los temores de los políticos neoliberales para intentar poner palos en las ruedas –otra vez- a sus intenciones. Pero se debe ser perfectamente consciente de que esos palos se van a romper, porque el Poder –no, los políticos- tiene claramente diseñado el futuro.
Y no me sirve la excusa del desgate del actual Gobierno popular. Vale, la derecha está convencida de la bondad del neoliberalismo y cree en el darwinismo social (ahí están, disfrazadas de austeridad, sus políticas de educación, sanidad y servicios públicos o el acogotamiento presupuestario a  las Comunidades Autónomas y las Administraciones locales porque son éstas las que gestionan la mayor parte de los servicios públicos welfarianos) pero es que ocurre que un hipotético –muy hipotético- gobierno socialista no se apartaría demasiado del actual panorama, porque una parte del PSOE sigue creyendo en estúpidas terceras vías y la otra –espero que mayoritaria- no tiene alternativa plausible-. Y la izquierda real no tiene aún fuerza suficiente –ni un mensaje alternativo claro- para romper la intoxicación del capitalismo popular en las clases subordinadas.
La excusa de los mercados, la troika y Europa comporta, por tanto, que tirios y troyanos, por convencimiento o por necesidad, sigan adelante en la lógica neodarwinista neoliberal, arrasando a corto plazo los obstáculos que se hayan puesto en cualquier acuerdo. Porque eso es lo que pretende el Poder: incrementar la desigualdad
Ahí tienen ustedes las recientes declaraciones del comisario comunitario de empleo recomendado a España la instauración del denominado “contrato único”, tan querido por determinados economistas neoliberales, esto es: una regulación que convierta los contratos temporales en la lógica general del sistema de relaciones laborales, por tanto, que el empresario pueda extinguir el vínculo laboral cuando quiera, sin causa, pagando una mínima indemnización y, especialmente, sin control judicial posterior. Propuesta que mereció la respuesta de la virtual Ministra de Empleo española, diciendo algo así como: “ya lo estudiamos en su momento, pero llegamos a la conclusión que era inconstitucional”. Y aunque luego el comisario susodicho se retractó, sus palabras están ahí. El mensaje ha llegado (que es lo que se pretendía): hay que profundizar más en la desregulación del contrato de trabajo, como mecanismos de subindiciación salarial. En todo caso, no estaría de más que, si queda algún jurista en su departamento comunitario, alguien le recordara a ese preboste que, al menos de momento, en la Unión sigue en vigor la Directiva 99/70, sobre contratos de duración determinada, que limita la temporalidad a los supuestos causales. Y que el artículo 30 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea –equiparable a rango de tratado constitutivo- reconoce la tutela de los trabajadores ante los despidos injustificados.
O, por seguir con los ejemplos, también puede el lector encontrar en los periódicos de reciente fecha las declaraciones del Presidente del Gobierno español: “podemos negociarlo todo, menos la reforma laboral”. Ergo: el modelo de imposición unilateral de las condiciones de trabajo, el ninguneo del sindicato y la presión legal hacia la rebaja salarial se queda como está.
Pues bien, en esa tesitura, es evidente que no estaría negociando el futuro de nuestro modelo productivo, del sistema de relaciones laborales y el de la previsión social –que es lo que, imbuidos en lógica welfariana, pretenden los sindicatos-. Lo que se estaría pactando, en realidad, es el parcheo de las actuales políticas neoliberales. Y eso no sería otra cosa que su legitimación.

Tercera duda: Acepto también que un pacto social pueda servir –mientras los palos de las ruedas no se rompan- para “ganar tiempo”, a la espera que algún día los ciudadanos se den cuenta de la perversidad de los valores dominantes. Ahora bien, un acuerdo de ese calibre significaría que una parte muy significativa de la ciudadanía –en especial, los jóvenes indignados- se ratificaran en ver al sindicato como una parte del sistema. Y eso comportaría un suicidio del sindicato firmante a medio plazo: en la medida que vegetativamente los trabajadores welfarianos –provectos- sean sustituidos pos los post-welfarianos –jóvenes-. La tentación de representar la mayoría actual es comprensible. Pero permítanme que recuerde lo que ha ocurrido en muchos casos en los que el sindicato ha optado por aceptar dobles escalas en los convenios (y no sé si hablar en pasado, en tanto que los nuevos mecanismos legales ya permiten la subindiciación salarial generalizada, por la simple voluntad del empleador y tras el cumplimiento de algunos requisitos formales, por lo que las dobles escalas han perdido sentido): al cabo de cierto tiempo, cuando los trabajadores jóvenes acaban siendo mayoría desbancan a los sindicalistas provectos de sus cargos de representación, reclamando la paridad retributiva.

Un pacto en los actuales momento no conllevaría otra cosa que la aceptación de nuevas concesiones y retrocesos de derechos, a cambio de supuestas ventajas que de aquí pocos meses desaparecerían del mapa (a los pactos de los últimos tiempos me remito) Y eso no podría ser explicado a esos jóvenes indignados que lo que están reclamando –sin experiencia política y sin un bagaje cultural previo que controlan sus mayores- es una alternatividad y no el parcheo. Si algún puente podía tenderse hacia ellos se rompería definitivamente.
Y no debe olvidarse que ese magma emergente superará el movientimismo y se acabará convirtiendo en un sujeto político. De esta forma, la alternatividad surgida desde abajo acabaría viendo al sindicato como algo a superar… algo de eso está ocurriendo en Italia.

Cuarta duda: un pacto social como el propuesto por los sindicatos tendría lógica si, como ocurrió en 1977 en la Moncloa, lo que se estuviera negociando es el futuro modelo de sociedad. Por tanto, que aunque ahora toca apretarse el cinturón, en el futuro, cuando la situación económica mejore, se repartirá el trozo del pastel al que ahora se renuncie, poniendo las bases de ese nuevo reparto. Pero es que esa dinámica es contraria a lo que pretende la contraparte. Más allá de la demagogia política y mediática, es obvio que lo el futuro modelo social por el que aboga el neoliberalismo no es el del retorno al estado social y democrático. Bien al contrario, su objetivo es el desmantelamiento de todas las tutelas, garantías y mecanismos de igualdad que se lograron con el Estado del Bienestar. Un pacto tiene sentido cuando el objetivo es común –aunque existan divergencias sobre cómo lograrlo-, pero no lo tiene cuando el escenario futuro es divergente.
Mientras los sindicatos y la izquierda sueñan con volver al Estado del Bienestar, la derecha y el Poder persigue su desaparición. ¿Qué sentido tiene ante ese panorama un nuevo acuerdo social?

Y última duda: un acuerdo de este tipo no sería otra cosa que la continuación de la cultura del sindicato como agente de negociación, alejándolo de la del sindicato-conflicto. He escrito en otras ocasiones en este mismo blog, Metiendo bulla,  que el pacto welfariano determinó que la estructura y la cultura del sindicato se basara esencialmente en la negociación (y a los apuntes previos de estas líneas me remito), superando la cultura del sindicato-conflicto. De hecho, también era ésa una cláusula implícita del contrato constitutivo del Estado del Bienestar. No está de más recordar en este punto el gran debate en el seno de las Comisiones Obreras tras los pactos de la Moncloa y la reorganización de valores que su aceptación comportó a medio plazo.
Ahora bien, en los actuales momentos, ante la ofensiva generalizada del adversario para desmontar el Estado del Bienestar, el sindicato debe tener también un plan “B” y, por tanto, empezar a readecuar su discurso, su práctica y su cultura –también sus dirigentes- a esa nueva realidad.
Pongamos algún ejemplo: hasta la crisis, cuando se negociaba un expediente de regulación de empleo, el sindicato sabía que existía una capacidad de presión sobre un tercero, subordinado a la opinión pública –la Administración laboral-, que era quién decidía. Por eso en muchos casos partía de una negociación en la opción era la negociación (menos despedidos, soluciones alternativas, mayores indemnizaciones) y no el conflicto. Con la nueva regulación legal hoy es el empresario quién decide unilateralmente, cumpliendo una serie de formalismos impuestos por la legislación comunitaria, y con un control judicial –sometido actualmente a fuetes presiones desde muy variados ámbitos-.  Antes de la reforma laboral reciente, el sindicato partía de la consideración de que cualquier convenio o acuerdo era de mejora de las condiciones laborales; hoy eso ya no está siendo así –máxime cuando la “reformatio in peius” está ya en la Ley-. Por eso la cultura del sindicato era la de la negociación, no la del conflicto –todo ello, enmarcado en la lógica del pacto welfariano-.
Por tanto, la lógica del sindicato, los saberes de sus dirigentes, su práctica concreta y su estructura estaba basada en la negociación, no en el conflicto –a diferencia de la situación previa del Estado del Bienestar-.

Pues bien, en las actuales circunstancias se antoja evidente que el sindicato no puede seguir instaurado en la cultura de la negociación como paradigma único. Pero ello comporta un cambio radical que dudo mucho que una buena parte de sus dirigentes –surgidos ya en la etapa welfariana- puedan metabolizar.

¿Qué hacer? –hoy el espectro de Lenin me embarga-. Me cuentan que un dirigente histórico de Comisiones Obreras –que es, también, jurista- va proclamando por ahí la necesidad de volver a la noción de movimiento sociopolítico que caracterizó a dicha organización en sus orígenes. Y a mí, particularmente, no me parece dislate alguno.
El sindicato debe decidir si continua siendo parte del sistema en unos momentos en los que a éste ya no le interesa su legitimación por aquél y en los que su intervención a través de los mecanismos tradicionales es escasamente útil para la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de sus representados.
El sindicato debe decidir si supera su discurso de alternatividad puntual –esto es: dando respuesta a concretos y específicos problemas del momento- o mira más allá, buscando una alternatividad global.
También debe decidir si la respuesta al neoliberalismo pasa únicamente por poner palos en las ruedas o buscar respuestas globales.
Debe decidir si apuesta por superar la ruptura intergeneracional. Y, especialmente, debe dejar de ver el movimientismo emergente de las nuevas generaciones como algo ajeno.

El debate actual ya no puede ser sólo el del trabajo y su mundo. Lo que está en juego es la preservación de la civilidad democrática y la búsqueda de un nuevo paradigma democrático, no el mantenimiento de las cláusulas pactadas bajo el welfare. Y ello comporta, al fin, la recuperación de los viejos valores, a los que en su día se renunció con el pacto social de postguerras (o en postfranquismo, en España) a cambio de unas ventajas que ahora la contraparte pretende eliminar.
Sólo desde esa alternatividad global el sindicato cumplirá con sus fines últimos y dejará de ser un mero lobby de intereses.
Sólo desde la alternatividad propositiva “in toto” (no, en parte), conjunta entre la vieja izquierda (que deberá, forzosamente renovarse si no quiere morir), el movimiento emergente y el mundo del trabajo que el sindicato representa es posible parar la actual ofensiva de los poderosos. El árbol del pacto no debe impedir ver el bosque de la civilidad democrática.

Y esto no es sólo una cuestión de cambio de estrategia. Es, esencialmente, un cambio de cultura, de praxis, de núcleos dirigentes y, muy en particular, de organización interna. De pensar en el futuro y no sólo en el hoy.
Finaliza el maestro Josep Fontana su reciente libro “El futuro es un país extraño” (de hecho, una addenda del imprescindible “Por el bien del imperio”):
Quienes se benefician de esta situación, han podido endurecer las reglas de la explotación como consecuencia de que no ven en la actualidad un enemigo global que pueda oponérseles, y controlan sus entornos con una combinación de adoctrinamiento social y represión de la protesta. Pero tal vez no hayan calculado que los grandes movimientos revolucionarios de la historia se han producido por lo general cuando nadie los esperaba, y con frecuencia, donde nadie los esperaba. Pequeñas causas imprevistas han iniciado en alguna parte un fuego que ha acabado finalmente extendiéndose a un entorno en que muchos malestares sumados favorecían su propagación. El de comienzos del siglo XXI es un mundo con muchas frustraciones y mucho rencor acumulados, que pueden prender en el momento más inesperado. La capacidad de tolerar el sufrimiento no es ilimitada y las asíntotas del poder capitalista pueden estar efectivamente llegando al límite.
No se trata, sin embargo, de limitarse a resistir, sino que hay que aspirar a renovar lo que se combate. (…) La tarea más necesaria a que debemos enfrentarnos es la de inventar un mundo nuevo que pueda ir reemplazando al actual, que tiene sus horas contadas
”. 

Pues eso. Los tiempos pasados no volverán. El paradigma de futuro depende de lo que ahora se decida. Y es precisamente el sindicato el único que tiene la fuerza –de momento- en la actividad humana más imprescindible, el trabajo.


martes, 14 de mayo de 2013

CONVENIO ERGA OMNES MENOS "x"




Paco Rodríguez de Lecea

Querido José Luis, el panorama que dibuja el compañero Gustavo Vidal en su artículo sobre los cerdos y las perlas podría hacerse realidad más pronto de lo que él mismo supone (1). ¿Por qué no? El sindicato-centauro, con un pie plantado en el universo de lo privado y el otro en el de lo público, es hoy en día una especie en peligro de extinción. ¿No se están dando dentelladas feroces a la sanidad y la enseñanza públicas, universales y gratuitas, y al sistema público de pensiones? No es difícil deducir que muy pronto llegará también el turno de la privatización del sistema actual de relaciones laborales; se anulará la eficacia universal o erga omnes de los convenios, y la “reforma” del mercado de trabajo convertirá a éste en una jungla en la que todo se reducirá a un pulso descarnado entre las partes contratantes y a un galope desaforado hacia los corporativismos de todo tipo. Yo apostaría a que precisamente eso es lo que apunta Angela Merkel cuando afirma que es necesario eliminar las “excesivas rigideces” de las relaciones laborales en España.

Hace unos días Quim González nos daba una lección magistral sobre la forma de utilizar el diálogo y la sensatez para conocer mejor a la contraparte de un gran convenio colectivo de eficacia general; para saber antes de sentarse a la mesa cuáles son las aspiraciones del otro, las líneas rojas que no atravesará en ningún caso, las áreas en las que es posible una convergencia de voluntades. Todo el minucioso saber hacer que Quim detalla, y sus consecuencias medidas en resultados satisfactorios, “perlas”, extensivos a afiliados y no afiliados, es calificado de “rigidez” por los neoconservadores, y paradójicamente de “desperdicio” por el compañero Gustavo. Pues bien, si esa perspectiva de encuentro fructífero entre partes desaparece, será una piqueta o un cartucho de dinamita más para el derribo del Estado social que tantos años y tantos esfuerzos ha costado levantar a los trabajadores y a sus sindicatos. Volver a la época de las novelas de Arturo Barea, al tramo fundacional de la UGT de Paulino Iglesias, no será un paso atrás; será un auténtico batacazo, digámoslo con toda claridad.
          
Por todas esas razones estoy contigo, José Luis, en la defensa decidida del carácter público, no del sindicato en sí (¡ojo!), sino de la función de la negociación en los niveles superiores a la empresa. Hay en ese terreno un “monopolio” legal que se corresponde, como es justo, con una responsabilidad de los sindicatos hacia quienes, sin estar organizados, son representados por él. Esa responsabilidad conviene ejercerla puntillosamente, desde un compromiso permanente, público y solemne. Esa es la función que le veo a la Carta de participación. Digo más, me gusta porque es una forma de abordar la relación del sindicato con los no afiliados a la ofensiva, como siempre nos pedía el compañero Paco Puerto. La participación de los no afiliados, por lo demás, no es una medida novedosa en la práctica del sindicato; se inscribe en una tradición larga y honrosa, y yo diría incluso que está inserta en el ADN sindical, junto a los dos pilares que sostienen todo el entramado del edificio: el carácter autónomo del sindicato, y su carácter voluntario.

De todos modos, me parece necesario ahondar un poco más en la cuestión de los trabajadores no afiliados. No todos se engloban en un mismo grupo: no todos ellos entran en el circuito de los beneficiados por la negociación colectiva institucionalizada. Dicho de otro modo, la eficacia erga omnes de los convenios es en realidad, en una parodia de fórmula matemática, “eficacia erga omnes menos X”.
        
La variable “X” representa en esta fórmula el porcentaje de trabajadores a los que en la práctica no se aplica el convenio. Por descuelgue de la empresa en unos casos, por naturaleza especial del contrato en otros, y en los más por la existencia en el mercado laboral de amplios estratos de precariado, subcontratación, TRADEs (autónomos dependientes, para quienes no conozcan la sigla), y otras situaciones similares de difícil catalogación y clasificación, que se pueden englobar en el cajón de sastre del trabajo en negro. A muchos no afiliados se les puede etiquetar de No-No (no afiliados – no convenio), y mientras el compañero Gustavo los llama ingratos, ellos por su parte consideran a los sindicatos parte integrante de un sistema que les da obstinadamente la espalda.

         Conviene romper con esta situación envenenada de resentimientos mutuos. Conviene trazar un mapa real del empleo en negro: dónde se localiza, qué mecanismos utiliza, por qué medios soslaya la legalidad, cómo en concreto se le puede hacer aflorar. Será una tarea difícil, pero enormemente remuneradora para todos, la de abrir de par en par las puertas del sindicato también a esta realidad. Atraer a los No-No al ámbito de la lucha colectiva solidaria ha de ser preferible mil veces a amenazarles con la marginación sin remedio a menos que paguen una cuota.

(1)  UGT, CCOO y echar perlas a los cerdos



Radio Parapanda. La foto, realizada por Carles Vallejo, corresponde a la función teatral (un juicio bufo), El jutge de la toga florida (escrita por el eminente dramaturgo Pedro López Provencio), estrenada el día 10 de Mayo en el Casinet d´Hostafrancs como homenaje a Monserrat Avilés.  En la foto se encuentran Josep Maria Rodríguez Rovira (abogado defensor de la acusada), el legendario Luis Romero (testigo hostil del Fiscal) y José Luis López Bulla (Fiscal).

lunes, 13 de mayo de 2013

CARTA DE PARTICIPACIÓN DE LOS NO AFILIADOS AL SINDICATO





Foto perteneciente al archivo personal de Carles Vallejo, el Enviado de Néstor Almendros en la Tierra (1).



Partimos de un hecho incontrovertible: los no afiliados al sindicalismo superan en mucho a los inscritos. Esto no es un hecho nuevo, viene desde la legalización del sindicalismo en España. Eso quiere decir, hablando en plata, que las llamadas «campañas de afiliación» nunca dieron el resultado que apetecíamos.  ¿Por qué? Nunca no lo analizamos, al menos en mi época. Sólo, andando el tiempo, algunos sospechamos que una de las claves de la debilidad afiliativa en España podría estar –podría, así en condicional--  en que, en el centro de trabajo, el comité de empresa (que sin ser sindicato hace las funciones de tal) es un sujeto que impide, sin proponérselo, una ampliación masiva de la afiliación.  Debo decir que aquellas primeras sospechas, al menos en mi caso, se convirtieron paulatinamente en una aproximada certeza.

Aclaro, no obstante, que la existencia del comité no es la única causa de que no haya una afiliación mucho más numerosa. Ahora bien, parece claro que el comité –más allá de su idoneidad o no en estos tiempos de ahora— ha expresado un pacto con los trabajadores: éstos le votan (y, si corresponde, pueden revocarle) y, a cambio el comité negocia en su nombre; más todavía, no es infrecuente que la asamblea (e incluso el referéndum) sea un elemento de indicación del mandato de los trabajadores al comité de empresa o la junta de personal.  En esas condiciones, el comité de empresa es un «sujeto interno» del centro de trabajo. Más todavía, la ley contempla no sólo las garantías de los representantes de los trabajadores en el comité sino también, aunque parcialmente, los derechos de los representados, esto es, el conjunto de la plantilla sean afiliados o no.

Fuera del ámbito de la empresa la cosa cambia radicalmente. Los derechos y prerrogativas del sujeto social están amparadas por una serie de poderes. Pero la mayor parte de los representados (los no afiliados): nada define qué garantías tienen éstos ante sus representantes que son quienes negocian en su nombre sin el mandato explícito de aquellos. De donde infiero que se produce, en ese ámbito supraempresarial, lo que Umberto Romagnoli define así: «el sindicalismo se califica como un representante sui generis porque actúa más como tutor de un ´munus publicum´ [función de interés público] que como un mandatario provisto de un  poder notarial expedido por las partes interesadas». Así las cosas, nos encontramos con una especie de doble juego: en el centro de trabajo, el sujeto social (el comité, que no es estrictamente sindicato) tiene una serie de poderes y sus representados, toda la plantilla, cuenta con una serie de derechos y controles frente a aquel; cosa que, fuera del ámbito empresarial no sucede: el sindicato, en tanto que tal, tiene todo el poder, incluso frente a quienes no son sus afiliados. En este caso, el sindicato ejerce una función «de protectorado».

Entiendo que es necesario ir corrigiendo esta doblez. Precisamente ayer mismo en la entrada de  Sindicato y no afiliados proponíamos introducir un elemento corrector: la “Carta de participación de los trabajadores no afiliados” que defina en qué condiciones puede intervenir los no afiliados (la inmensa mayoría del conjunto asalariado) cuando se habla en su nombre dado el monopolio de la negociación que por ley ejerce el sindicato. Aunque tendría todas las limitaciones de ser un «estatuto concedido», sin duda sería un paso adelante. Pongamos que hablo, entre otras cuestiones, del referéndum a la hora de decidir qué hacer ante un convenio supraempresarial con normas claras. Un referéndum como colofón de todo un conjunto de prácticas participativas a lo largo de toda la parábola de la negociación: elaboración de la plataforma, ejercicio del conflicto y el momento final. Sabemos que algunos sindicatos italianos lo contemplan en sus normas y reglas. Entre otros, la Federación metalúrgica de la CGIL, la FIOM.

 

Un proyecto de esta envergadura en nuestro país sería algo más que «técnica organizativa»: es, sin lugar a dudas, un proyecto de mayor democraticidad del sindicalismo español. Y, al mismo tiempo, una hipótesis de conseguir mayor fuerza estable, vale decir, de mayor afiliación.    



(1) La foto, realizada por Carles Vallejo, corresponde a la función teatral (un juicio bufo), El jutge de la toga florida (escrita por el eminente dramaturgo Pedro López Provencio), estrenada el día 10 de Mayo en el Casinet d´Hostafrancs como homenaje a Monserrat Avilés



domingo, 12 de mayo de 2013

SINDICATO Y NO AFILIADOS




Al hilo de las muy serias reflexiones que Paco Rodríguez de Lecea sitúa en su artículo  El centauro-sindicato y las castañuelas se me ocurre que es necesario volver al tema que nos llevamos entre manos (esto es, la refundación del sindicato) con nuevas aproximaciones. Advierto que se abordará una cuestión muy espinosa y que, hasta la presente, no ha sido abordada.

 

Primero. Es sabido que el sindicato negocia erga omnes: el resultado de lo negociado alcanza a todos los asalariados de dicho ámbito con independencia de si son afiliados o no. Digamos que el sindicato tiene el monopolio de la negociación que va más allá de hablar en nombre de sus propios inscritos. En lo que respecto a los no afiliados, este reconocimiento no le viene de un mandato expreso de éstos sino de la ley. Naturalmente, estamos hablando del ámbito supraempresarial ya que la naturaleza de los comités de empresa no es de tipo estrictamente sindical. Más todavía, el comité de empresa tiene el monopolio de la negociación colectiva en su ámbito como correspondencia de que todo el conjunto de los trabajadores [de dicho ámbito] participan en la elección (y revocación) de ese instrumento. Repito, estamos hablando del ámbito supraempresarial.

 

Hablemos sin perifollos: el sindicato negocia las condiciones de trabajo de la inmensa mayoría de los asalariados (que no están afiliados) sin recibir un mandato directo de éstos. Que se utilice la representación a la hora de negociar en los ámbitos supraempresariales, sobre la base del resultado de las elecciones sindicales, no deja de ser un artificio jurídico. Que toda la batería de disposiciones legislativas al respecto, como expresión de dicho artificio, estén ahí no disimula que no haya el mandato directo que hemos referido. En esas condiciones se es un sindicato para los trabajadores, pero no un sindicato de los trabajadores. El juego de preposiciones no es irrelevante porque ataña al carácter y personalidad del sujeto social.

 

¿De qué manera se podría empezar a corregir esa situación: negociar también en nombre de millones de personas no afiliadas sin tener un mandato explícito de éstas? No veo, de momento, otro mecanismo que abrir cauces participativos para esos colectivos. Ahora bien, estos cauces que gradualmente se irían ampliando sobre la base de experiencias piloto deberían estar normados, esto es, no dejados de la mano de una buena intención genérica. Sería algo así como una “Carta de participación de los trabajadores no afiliados” en las decisiones que toma el sindicato en aquellos asuntos que les conciernen. Naturalmente, ello no quita sino que presupone la puesta en marcha de lo que, en jerga sindical, se denomina «campañas de afiliación». Esta fase de movilizaciones sostenidas, además, lo requiere.

 

Segundo. Gustavo Vidal Manzanares ha publicado en Nueva tribuna un artículo UGT, CCOO y echar perlas a los cerdos donde se vuelve a plantear  que las mejoras de los convenios deben ir «para quienes paguen las cuotas y [esto es nuevo] secunden huelgas y manifestaciones». No comparto este planteamiento que, más allá de la intención del autor, sería el resultado de las dificultades del sindicato para concitar mayor fuerza afiliativa. Explico las razones de mi ausencia de simpatía por dicha propuesta. Y a tal fin motivo mi argumentación en el hilo conductor de la primera parte de este artículo.

 

Como hemos dicho, la ley concede el monopolio de la negociación colectiva al sindicato, lo que comporta que sus resultados afectan erga omnes, esto es, a todos, sin distinción de afiliados y no afiliados. Para que el sindicato negocie sólo para sus afiliados se requiere el cambio de la ley en la dirección de suprimir el mencionado monopolio. ¿Estamos seguros de que ese es el camino? Por otra parte, si se añade la coletilla de que lo negociado debe concretarse, además, en «quienes secunden huelgas y manifestaciones», el resultado es de cajón: los no afiliados --la inmensa mayoría de la población asalariada-- quedarían excluidos de la convocatoria del conflicto. Lo que, por otra parte, sería chocante si lo comparamos con los datos reales. Que son los siguientes: ya que los no afiliados son más que los afiliados, en el desarrollo de las huelgas y manifestaciones hay más de los primeros que de los segundos. De modo que la tesis que se plantea, perdón por el casticismo, significaría el negocio de Roberto el de las Cabras.

 

En resumidas cuentas, entiendo que la refundación del sindicato no pasa por la propuesta que Gustavo Vidal saca del congelador, sino por el establecimiento –entre otras cuestiones--  de mecanismos de mayor participación de sus afiliados y, en lo atinente a la negociación colectiva, establecer normas y reglas que den voz a esos millones de trabajadores, que no siendo inscritos al sindicato, se ven afectados –en una u otra dirección, por las decisiones que éste toma.

 

Por último –y posiblemente lo más importante--  dejo a otras voces, más autorizadas que la mía, a argumentar lo siguiente: si se va a un sindicato que negocia sólo para sus afiliados se está produciendo, no sólo una involución sino un cambio de metabolismo, a peor, de incalculables proporciones. En todo caso, con mis disculpas por la reiteración: mientras el sindicato mantenga el monopolio de la negociación no le es posible negociar sólo para sus afiliados.     

miércoles, 8 de mayo de 2013

EL SINDICATO Y EL CENTAURO (En Toledo)



Presentación en la Facultad de Derecho de «La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo», de Bruno Trentin.


8 de Mayo 2013


Queridos amigos, queridas amigas:

Antes de meterme en harina quiero traer a colación una anécdota que explica Umberto Romagnoli, de sobras conocido en esta Universidad.  Decía el maestro: Dando clase explicaba que el sindicato se parece al centauro de la leyenda: mitad hombre y mitad caballo. Un día me interrumpe un estudiante preguntándome: «¿Qué sucede cuando el sindicato se encuentra con molestias, hay que llamar al médico o al veterinario?» La pregunta tenía sentido. Lo solucioné respondiendo: «Ese no es el problema. Si le escuchas siempre te dice que está la mar de bien. Por lo menos nunca ha comunicado tener necesidad de que le curen».  Fin de la cita. Ya la recuperaremos más adelante. 

Los quebraderos de cabeza que tuve cuando traduje al castellano La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo del gran sindicalista italiano Bruno Trentin han sido recompensados con creces por todos aquellos que lo han leído, que ya no son pocos. Más todavía, fueron igualmente recompensados cuando, a sugerencia del infatigable Luis Collado, Antonio Navarro me invitó a hablar, aquí en Toledo,  del libro que ha sido reeditado por Bomarzo. Quedo agradecido a Luis y Antonio por este generoso detalle, que extiendo a todos vosotros por acudir a este acto.

La lectura y el estudio de La ciudad del trabajo tiene una gran utilidad para los sindicalistas españoles de todas las generaciones, los operadores jurídicos iuslaboralistas y el conjunto del mundo de los saberes e igualmente para toda la izquierda política. De un lado, porque es una profunda investigación crítica de la historia de las ideas y las prácticas de las izquierdas sociales y políticas del siglo XX y, de otro lado, porque el autor, Bruno Trentin, expone sus diferencias con todo aquello al tiempo que va desbrozando un consistente proyecto emancipatorio. Este es, según refiere Antonio Baylos en su prólogo, «un libro de culto».   

Primero.  Bruno Trentin ha sido posiblemente el sindicalista europeo más fascinante de la segunda mitad del siglo pasado desde responsabilidades tan importantes en el sindicalismo italiano como las de dirigir  la Federación de los metalúrgicos (FIOM) y la propia Confederación CGIL. Es, sin lugar a dudas, el dirigente sindical de mayor proyección teórica de toda la historia del sindicalismo europeo. En ese sentido, debo aclarar que su fecunda teoría no surge de un alambique sino de su relación directa con los trabajadores y de las experiencias que se van desarrollando en las fábricas. Por ejemplo, Trentin fue el principal impulsar de los consejos de fábrica italianos de principios de los años setenta del siglo pasado. Aquello fue una forma de representación de los trabajadores que substituyó a las anteriores estructuras que ya habían quedado obsoletas. Fue una potente operación reformadora que abrió paso a un amplio proceso unitario, desde la base, hasta las direcciones de las confederaciones sindicales italianas y a nuevas maneras de concebir la negociación colectiva y a la intervención del sindicalismo en territorios tradicionalmente reservados a la acción política de los partidos como, por ejemplo, la enseñanza, la vivienda y la política fiscal. 

Segundo. Trentin elabora un discurso que según ha explicado Antonio Baylos es «extremadamente actual, puesto que señala la relación directa entre libertad, derechos democráticos en el espacio público y el autoritarismo en el que se expresa la situación de explotación laboral, la carencia de derechos en la concreta realización del trabajo. Esta desconexión de la problemática de la libertad y de los derechos civiles del trabajo y su complejidad social y política es hoy un elemento central del debate democrático en el que estamos inmersos tras la crisis. En positivo, se habla de derechos civiles ligados a la persona que no está marcada por su posición subalterna derivada del trabajo, y en negativo, se piensa en garantizar los derechos cívicos, pero velando los lugares de trabajo  como espacio opaco a los mismos. Una especie de “externalidad” democrática que hace del trabajo  un elemento “privado” sometido por tanto a un espacio de autoridad privada sin límites».

Esta «externalidad democrática» le quita el sueño a Bruno Trentin y es una de las críticas más contundentes que nuestro hombre hace a la acción política de las izquierdas durante el siglo XX, salvo honrosas excepciones. La crítica es concretamente ésta: habéis puesto todo el énfasis en la conquista del Estado y ninguno en transformar la sociedad desde el trabajo heterodirigido. Por ello, dice nuestro hombre machaconamente, no habéis visto el carácter y las consecuencias de los cambios que se han producido en los centros de trabajo. Y tras lo cual os habéis contagiado de los efectos devastadores del taylorismo y fordismo: dos sistemas de organización del trabajo que se os han metido en los mismísimos tuétanos.

Tercero. Afirmo que el libro –y, en general, toda la obra de nuestro autor--  es imprescindible para proceder a lo que Ignacio Fernández Toxo propone como la «refundación del sindicato» y, en parecido sentido, lo que afirma Cándido Méndez de que «UGT necesita algo más que un lavado de cara».  Ahora bien, la necesidad de refundar el sindicato y de proceder a algo más que un lavado de cara requiere una argumentación consistente que, hasta la presente, no se ha dado. Me propongo hacerlo desde el desparpajo que se le concede a quien está ya en edad veneranda. Lo que indica que, después de muchos años, el sindicato reconoce que necesita, no ya cuidados sino una intervención quirúrgica.  

Si vivimos en otro paradigma –justamente el que plantea Trentin con su formulación de que el «fordismo es ya pura chatarra»--  que, para abreviar, llamaré postfordismo; si estamos en una fase de largo recorrido de innovación / reestructuración de los aparatos productivos, de servicios y de toda la economía; si se han operado, fruto de todo ello, cambios en la estructura de las clases trabajadoras; si ese paradigma se da en el contexto de la globalización, que ya no tiene marcha atrás… es de cajón que pensemos muy seriamente qué cambio de metabolismo necesita el sindicalismo confederal. Justamente para ser más eficaz en su condición de sujeto social. Porque lo que no puede ser es que todo cambie vertiginosamente y nosotros sigamos lo que John Stuart Mill llamaba «creencias muertas», esto es, aquellas que se mantienen por pura rutina y sin discusión alguna. De este tipo de creencias muertas se pasa a las «prácticas muertas», las que se  siguen practicando por pura rutina y sin debate alguno. El coraje de las propuestas de Ignacio y Cándido debería partir de esas consideraciones.

Las preguntas serían estas: ¿es conveniente mantener el modelo de representación que tiene cerca de cuarenta años cuando todo se ha movido como una centella?, ¿tiene sentido seguir con la forma sindicato después de casi ocho quinquenios de vida?, ¿si, además, el fordismo es «pura chatarra» por qué seguimos con los contenidos y características de ese sistema de organización? Una refundación siempre es poner patas arriba las cosas. Pero no de manera alocada, ni tampoco dejando las cosas siempre para mañana. Hay que hacerlo de manera gradual, seguramente con experiencias-piloto y a través del método acierto y error.  Por supuesto, sabiendo aquello que nos alertaba Maquiavelo: «quien introduce innovaciones tiene como enemigos a todos los que se benefician del ordenamiento antiguo y, como tímidos defensores, a todos los que se beneficiarán del nuevo». Lo que un servidor ignora es si existen más «enemigos» que «tímidos defensores» como tampoco sé si los «amigos entusiastas» son más que la suma de los dos anteriores, al menos de los «enemigos».

Ahora bien, ¿el sindicalismo español está en condiciones de ponerse manos a la obra de su propia refundación? Me permito dos referencias históricas de gran contenido que, en su tiempo, tuvieron características de gran reforma en la historia de Comisiones Obreras: una fue la generalizada práctica de la asamblea de trabajadores en los centros de trabajo; otra, la progresiva conquista de la independencia con relación al partido político, una de cuyas matrices fue la propia asamblea como mandato principal para los representantes de los trabajadores. 

Sea como fuere, una cosa tengo cierta: si no se procede a esa refundación y a ese algo más que lavado de cara, el sindicalismo corre el peligro de convertirse en «el último mohicano». Por supuesto, heroicamente resistente pero sin capacidad de intimidación al poder privado empresarial. Hay que elegir, pues. El libro de nuestro amigo Trentin da las suficientes pistas para emprender ese viaje.