miércoles, 23 de septiembre de 2015

Mejor unidos, como siempre




Escriben Nicolás Sartorius, Eduardo Saborido, José Luis López Bulla



En memoria de Cipriano García y Ángel Rozas

I- Si algo ha demostrado la historia es que las derrotas de los trabajadores siempre han venido por la división o cuando se han dejado arrastrar por proyectos insolidarios. Los que firmamos este artículo somos personas que, en momentos difíciles, hemos dirigido las luchas de los trabajadores por la democracia y el bienestar social. Ahora vemos, con gran preocupación, que se nos quiere separar. Se pretende poner por encima de nuestros valores y compromisos solidarios unos proyectos identitarios, con el objetivo de dividir un Estado democrático que los trabajadores, más que nadie, fueron capaces de conquistar. Este problema se ha agravado por la crisis económica, por una sentencia del Tribunal Constitucional que modificó el nuevo Estatuto de Cataluña y por la política de los nacionalistas de encubrir sus medidas antisociales y la corrupción bajo la bandera de la separación.

Pero no olvidemos que las libertades y los derechos sociales conquistados —hoy en peligro— son el producto de las luchas de todos los españoles. Porque en todos los lugares hay hombres y mujeres que se levantan contra las injusticias, sabiendo que formamos parte de un proyecto común de avance social y que si nos va mal a unos les irá mal a todos.

II- Luchamos juntos contra la dictadura, fuimos represaliados, muchos perdieron la vida y otros conocimos la cárcel. Nuestros represores pertenecían a todos los territorios de España. Así se forjó el movimiento obrero de nuestro país, que fue decisivo en la conquista de las libertades. En las movilizaciones por la libertad sindical, la amnistía y los estatutos de autonomía, los trabajadores estuvieron a la cabeza, mientras los que hoy se presentan como adalides de confusas liberaciones nacionales, o no se enfrentaron a la dictadura con igual decisión o ni siquiera lo intentaron.
III- Se defendieron todas las causas justas sin pensar a qué territorios afectaban. Y si hoy existen notables diferencias de desarrollo entre distintas autonomías, no se debe a que unos seamos más listos o laboriosos que otros sino a que la desigualdad es una constante en el desarrollo del capitalismo y a que los diversos sectores de ese capital siempre han pactado repartirse las zonas de influencia. Eso explica, históricamente, las grandes corrientes migratorias en el interior de España, de las zonas más pobres a las más ricas. Pero también es indiscutible la contribución de esos emigrantes al desarrollo económico y a la conquista de las libertades en Cataluña. Nos interesa recordar que ya en junio de 1967, la Primera Asamblea Nacional de CC OO reconocía las reivindicaciones nacionales del País Vasco, Cataluña o Galicia "sin anteponerse a las de tipo social o sindical ni a la unidad de acción de todos los trabajadores españoles".

IV- Hoy la crisis económica se aborda provocando millones de desempleos, reduciendo salarios y pensiones, desahuciando a los más pobres, reduciendo las inversiones en educación y sanidad, facilitando el despido. Todo ello en el contexto de la corrupción más vergonzosa jamás conocida en el periodo democrático. Medidas antisociales y corrupción que afectan sobre todo a PP y a CiU, por mucho que este último se envuelva en la "independencia" con el fin de ocultar sus vergüenzas y sus políticas antisociales.

V- Siempre se han defendido, desde el mundo del trabajo, los derechos democráticos que han sido la expresión de su fuerza unitaria. Todo quebranto de dicha unidad conduciría a la debilidad del movimiento de los trabajadores, y de la izquierda. Es más, en la época de la globalización, en una UE que decide cada vez más sobre nuestros asuntos, las opciones de ruptura y división nos debilitarían hasta hacernos irrelevantes. No deberíamos olvidar nunca que la solidaridad es la esencia del sindicalismo y no hay acto más insolidario que desgajar una parte del conjunto cuando, como en este caso, es una de las más ricas. El que haya afiliados a favor de la independencia no debe ser obstáculo para que las organizaciones sindicales tengan una posición clara ante lo que supone un atentado contra los intereses de los trabajadores. Desde luego, no estamos por el inmovilismo actual. Apostamos por una reforma de la Constitución que amplíe los derechos sociales, que mejore nuestra convivencia democrática y el encaje de todos en una España mejor. Por eso los que luchamos juntos queremos seguir unidos dentro de una España y una Europa federales, garantía de que podremos avanzar en las conquistas sociales y democráticas.

Este artículo lo firman también Paco Acosta, Pedro Santiesteban y Miguel Ángel Zamora. Los autores son cofundadores de CC OO y fueron represaliados por la dictadura.


martes, 22 de septiembre de 2015

Los sindicatos y la independencia de Cataluña





Los secretarios generales de CC.OO. y UGT, Toxo y Méndez, se declararon ayer contrarios a la independencia de Cataluña. La respuesta de los dirigentes sindicales catalanes de ambos sindicatos fue tan rápida como escueta: “nosotros estamos por el derecho a decidir”. Se hace notar que: a) Toxo y Méndez no hablan del derecho a decidir, y b) que, en la respuesta catalana, no se menciona si están a favor o en contra de la independencia de Cataluña. Sea como fuere, el caso es que estamos ante un desencuentro no irrelevante. Que, ciertamente, no es de ahora.

Dispénsenme un meandro: la historia de las relaciones entre, al menos, Comisiones Obreras de Cataluña y la confederación general ha habido no pocos contrastes. Hablo de mis tiempos, naturalmente. Pero con la misma claridad debo decir que, cuando surgía uno de ellos, practicamos en diálogo, no siempre fácil, y tras las síntesis sucesivas nos poníamos de acuerdo. Me refiero a los tiempos de Marcelino Camacho y Antonio Gutiérrez, dos interlocutores potentes. Pues bien, no es esto lo que sucede ahora: el desacuerdo es público y de gran envergadura. Se acaba el meandro.

Hace más de un año, algunos percibimos que con relación a la cuestión catalana los sindicalistas confederales y los catalanes iban acentuando sus matices hasta llegar a convertirse en divergencias, que aunque no públicas eran la comidilla de los allegados a unos y otros. Algunos planteamos la necesidad de que se hablara sin prejuicios, con claridad. Hasta donde sabemos, nadie –lo que incluye por extensión a los dirigentes estatales--  hizo movimiento alguno de acercamiento de posiciones. O, tal vez, se hicieron y, así las cosas, constataremos que no han llegado a síntesis alguna.


De haberse llevado a cabo tal debate alguien hubiera planteado el problema, si es que lo hay, entre una hipotética independencia de Cataluña y la relación entre unos y otros; alguien hubiera puesto encima de la mesa si, en esa situación, qué vínculo tendría el sindicalismo catalán con la Confederación Europea de Sindicatos; alguien hubiera alertado de que, con razón o sin ella, la Organización Internacional del Trabajo (compuesta por sindicatos, empresarios y estados nacionales) no admitiría a Cataluña en su seno. Pero de ello (ni de nada) se habló entre, por simplificar, Madrid y Barcelona. Nadie, en Madrid tampoco, supo ni quiso anticiparse a los movimientos. Desde luego, Fernández Toxo tendrá que apechar, durante toda su vida, con su falta de reflejos ante esta cuestión. Por lo demás, así las cosas, ¿sabemos a ciencia cierta que la opinión de Toxo es compartida por el conjunto –o, al menos, por la mayoría-- de la CS de Comisiones Obreras o es un pronto

sábado, 19 de septiembre de 2015

La amenaza de los banqueros




Ya lo han visto y oído en los medios: la junta rectora de la asociación de los banqueros españoles ha declarado que retirará sus entidades que están presentes en Cataluña. Lo que me da motivo para seguir el palique que nos llevamos entre manos a propósito de lo que está sucediendo en Cataluña. Como diría el Magistrado Enrique López “vallamos por partes”, aunque debe y tiene que decirse “vayamos por partes”, si es que preferimos respetar el código de circulación ortográfica.  

No se debe reformar un edificio con materiales averiados porque, a la primera de cambio, se derrumba. Tampoco se debe construir una nueva casa partiendo materiales oxidados. Que, hablando en plata, quiere decir lo siguiente: el Partido Apostólico intenta frenar el proceso catalán sobre la base de amenazas y otros materiales averiados; los independentistas orgánicos responden sacando del viejo arcón del romanticismo –natualmente, puesto al día— toda una serie de argumentos rebozados con tanta manipulación como los primeros. En realidad, a estas alturas, el choque de trenes está, de un lado, en la amenaza de los primeros y en la manipulación del sentimentalismo de los segundos.

A la amenaza se ha sumado la coordinadora corporativa de los bancos. “Nos vamos de Cataluña si se cruza la raya”, han venido a decir. Es una amenaza que recuerda al papá enfadado que le dice a su tierno bebé aquello de mira que te doy un cachete para dejar las cosas tal como estaban.

Hasta los gauchos de la Patagonia saben que eso no sucederá pase lo que pase en Cataluña. Y si aquellos lejanos habitantes lo saben, usted y yo lo sabemos igualmente. Y tres cuartos de lo mismo saben los altos ejecutivos de la banca. En resumidas cuentas, todos sabemos que ellos saben que sólo se trata de una amenaza estándar del tipo “mira que te doy un cachete”.

Las entidades bancarias no se irán; no dejarán que las ingentes masas dinerarias pasen a manos de las entidades financieras extranjeras que vendrían a este panal de rica miel. De lo que se trata, no obstante, es de un intento de acollonamiento—placebo posiblemente pactado con el Gobierno de Mariano Rajoy, el Empecinado Chico, a cambio de cosas nada espirituales. De ahí que nadie en su sano juicio haya creído que esa amenaza tenga sentido. Por lo que podemos afirmar que quien tenga decidido el voto por las organizaciones independentistas no se va a inmutar y, tal vez, no pocos indecisos reaccionarán como venganza por el amedrantamiento. No pocos dirán: “ahora te vas a enterar, banquero de los cojones”. Este es un país que pasa del seny a la rauxa en menos que canta un gallo.

A las razones profundas (todavía por estudiar desapasionadamente) del trasvase de personas al soberanismo habrá que añadir la testarudez del Gobierno español y sus hologramas en no haber encontrado una solución política a un problema de gran envergadura. No solamente no se ha rectificado sino que se ha ido insistiendo con una serie de amenazas que han ido subiendo su diapasón cada vez más hilarante. Que han culminado con este amedrantamiento de los banqueros. De ahí que con tales materiales averiados es imposible construir algo con sentido. Con lo que este conflicto, de no resolverse, podrá durar hasta el día del Juicio Final.

Estamos, así las cosas, ante el fracaso de la política, que se ha ido construyendo sobre la base del palo de unos y del discurso torticero de otros. En unos casos se ha substituido el (unamuniano) sentimiento trágico de la vida por el esperpento de la vida. Con lo que, con tanta amenaza no serán pocos los que dirán: “Oigan ustedes, si hay que ir al Infierno se va, pero no nos acojonen”.

 

Apostilla. Les aseguro a ustedes que no pienso sacar mis ahorrillos de donde los tengo. Así es que voten con la relativa libertad que le proporcionan los romanos y los cartagineses. Por mi parte, les aseguro que el campanario no entra en mis preferencias de voto. Porque, como diría el recientemente fallecido Riccardo Terzi, “me interesa la izquierda, política y social, sólo en la medida en que propone objetivos universales, de liberación del hombre”. Cosa que presupone la hipótesis de la eficacia de los grandes horizontes y no la certeza de la inutilidad de la pequeña parroquia. 

martes, 15 de septiembre de 2015

Cataluña y la Unión Europea




Ha hablado Artur Mas, presidente en funciones de la Generalitat –número cuatro de la lista de su coalición y candidato oficial a repetir en el cargo— sobre Cataluña y la Unión Europea. En esta ocasión, hace un par de días, ha afirmado que “Para que Cataluña sea un nuevo Estado de la UE los países tendrán que ratificarlo. El Estado español nunca lo hará, y si eso pasa tendremos un problema”. ¿Solamente el estado español no lo ratificará?, nos preguntamos con curiosidad aproximadamente malsana.

Ahora bien, hasta la presente la opinión muy mayoritaria del independentismo era que el ingreso de Cataluña en la UE “estaba chupao”. Se desconecta de España y, en un abrir y cerrar de ojos, estamos en el club. En ese patio de vecindones que es facebook circula una reproducción de un suelto de Raül Romeva, antes de irse de excursión, donde aseguraba que el ingreso del nuevo estado en la UE era cosa de “cinco minutos”.  Que nuestro excursionista hablaba metafóricamente no es cosa de dudarlo, pero cinco minutos, dichos políticamente, es una señal de inminencia. Muy en especial cuando a este caballero, que ha sido europarlamentario, se le supone una información debida.

Ahora, el candidato Mas, que siempre insinuó que el asunto se arreglaba en un abrir y cerrar de ojos, corrije el punto de mira y admite que la cosa tiene su miga, que hay un problema, que tgendrán un problema. Ignoramos, no obstante, qué ha sucedido o qué información tiene ahora el caballero que antes no dispusiese. Sea como fuere, tras haber abonado el campo independentista con “no hay problema”, al que se han sumado las almas de cántaro, ahora –de sopetón--  aparece la dificultad. Ignoramos cuándo tenía la cabeza en poder el mosto, si antes o ahora.

Sin embargo, el candidato esconde todavía una carta. Dice que “el Estado español nunca lo reconocerá”, esto es, nunca dará el visto bueno al ingreso de Cataluña en la Unión. ¿Sólo el Estado español? ¿Acaso tiene datos la diplomacia catalana de que otros estados esperan el momento para darle el placet? ¿Quiénes? ¿La Francia que gratuitamente quiere favorecer a los nacionalistas bretones, la Italia que quiere echarle una mano a los liguistas del Norte? Parece que no está muy bien informado el candidato. Nuesto hombre, sin embargo, lo que intenta decirnos es que el Estado español es el único responsable de que una aspiración de masas (eso hay que reconocerlo) se vea truncada y, de paso, achacarle otro agravio. En definitiva, otra carga lírica: todos nos quieren en Europa, excepto España. Hablando en plata: el candidato –tanto con la cabeza en poder de las uvas como sin ella--  está mintiendo a la ciudadanía, al tiempo que emborrona una reivindicación de masas con una mentira caballuna.

En todo caso, esta aparente rectificación llega tarde: el archipiélago independentista ya ha asumido (o lo finge con desparpajo) creer que eso es cosa de “cinco minutos”. Y algunos tal vez finjan que ni siquiera podrán comprobarlo.

Addenda ingenua. Por esos mundos de las redes circula una foto: los diputados de la Lega del Nord están en sus escaños con camisetas catalanas independentistas. Albricias, han dicho no pocos aquí. Tal vez no han caído en la cuenta de que esa foto no les ayuda: ni son los mejores aliados, ni habrán conseguido la amistad del Estado italiano, sino todo lo contrario. Pero, ciertamente, esto no es poesía; se trata simplemente de prosa.

Radio Parapanda. ENTRE LABORISTAS Y “COMUNISTOIDES”



jueves, 10 de septiembre de 2015

La desubicación del nacionalismo, pongamos que hablo de Cataluña




Seis apuntes aparentemente inconexos


Primer tranco


Cuando se llega a una determinada edad, como es mi caso,   no es recomendable ir con melindres: tempus fugit que, según dicen, el divino Virgilio dejó insinuado en las Geórgicas. De manera que vayamos al grano.  ¿Por qué entiendo que el nacionalismo --me es indiferente el pelaje con el que se cubra-- está desubicado?

El Estado nación ha entrado en crisis, tal vez definitiva. Sólo le queda un papel simbólico como inercia de lo que fue. Los que hipotéticamente puedan aparecer en el escenario mundial serán, en mi opinión, achicorias de lo que fue en el pasado. A lo largo de este ejercicio de redacción procuraré desvelar las razones de lo que entiendo por desubicación del Estado nación y del nacionalismo. Especialmente del que quiere implantar un nuevo Estado, a construir sobre la base de los usos ideológicos del pasado. En este nuevo paradigma esos usos ideológicos del pasado chocan abruptamente con la realidad.

¿De qué cambio de paradigma estamos hablando? De la potente innovación—reestructuración de los aparatos productivos, del conjunto de la economía, en el contexto de la globalización e interdependencia. Lo que ha llevado, además, a la crisis del Estado nación. Toda política, toda acción colectiva organizada que persista en actuar en la vieja clave del Estado nación se va manifestando gradualmente como pura herrumbre, en algo inútil para la ciudadanía. Y, al contrario, lo que se escapa de esa lógica --como por ejemplo, la empresa y la economía— impone sus reglas y alcanza una nueva relegitimación. Como he señalado en otras ocasiones, aquí se pueden encontrar algunas claves de la crisis de la política en general y muy particularmente de la izquierda, incluida la que actúa en el terreno de lo social. También a los que substituyen la díada derecha e izquierda, por los de arriba y los de abajo. (Esto último es un tema que nos hubiera gustado que abordara Javier Terriente en su trabajo El factor P).

 

¿Por qué esta relación entre crisis del Estado-nación y la izquierda? Porque ésta no ha sabido leer las grandes transformaciones: la innovación y reestructuración en la globalización y sigue manteniendo su praxis en un territorio (el campanario) cada vez más asediado por tan poderosa interferencia. La vieja fortaleza está llena de goteras y no pocos escombros.   

 

 

Segundo tranco

 

Ahora bien, esa desubicación de los nacionalismos necesita disfrazarse por partida doble: de un lado, haciéndose heredera de las chansons de geste de tiempos lejanos, y, de otro lado, proponiendo una solución salvífica así para el presente como para el futuro. Es la mezcla de una elaborada ucronía con la propuesta de una utopía que no cabe en ninguna cabeza regularmente amueblada. Por una parte es la confusión entre novela histórica e historia; por otra, es el constructo ideológico de prometer a la Nación un presente y un futuro donde la nota principal es la indistinción entre las clases sociales y, sobre todo, una gratuita eliminación del conflicto social.  El resultado no deja de ser el siguiente: un sector no irrelevante de la izquierda acaba siendo cooptada por sus adversarios que pasan a ser amigos y saludados; y los de abajo se transforman, así las cosas, en acompañantes acríticos dejándose por ese camino todo distingo de alternatividad. 


En esa distorsión, las plumas alquiladas por el nacionalismo se afanan en un revisionismo historicista que intenta transformar las biografías de dirigentes emblemáticos de los de abajo en dirección radicalmente opuesta a lo que fueron. Pongamos que hablo, aunque no solamente es el único caso, de Salvador Seguí, El Noi del Sucre, el gran dirigente de la CNT a quien se le intenta hacer pasar por un catalanista y un patriota catalán. Lo que significa no sólo una obscenidad contra el propio Seguí sino, además, contra dicha organización de trabajadores nunca sospechosa de contaminación nacionalista.


Tercer tranco


He dicho más arriba que una parte de la izquierda ha sido cooptada, primero, por el nacionalismo  y posteriormente por el soberanismo. Tengo para mí que una plausible explicación de ello se encuentra en una indigesta lectura de los viejos textos bolcheviques acerca de la «cuestión nacional», cuya Vulgata fue elevada a  categoría de dogma en aquellos tiempos de antañazo, muy en especial el opúsculo de Stalin. Tengo la impresión de que, cuando se le ajustaron las cuentas a este famoso georgiano en tiempos de Kruscheff y posteriormente, la cuestión nacional (este evangelio según José) se libró de la quema.

Hoy día las teorías estalinianas sobre dicha cuestión son andrajos, productos de ropavejero. La globalización lo ha trastocado todo velozmente. Y sin embargo se están operando dos fenómenos simultáneamente: una tendencia –disimulada en unos casos y abierta en otros— al repliegue de las fronteras nacionales, de un lado; y, de otro, una globalización de la técnica, la ciencia y, muy en concreto, de la economía.

El repliegue a las fronteras y, en lo que ahora nos concierne, el nacionalismo, es una reacción temerosa del nuevo paradigma: ese temor le impide encarar los desafíos de los procesos de innovación—reestructuración en este mundo global. De manera que, así las cosas, la acción política y los conflictos sociales tienen las limitaciones que comporta tal desubicación. Aunque realmente ya no se trata de limitaciones sino de impotencia pura y dura. Por lo que las filípicas de Demóstenes en defensa de la ciudad-estado se quedan en el llanto de Jeremías. Que dichos discursos puedan movilizar a un sector no irrelevante de la ciudadanía no contradice lo anterior. Pero, lo sabemos desde tiempos muy lejanos, no todo lo que se mueve lo hace en la buena dirección.


Cuarto tranco


El nacionalismo catalán es una buena prueba de la desubicación que estamos comentando. En buena medida es la acumulación de sus propias impotencias que le imposibilitan a enfrentarse lúcidamente a sus adversarios. Ni siquiera ha tomado nota de las recientes derrotas del nacionalismo vasco y de sus intentos de rectificación en los tiempos.

Tengo para mí que no se ha estudiado a fondo, ni tampoco se han sacado lecciones políticas, de un giro de gran importancia que se dio en tiempos del segundo tripartito catalán. Fue la conferencia de Artur Mas, en la oposición, en la London School of Economics donde preparó las bases para sus futuras políticas neoliberales. Son las bases teóricas que, posteriormente, justificaron una sorda operación de privatizaciones y recortes en materias sensibles del Estado de bienestar como la sanidad y la enseñanza.Lo que, por cierto, ha comportado una degradación caballuna de tal calibre que se ha traducido finalmente en que la sanidad pública catalana (que es una competencia exclusiva de la Generalitat) esté en la cola de las comunidades autónomas. Lo que, en mi opinión, es el resultado de una gestión consciente cuyo objetivo es que, tras la desarboladura del welfare, los sistemas de protección social se trasladen al negocio privado. 


Quinto tranco


El nacionalismo de Artur Mas ha intentado fundir los usos ideológicos del pasado con los usos ideológicos del neoliberalismo. Esto es, la canción de gesta medieval y el dogma de una economía sin controles de ningún tipo. Esto es, lo que los clérigos (en el sentido que Julien Benda que le  da a esa expresión en La trahison del clergues) o no han visto o no han querido ver. Ninguna crítica al uso del poder por sus desafueros contra el welfare, ningún reproche a la indistinción de las políticas de Mas, algunas de las cuales fueron pioneras, con las de Rajoy. Por supuesto, no todos los clérigos tuvieron esa actitud. Tampoco ninguna amonestación por el inmenso estercolero de la corrupción, cuyo baricentro estaba en el mismo gobierno de la Generalitat y en Convergència, porque estaban preparando otro tipo de amonestaciones: las que preceden al matrimonio religioso.

Y de la misma manera que el neoliberalismo ha creado su propio teologúmeno («no hay alternativa», afirma), el nacionalismo ha ido exasperando su propio dogma así el del pasado como el del presente. Fuera del mismo no hay salvación parecen indicar. A tal efecto Manel García Biel denuncia alguna que otra depuración en su artículo  PP y Convergencia, dos caras de una misma moneda, publicado en Nueva tribuna.



Sexto tranco



Ayer empezó la campaña electoral en Cataluña.  Ya veremos en qué acaba todo esto. No es costumbre de un servidor hacer pronósticos, porque no es cosa competir furtivamente con los arúspices. No obstante, me reservo esta pequeña osadía: sea cual fuere el resultado de las elecciones no se conseguirán los deseos estratégicos de los independentistas. Pero el conflicto seguirá. De donde infiero que se precisan los cambios necesarios y suficientes para bajar considerablemente los grados de esta olla a presión.    

domingo, 6 de septiembre de 2015

YO SOY BUENISTA… ¡Y A MUCHA HONRA!




Miquel A. Falguera i Baró
Magistrado del Tribunal Superior de Justicia  de Cataluña*



Afirmaba Manolo Vázquez Montalbán en su genial “Panfleto desde el planeta de los simios” (una profecía del todo cumplida de necesaria lectura hoy): “no hay verdades únicas, ni luchas finales, pero aún es posible orientarnos mediante las verdades posibles contra las no verdades evidentes y luchar contra ellas. Se puede ver parte de la verdad y no reconocerla. Pero es imposible contemplar el mal y no reconocerlo. El Bien no existe, pero el Mal me parece o me temo que sí”.

Viene la cita a colación porque últimamente se está poniendo de moda por los ideólogos neoliberales hablar de “buenismo”. La Wikipedia-de-todos-los-santos define esa expresión en la forma siguiente: “término acuñado en los últimos años por algunos sectores para definir ciertos esquemas de actuación social y política que tienen por eje esencial la puesta en práctica de programas de ayuda a los desfavorecidos, basadas en un mero sentimentalismo carente de autocrítica hacia los resultados obtenidos”. Debo reconocer que las primeras veces que oí la palabreja me desconcertó. Sin embargo, con el paso del tiempo, cuando me tachan de tal reivindico orgullosamente mi condición de buenista.

Algunos, entre los que me cuento, no podemos soportar ver sufrir a nuestros congéneres. Porque la civilidad no se ha basado históricamente, contra lo que afirma el pensamiento neoliberal hegemónico, en la competición entre humanos –para alcanzar la condición de “macho alfa”-, sino en la solidaridad de los miembros de la especie. Algo de eso nos enseñó el abuelo de Tréveris. Como también lo hizo mucho antes el Nazareno. Lo otro, el mero egoísmo, es condición propia del resto de animales (y no de todos). Quién quiera ser el gorila más aullador y potente de la manada que se vaya al centro de África, entre sus congéneres primates.

La fotografía del cadáver del niño Aylan en una playa turca es terrible, horrorosa. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, nos devuelve por un momento a los europeos nuestra condición de humanos. Buena parte de nuestros conciudadanos, que vivían tan felices en su idílica torre de marfil, ajenos a otras realidades y reticentes ante “los otros”, han descubierto el sufrimiento que nuestro bienestar genera en el resto de la especie. Cierto: sólo por un momento. De aquí pocos días ese pequeño niño muerto arrastrado a tierra por las olas dejará de subyacer en la mentalidad colectiva. Pero Aylan ha servido, al menos, para que por unos instantes la solidaridad humana se reivindique. Después de que los media expusieran la imagen nuestros gobernantes parecen estar más activos ante la tragedia de nuestros vecinos del Sur. Aunque lo estarán sólo en el efímero espacio que dura el imaginario colectivo.

Pero ocurre que hay muchos Aylan también en nuestras sociedades, aunque las fotos de sus cadáveres no salgan publicadas en los papeles. Están ahí los miles de niños con los que compartimos ciudades que pasan hambre. Está mucha gente sin trabajo en situación desesperada, sin la menor seguridad respecto a lo que ocurrirá el día de mañana. Está la gente despojada de sus casas y viviendo a salto de mata. Está los conciudadanos que aceptan cualquier tipo de trabajo por mera subsistencia, aunque con ello pierda su dignidad. Está una buena parte de nuestros ancianos e inválidos, percibiendo pensiones de miseria. Están los inmigrantes que nos rodean pero que no vemos. Y están tanto otros que rozan, cuando no están incursos, en la miseria.

Las estadísticas al uso nos dicen que, al parecer, nos estamos recuperando. Pero los voceros de las meras cifras también obvian algo evidente: que está creciendo exponencialmente la desigualdad. La supuesta riqueza que se crea redunda, pues, en beneficios de unos pocos. Pues bien: eso es el neoliberalismo; el triunfo de los “macho alfa”. Nuestros padres nos enseñaban aquello de “más vale pobre pero honrado”. Sin embargo, el paradigma actual es algo así como “quién no es rico no triunfa en la vida”;  por tanto, en una especie de darwinismo social, los pobres deben al parecer fenecer.

Hoy se habla del espíritu emprendedor (¡incluso se quiere implementar en la educación!). Y poco en boga está reivindicar la solidaridad y la fraternidad (ergo, las características que han comportado que la especie humana se haya situado en la cima de la pirámide de las especies).

Pero eso no ha sido siempre así. Por unos pocos decenios la Democracia –con mayúsculas, esto es: entendida no únicamente como mero ejercicio de la libertad individual, sino también compuesta de igualdad y fraternidad- se conformó como el marco de convivencia. Cierto: cuando los poderosos tenían miedo. Así se recoge aún en nuestras constituciones, del todo ya vacías de contenido.

Pero yo me sigo reclamando como “buenista” (posiblemente porque soy jurista y entiendo que el objetivo del Derecho no es la consecución de la paz social, sino de la justicia, tal y como nos enseñó el maestro Bobbio).

Cierto: ya no sé dónde está la verdad –probablemente, porque “la Verdad” no existe ni ha existido nunca- pero, como humano, reconozco el mal. Y el mal no está sólo en una lejana playa de Turquía en la que el Mediterráneo arrastra  el cadáver del pequeño Aylan o en el desolado paisaje de Auswitch. También coexiste con nosotros –y en nosotros mismos, con la codicia como bandera de buena parte de nuestras actitudes personales-. No pretendo ser apocalíptico, pero cada vez me parece más evidente que el mal ha echado raíces entre nosotros, de la mano del neoliberalismo.

Por eso les propongo que la próxima vez que les tilden de “buenista” se reclamen orgullosos como tales y califiquen a su interlocutor como lo que es: un malnacido.


* Este artículo es una exclusiva del autor para Metiendo bulla. Su reproducción deberá citar la procedencia de dicho artículo.




sábado, 5 de septiembre de 2015

Protestar en España




Escribe: Javier Tébar


El fenómeno de la protesta en la sociedad española, el carácter multifacético que ha expresado durante los últimos años ha venido suscitando un debate público que está lejos de zanjarse. En el informe de Amnistía Internacional España: El derecho a protestar, amenazado, publicado el pasado año 2014, se advertía que en un contexto de crecientes movilizaciones sociales, de manifestaciones públicas donde el fenómeno de la violencia no era central, en nuestro país se operaban cambios que restringían el derecho a la libertad de expresión y reunión pacífica. Un año después estamos hablando de la entrada en vigor de la llamada “Ley mordaza”, pero también estamos hablando de más cosas. De cómo se concibe el ejercicio del conflicto social, un ejemplo son los más de 300 sindicalistas, hombres y mujeres, que viniendo siendo juzgados y condenados por hechos relacionados con la huelga general del 14 de noviembre de 2012. Pero también de cómo se entiende el proceso político y el propio valor de la democracia.

            La emergencia reciente del fenómeno de la protesta, sin duda, ha contribuido a que desde diferentes puntos de vista y distintas disciplinas el análisis de la acción colectiva se cotice al alza en el mundo editorial español; también entre los estudios historiográficos. De manera que han aparecido una serie de publicaciones que abordan la cuestión desde el punto de vista histórico y que examinan continuidades y cambios en torno a la protesta. Sin agotar todos los títulos, señalo algunos de los editados más recientemente. Con escasa diferencia de fechas en su aparición, han sido publicados la síntesis histórica de Juan Sisinio Pérez Garzón, Contra el poder. Conflictos y movimientos sociales en la Historia de España (Comares, 2015, 334 pp., 24€) y un estudio de síntesis pero de distinto signo, inscrito en el campo de la historia actual, como es el de Pedro Oliver y Jesús-Carlos Urda, Protesta democrática y democracia antiprotesta (Pamiela, 2015, 154 pp., 14€). Por último, aunque apareció publicado con anterioridad, cabe mencionar el libro de Rafael Cruz, Protestar en España, 1900-2013. (Madrid: Alianza Editorial, 2015, 352 pp. 20,90 €). Avanzo al lector que lo que me propongo aquí es una breve reseña de esta última obra, que tiene también un carácter de síntesis y alta divulgación.

            Rafael Cruz, historiador y profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, lleva décadas dedicándose a investigar la historia de la acción, las identidades y la violencia colectivas en Europa durante el siglo XX. En esta ocasión nos ofrece una obra solvente y sugerente sobre el fenómeno histórico de la protesta social en España a lo largo de más de un siglo, entre 1900 y 2013. En su capítulo inicial, “La política de la protesta”, se expone la perspectiva teórica y las herramientas conceptuales del trabajo. El autor explicita el propósito de definir “algunas de las características de la protesta en España, su evolución y las circunstancias que la hicieron posible” (p. 16). De entrada, como reconoce el propio Cruz, un referente para su estudio es la obra hoy clásica de Manuel Pérez Ledesma Estabilidad y conflicto social. España, de los íberos al 14-D (Nerea, 1990); en particular los son sus capítulos del 6 al 9, que constituyeron entonces una apuesta decidida por la incorporación de los movimientos sociales a la historia del conflicto. Por otro lado, y como ha venido siendo habitual en sus anteriores investigaciones, Cruz lleva a cabo una relectura personal de un fondo teórico y metodológico que se nutre de los enfoques de la sociología del conflicto y de la política contenciosa, propios del ya desaparecido Charles Tilly. De ahí la definición de la protesta ofrecida por el propio autor: “es un tipo específico de actuación realizada para influir en la distribución existente de poder”. A la hora de clasificarla, este tipo de actuación, si bien se diferencia de la electoral o administrativa, pertenece a una familia común: la política, con su lógica y orden propios.

            La protesta puede tener una naturaleza “colectiva o individual, pública u oculta, pero siempre conflictiva: procede del conflicto y a la vez lo genera, al afectar a la posición de otros grupos y personas”. En el caso de la protesta colectiva su dinámica corresponde “a la interacción entre desafiantes y oponentes, con la frecuente intervención de los medios de comunicación y, sobre todo, de los gobiernos, al facilitar, encauzar o reprimir la protesta (…) Su propósito no es otro que transformar una relación social cualquiera en un conflicto social y reclamar su solución” (p. 16). Es la creación de incertidumbre respecto del alcance de su propia actuación lo propiciado por la gente movilizada. Así las cosas, la protesta es concebida como una forma más y distintiva de la participación política, integrante de los procesos políticos.

            Pero la protesta constituiría también un conjunto de símbolos, conformados de la combinación de esquemas interpretativos de la realidad social y modelos morales de comportamiento. Por ejemplo, la indignación como construcción simbólica requiere de la identificación como conflictivas de determinadas situaciones, la definición de sus protagonistas y de la elección de soluciones para resolverlas que pasan por ofrecer una alternativa. Mediante estos símbolos las personas construyen y expresan significados con los que pensar y actuar en el mundo. Por último, la acción de protestar se caracteriza por su trayectoria histórica, paralela a los cambios sociales de los últimos siglos.

            En cuanto a la activación de la protesta, la privación relativa de individuos o grupos o bien sus interpretaciones respecto de una situación conflictiva son condiciones necesarias pero no suficientes para protestar. Se requieren recursos para su realización, así como la existencia de oportunidades políticas y, por último y no por ello menos importante, una cultura de la protesta. Estos tres últimos elementos, las relaciones entre ellos en una perspectiva temporal larga, son centrales en el estudio que nos presenta Cruz. A partir de este esquema teórico, el autor ofrece un análisis de la acción colectiva que opta por tomar como hilo conductor “las actuaciones y los recursos empleados para llevarla a cabo” (p. 18).

            En cuanto a su estructura, el estudio se nos presenta como un tríptico, que adopta un orden cronológico para su exposición. La primera parte aborda el período que va de 1900 a 1939, con el título suficientemente expresivo de: “Al vaivén de los regímenes políticos”. Esta es una etapa de casi cuatro décadas de convulsa historia política, en la que se pasó de una monarquía parlamentaria a una dictadura, de una dictadura a una democracia republicana y de ésta, de nuevo y mediando una guerra civil de tres años, a una dictadura. Una segunda parte del libro está centrada en “La protesta en tiempos difíciles”, es decir, durante la larga dictadura del general Franco, que van de 1939 a 1977. Y, finalmente, en una tercera y última parte se analiza e interpreta la protesta a partir de la política del movimiento social, la forma de protesta estrella de su repertorio moderno, ya en un régimen democrático, entre 1978 y 2013. El estudio finaliza con un capítulo conclusivo, dedicado a ofrecer un balance de “Más de cien años de protesta” (pp. 305-320).

            Como punto de partida, Rafael Cruz utiliza un recurso que le permite establecer una comparación del conflicto en el pasado y en el presente. Uno puede ver en ello una forma adecuada de plantear “el presente en clave histórica”. El libro arranca con la descripción periodística de dos momentos de la protesta, uno situado a principios de siglo XX y otro ya en el presente siglo, en 2013. Ambos ilustrarían las variaciones y transformaciones que se han producido en la forma de protestar a lo largo de más de una centuria en España. Entre ambos casos escogidos dista un elemento central: el carácter violento o no de la protesta, ya sea en su acción o como resultado de la reacción de las fuerzas de orden público. A partir de este contraste, el autor sitúa, de entrada, el argumento principal que atraviesa el libro por completo, de principio a fin. Se trata de la transición a principios y a lo largo de todo el siglo XX desde un repertorio comunitario de protesta a uno definido como repertorio cosmopolita. Ambos mantuvieron un inicial convivencia a lo largo de las primeras tres décadas del novecientos, de modo que no hubo sustitución sin transición. A estos repertorios de protesta se suman las experiencias de rebeliones e insurrecciones y ciclos de protesta, es decir, “de parábolas de la protesta con innovaciones en su desarrollo”. Así como el registro de episodios de resistencia cotidiana, individual o semiindividual, de carácter anónimo o conocido, oculto o elíptico. Avanzo dos primeras conclusiones generales sobre esta evolución: primero, la mayor parte de la protesta desde 1900 en España ha ocurrido sin violencia y, segundo, la intervención policial –o la amenaza de su uso- fue la principal generadora de violencia en la protesta.

            Las vicisitudes por la que atravesó en el caso español una cultura de la protesta centrada en el repertorio cosmopolita son analizadas en detalle por Rafael Cruz. En un primer momento, la intolerancia que caracterizó a los gobiernos de la Restauración impidió que arraigara esa cultura. Sería ya durante los años treinta cuando, a pesar de las restricciones a la presentación de las demandas en la calle por parte de los gobiernos republicanos, tuvo lugar una importante experiencia de aprendizaje de aquel tipo de cultura del conflicto social. Sin embargo, este tránsito de un repertorio de la protesta a otro se vio interrumpido por la rebelión militar, el inicio de la guerra y la posterior dictadura del general Franco. No fue hasta bien entrados los años setenta, con el inicio de un ciclo de protesta entre 1974-1976 –relacionado con la propia crisis de la dictadura- cuando el repertorio cosmopolita adquiriría el carácter de única cultura de la protesta disponible en España. Entonces la centralidad la adquirió el movimiento social que –una vez precisado que no toda protesta constituye un movimiento social- es definido por el autor como “una campaña de protesta integrada por distintas actuaciones y por mensajes de respetabilidad, unidad, respaldo y compromiso” (p. 19), en la línea de lo formulado por Tilly. Con la institucionalización de la monarquía parlamentaria y a pesar del llamado “desencanto” con la política o la amenaza del 23-F de 1981, el repertorio cosmopolita “se hizo tan grande que esparció el movimiento social por los confines de todos los conflictos”, multiplicándose durante los años ochenta y llegando a su época de esplendor (p. 309, en su capítulo 12 de carácter conclusivo).

            Más allá del caso español, Cruz sostiene que el Derecho a reclamar derechos de ciudadanía dependió, en todo lugar y en toda época, del tipo de régimen político, del carácter de los Estados y de las capacidades de los gobiernos. En este sentido, la trayectoria de la protesta en España no constituyó ninguna anomalía respecto a los principales rasgos que adoptó en otros países, más allá de aspectos particulares propios de cada región. La protesta surgió del aprovechamiento de oportunidades políticas y de culturas de la protesta disponibles en las redes sociales de comunicación existentes. Los protagonistas de la protesta no habrían sido las clases sociales, el pueblo, las masas, el público, la gente, los desheredados o los miserables -“términos todos ellos resultado de la pura imaginación e invención ideológica sobre las divisiones y protagonistas sociales”, sostiene Cruz-, sino que sus protagonistas, en el enfoque explícitamente adoptado por el autor, habrían sido lo que denomina “agrupaciones versátiles de individuos integrados en diversas redes sociales de comunicación”, es decir, gremios, universidades, casas del pueblo, ateneos, barrios, oficinas, talleres, fábricas, sindicatos, partidos políticos, etc. “La existencia de estas redes cambiantes posibilitó la protesta al permitir la creación de definiciones compartidas de lo que ocurría y la provisión de recursos humanos, materiales y culturales para desplegarla (todo ello en pp. 306-307)”.

            Sobre los fenómenos recientes en torno a la protesta en nuestro país Rafael Cruz nos ofrece una interpretación, congruente con su concepción de conflicto social, del ciclo de protesta iniciado en 2001-2003, durante el último gobierno popular de Aznar. En esta etapa se expresó una heterogénea protesta: frente a las reformas en el ámbito educativo, ante los Planes Hidrológicos Nacionales y los trasvases, como respuesta al accidente del Prestige, contra la invasión de Irak, ante la reforma laboral o la reconversión de los astilleros. El autor sostiene que aquel ciclo de protesta fue algo más que una situación anterior y concluida antes del inicio de la “Gran Recesión” iniciada en 2008. En efecto, la permanencia del substrato y de la experiencia obtenida por diferentes grupos de personas durante la concentración de protestas de aquellos años tuvo como resultado la incorporación de activistas y redes que se configuraron en un período corto de tiempo, y que continuarían actuando durante lo que Cruz califica de “desierto contestatario” de mitad de la década, tras el descenso de esta protesta que coincidió con el primer gobierno socialista de Rodríguez Zapatero. En el contexto de crisis iniciada a partir de 2008-2009, estas redes de comunicación social y la creación de determinados símbolos nos pueden ofrecer más elementos para el análisis y la explicación del fenómeno de emergencia de la protesta y el impulso de nuevos movimientos sociales (desde la PAH, el 15-M, las llamadas “mareas”, etc.) que exclusivamente las consecuencias -por otro lado, devastadoras socialmente- de las crisis financiera y económica por la que atraviesa el país.

            Así las cosas, ante el resultado de algunas de estas nuevas experiencias del movimiento social, como por ejemplo la de la “Marea blanca” en Madrid y su logro de paralizar, mediando una resolución judicial, el proceso de privatización de la Sanidad en la esta comunidad, Rafael Cruz formula una pregunta del todo pertinente: “¿fue la protesta en forma de movimiento social la que doblegó a las autoridades?, o ¿la protesta en la calle consistió sobre todo en la presentación de un agravio y una demanda ante la opinión pública?”(p. 304) Si la protesta se concibe como una forma de participación política que, en contra de su estigmatización por parte de los gobiernos, propicia efectos favorables a la democratización de las formas política y de gobierno, tenemos una posible respuesta.

            Aunque la protesta se ha modificado, ha adquirido a lo largo del tiempo rasgos distintos de los anteriores y precedentes, es previsible que también adoptará formas nuevas en el futuro. Según Rafael Cruz lo hará a través de “un movimiento no lineal, ni progresivo, ni estructural, sino curvilíneo, reversible y contingente, como el resto de la historia de la vida social” (p. 17) En este sentido, se nos advierte sobre lo que podría representar el “ciberutopismo” para la protesta. Coincidiendo, desde mi punto de vista, con algunas, no todas, de las cuestiones apuntadas por César Rendules en Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (Capitán Swing, 2013, 206 pp. 15€), Cruz sostiene que este camino podría constituir incluso una ruptura con “la larga historia de la resistencia triunfante al control gubernamental”. Porque si se vaciara la calle para llenar la red de convocatorias, se desplazaría el foro, en sus variados espacios, que ha convertido la protesta en cívica y democrática (p. 320).

            Añado, finalmente, una reflexión que me ha suscitado la lectura del libro. Se nos dice que al igual que sucede en el caso de otras identidades colectivas (pueblo, nación, género, edad, orientación sexual), la mayor parte de la protesta genera ciudadanos; históricamente “convirtió a personas y grupos diversos en ciudadanos al ejercer un derecho político, sin el que permanecerían ocultos, como los conflictos”. Esta afirmación hace evidente que otras identidades colectivas como la clase social –y cabe advertir de las relaciones contradictorias entre la categoría de clase y la de ciudadanía- no entran aquí en juego. La posición de Rafael Cruz, ya conocida por otros trabajos, respecto al derrumbe del “imperio de la clase” propia del novecientos subyace en su afirmación. No obstante, cuando nombra redes sociales de comunicación menciona al sindicalismo, que continúa autodefiniéndose a día de hoy como sindicalismo de clase. A veces de manera apresurada y poco precisa -en particular en la tercera parte del  libro-,  se nos habla de movimientos sociales que emergen en el cambio de siglo y a su lado aparecen como sujeto “los sindicatos”. Así es en las campañas contra la invasión de Irak, contra el Plan Hidrológico Nacional, en las primeras acciones contra los desahucios, por poner algunos ejemplos. Si “protestar en España continúa su historia”, tal y como se nos dice, será necesario examinar cómo se desvanecen o expiran, si es el caso, o bien cómo se transforman, si lo hacen, aquellas formas nacidas en el pasado que están presentes en el conflicto social. Aunque éste sólo sea una parte de toda su historia y su actuación. No hacerlo, es dejar de lado algo que también ha marcado en buena medida esa transición al repertorio cosmopolita de la protesta en nuestro país. Me refiero a las relaciones, contradictorias y cambiantes, entre los movimientos sociales y el movimiento sindical, que vienen de lejos. Unas relaciones que tienen su propia historia, a veces resuelta de forma inadecuada presentando al sindicalismo, aunque no de manera explícita, con los ropajes del “fantasma de la ópera”.

            Protestar en España, para concluir, cuenta con el sello habitual del autor en cuanto al rigor desde el punto de vista analítico y tiene la virtud de contribuir al avance del conocimiento de la protesta en la época contemporánea y actual. A lo largo del libro se plantean toda una serie de cuestiones capaces de abrir, en mi opinión, nuevos interrogantes y estimular el debate historiográfico; pero también y fundamentalmente ciudadano.


Radio Parapanda.--  Isidor Boix; Sobre la RSC y la globalización de los derechos



martes, 1 de septiembre de 2015

El factor P



Escribe Javier Terriente Quesada

Como siempre ocurre en periodos electorales, las diferencias entre el PSOE y PP suelen extremarse, con una notable falta de memoria del primero y un gran manto de mentiras  en el caso del segundo, a la espera de que una vez alcanzada la hipótesis de un cambio de gobierno se diluyan bajo un pragmatismo responsable, en cuyo nombre   caben toda clase de atropellos, redes corruptas y anomalías democráticas. El problema de este llamado pragmatismo responsable, tan apreciado por los viejos partidos de orden (frente a la amenaza de los “populismos irresponsables” que lo cuestionan), es que al ampararse en lo existente como la única realidad posible y disolver en lo cotidiano el horizonte de lo deseable, proclama sin pudor la caducidad de las políticas de reformismo fuerte y el fin de las ideologías emancipatorias. Ello conduce inevitablemente a estimular mecanismos bipartidistas que favorecen un nuevo reparto espurio de las instituciones estatales.

Estas semejanzas, que se encuentran en el origen del descrédito que amenaza la legitimidad del sistema de partidos, se agrava ante el hecho de que la izquierda tradicional vive empantanada en un proceso de crisis permanente, derivada de su incapacidad para pensar y actuar en la perspectiva de las nuevas magnitudes que caracterizan este cambio de época. Eso le impide, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, ejercer de portavoz de una verdad irrefutable acerca del devenir histórico y las tareas esenciales de la clase obrera. Por el contrario, es una realidad dramática que antiguas verdades y reglas de la izquierda, que movieron casi desde la nada montañas de esperanzas, se convirtieron en dogmas de fe de una iglesia laica omnipotente y omnisciente, que solo encuentran refugio ahora en partidos crepusculares o en trance de serlo. No es casualidad.  Dirimir el carácter de izquierdas de una organización en virtud de una enumeración de autoproclamaciones en torno a la defensa escolástica del marxismo, la simplificación de la lucha de clases o el advenimiento de la III República, ya no basta. Se necesitan respuestas nuevas a la crisis inédita del capitalismo post fordista y a la emergencia de nuevas categorías sociales y profesionales, al empobrecimiento sin fin de las clases medias y a las crecientes desigualdades.

Europa existe y existe de una forma determinada mediatizada por las fuerzas fundamentalistas de mercado; su complejidad va más allá de la llamada Europa de los mercaderes. La disyuntiva no pasa por el retorno a las antiguas monedas nacionales. Guste o no, los Estados actuales ya no son ni volverán a ser  las vías por donde transcurran las decisiones esenciales sobre la economía, las finanzas, el derecho, el trabajo y la política. Es una evidencia que la respuesta a los nuevos desarrollos capitalistas no puede abordarse con mentalidades y herramientas viejas, mediante atajos que piensen el futuro de Europa en términos de Estados nacionales independientes y/o feudalizados. Revitalizar el proyecto social y democrático europeo, truncado por las políticas neoliberales, exige sobre todo tenacidad y paciencia para dar una nueva dimensión al protagonismo democrático de los ciudadanos e impulsar los cambios políticos imprescindibles en la actual correlación de fuerzas  de la Unión Europea. Por ello, la prolongación indefinida de un determinado tipo de disputas nominalistas en la izquierda tradicional, ancladas en análisis del pasado, no hace sino empeorar su tendencia irrefrenable hacia la insignificancia, como si esta formase parte del orden natural que le corresponde en el actual universo político.

Por otro lado, es constatable que la corrupción, el nepotismo y las redes clientelares, no le han sido ajenos en determinados casos; la apuesta inaceptable por modelos desarrollistas ligados al ladrillo en áreas de alta intensidad especulativa, creó las condiciones para ello. No resulta entonces insólita la fusión, sin conflicto aparente en un mismo discurso, de una ardiente retórica “revolucionaria” oficial con la incapacidad para construir alternativas políticas y económicas verosímiles. Teniendo en cuenta estas cuestiones, ¿no estaría justificado preguntarse qué es lo que queda detrás de las toneladas y toneladas de manifiestos y programas idénticos entre sí, inmunes al paso del tiempo, signo insoslayable de un arraigado inmovilismo doctrinal?: un discurso residual de tipo identitario más que discutible, varias décadas de resultados electorales de escasa relevancia (salvo contadas excepciones), la conversión del antiguo PCE en un grupúsculo fundamentalista, una serie de experiencias de gobierno cuando menos contradictorias (algunas, poco gloriosas), y un catálogo de apelaciones sectarias a la unidad de la izquierda, dirigidas más a la autoafirmación de un sector muy minoritario del electorado que a la voluntad de conquista de nuevas mayorías sociales. En estas condiciones, resulta un tanto disparatada la arrogancia de expedir certificados de buena conducta, en función de que se acepte participar o no en un frente de izquierdas de cara a las elecciones generales.

Es interesante observar, que determinados medios ya han asignado a Podemos la casilla que le corresponde en el nuevo escenario electoral, acompañado de un manual de instrucciones precisas: 1- no invadir espacios que pertenezcan por derechos históricos a otros partidos, particularmente al PSOE; 2- impedir que la transversalidad de las protestas provocadas por las políticas neoliberales tenga un nuevo destinatario.  No importa que la socialdemocracia se haya transmutado en una fuerza corporativa, cuyos líderes, cíclicamente, ejercen de izquierdistas en la oposición y de “dirigentes responsables” en el gobierno. Por encima de todo, el guion señala que Podemos ha de ser coherente con su misión fundacional, atornillado a la casilla del radicalismo populista y chavista, en disputa con las izquierdas tradicionales; ergo su destino no puede ser otro que el de participar en un frente de izquierda, al que ya se le ha otorgado graciosamente una franja electoral minoritaria preestablecida. No hay elección. Podemos debe asumir la condición subalterna que le confieren las leyes  inscritas en su naturaleza política y ser respetuoso con las dinámicas de reorganización del poder en un marco bipartidista. La finalidad: garantizar la eventualidad de acuerdos combinados entre PP, PSOE y Cs e impedir a cualquier precio un gobierno de o con Podemos; en todo caso, restarle capacidad para convertirse en una fuerza determinante. Grecia está cerca y aún en su derrota (la izquierda revolucionaria con 3 R, esa a la que no le tiemblan las piernas, lo llama alta traición), es preciso evitar a toda costa el contagio del Syriza de Tsipras cortocircuitando el ascenso de Podemos. He ahí uno de los muchos puntos comunes entre la derecha y la socialdemocracia europea y española. Esta estrategia tuvo sus antecedentes a mediados de los años setenta y comienzos de los 80 del siglo pasado, cuando el ascenso de las izquierdas en Europa parecía imparable. La revolución de los claveles en Portugal (1974), la caída de los Coroneles en Grecia (1976), la inminencia del acceso al poder del PCI en Italia a través del Compromiso Histórico con la Democracia Cristiana  de Aldo Moro (1978), Mitterrand y su Programa Común (1981) y las excelentes expectativas del aún ilegal PCE, hicieron sonar las alarmas de la OTAN, Centinela de Occidente y de la Civilización Europea. Al peligro que suponía un gobierno de, o con, el PCI en Italia se le llamó factor K. Hoy, a la amenaza que representa Podemos, con todas las variables y matizaciones del mundo, se le podría denominar Factor P.    
1+ (-1) = 0

Parece ser que la llamada confluencia política de la izquierda se ha convertido en un novísimo Santo Grial, que permitiría un cambio radical en la correlación de fuerzas en las próximas elecciones generales. Poco a poco se ha ido generando desde los grandes medios de comunicación una suerte de razonamiento místico o tautológico en torno a un juego de palabras circular: Sumergirse en la confluencia sería como purificarse en las aguas del Jordán, que absolvería de sus pecados pasados a Podemos, permitiéndole el ingreso en la cofradía de los creyentes verdaderos. No hacerlo, equivaldría a un crimen de lesa traición. ¡Ay, amenazan, si Podemos se atreve a rechazarla tras las elecciones catalanas, asumirá de por vida la responsabilidad de la derrota de las clases populares en las generales

¿Sin embargo, de qué se trata cuándo se habla de confluencia?

En términos generales, parece de sentido común aplicar las matemáticas elementales a la política: dos más dos igual a cuatro. Ahora bien, siempre que se sumen cantidades homogéneas y de signo positivo. De lo contrario, las cuentas no salen.

Pero, ¿qué ocurre cuando lo que se ha dado en llamar pomposamente como confluencia no es sino una réplica multiplicada ad infinitum de un mismo o varios sujetos políticos en sus más variadas interpretaciones satelizadas, provincia a provincia, región a región? ¿Cómo interpretar una colección de siglas de escasa o nula representación social sino como uno de esos celebrados episodios de romanos vestidos de cartagineses (y viceversa) según las conveniencias territoriales de la acción fílmica? ¿No es ventajismo político apelar a los éxitos municipales de Madrid y Barcelona como forma de presión a Podemos, para que renuncie a candidaturas propias en toda España, y no al fracaso de las llamadas candidaturas de unidad popular en el resto del país, bajo control de la izquierda tradicional?

Siendo esto así, no parece lo más adecuado llamar unidad popular a una simple colección de entidades de representatividad cuestionable, urgidas por la imperiosa necesidad de refugiarse en una marca participada por Podemos, ante el peligro de desaparición inminente en las próximas citas electorales. Si, además, esas candidaturas se presentan a la estela de una denominación igual o parecida a alguna de las ya contrastadas, mayor apariencia de arraigo popular. En este escenario de sombras chinescas, lo importante no son los contenidos sino fagocitar una imagen simbólica acreditada (Ahora Madrid, por ejemplo, o antes Ganemos Barcelona), repetida hasta la saciedad, que trasfiera prestigios ajenos.

Si hace escasos meses las primarias abiertas eran objeto de burla por tratarse de un “invento norteamericano”, ahora hay quien hace suya esa iniciativa aunque sea  en versión tutelada e interna del formato original; si Podemos y sus dirigentes eran un producto mediático destinado a desaparecer a las primeras de cambio (como aseguraban que sería el destino del 15M), ahora se les busca desesperadamente para reclamarle altura de miras y generosidad ilimitada; si hasta hace unos meses Podemos no era un instrumento fiable por “situarse en el centro del tablero”, “no ser de izquierdas ni de derechas”, o instalarse fuera de los “conflictos de clase”, ahora ya no importa, las angustias electorales (y las derrotas municipales y autonómicas con sus secuelas económicas) dictan que el desprecio se trastoque en respeto y el desdén en objeto de deseo.    

El hilo argumental que justificaría esos cambios de opinión se sostiene en que las experiencias municipales de Madrid, Barcelona, Valencia….se basan en modelos extrapolables para las generales. Nada más desacertado.

Primero, porque el discurso y las estrategias de las izquierdas representadas en esas candidaturas (y las problemáticas territoriales de referencia) tienen poco que ver con los de la izquierda tradicional o no la incluyen, como Madrid y Valencia. En este caso, es inevitable que surja una cruel paradoja: si las propuestas y formatos municipales de Madrid, Barcelona, Valencia, Baleares o Galicia, son el modelo a seguir en el resto de España, ¿no sería deseable que una de las condiciones necesarias para su éxito sea que esa izquierda, en un acto de generosidad, no obstaculice el proceso?

Segundo, porque los actores y las alianzas que intervienen en el plano municipal tendrán, previsiblemente, un comportamiento muy distinto en las generales: ¿alguien piensa sensatamente que el PSOE seguiría las mismas pautas respecto a una candidatura de unidad de la izquierda, que el que ha tenido en Madrid, Barcelona, o en una serie de Comunidades?

Tercero, porque caben muchas dudas acerca de cuál sería la izquierda aliada de Podemos, provincia a provincia, comunidad a comunidad: ¿la que ha expulsado a 5000 militantes en Madrid, la que facilitó el gobierno de Monago en Extremadura, la que ha gobernado para sí misma, con un PSOE agujereado por los caso de corrupción, las privatizaciones y las contrataciones escandalosas en Andalucía….?

Cuarto, porque ante este panorama, no sería improbable que sectores procedentes de la izquierda tradicional, o Podemos, no apoyen ni voten candidaturas de confluencia, neutralizándose mutuamente, o lo que es igual, que la sumatoria de fuerzas se convierta en un magma autodestructivo igual a nada.

Y quinto, porque es evidente que una propuesta genérica de unidad con esta izquierda, o de participar con ella en mixturas electorales provinciales (siempre hay alguna excepción singular), estaría condenada a jugar en espacios políticos reducidos, muy lejos de la necesaria suma de consensos democráticos para derrotar a la derecha.

Si el objetivo es desalojar del poder al bunker conservador, y no dar testimonios de fe con un grupo reducido de parlamentarios, no hay duda: lo coherente sería aspirar a una convergencia democrática transfronteriza capaz de aislar al núcleo duro de la derecha e infringir una derrota completa al  bipartidismo. En conclusión, a nadie se le escapa que un frente de izquierdas, en las condiciones no imaginarias sino reales de aquí y ahora de la izquierda tradicional, cualquiera que sea su ámbito, además de tener un alcance restringido y un programa inasumible por las grandes mayorías, constituiría un adversario fácilmente abatible.

En este sentido, convendría recuperar la memoria de las luchas y experiencias del pasado anti franquista, pues nos muestran el camino a seguir en muchos casos. Hoy la cuestión central frente a la dictadura de los mercados y la Troika, (como antes, contra el bunker del franquismo) vuelve a ser la democracia sin adjetivos y su desarrollo en todos los campos, en cuya defensa hay que interpelar a todos y todas sin distinción. Millones de ciudadanos que formaron parte del bloque electoral de los vencedores (PP y PSOE), en el pasado inmediato, han sido desplazados forzosa y masivamente al territorio de los vencidos, de los exiliados del sistema, de los derrotados de cualquier signo que no han quedado a salvo de las sucesivas lesiones de derechos. Tras cada derecho pulverizado hay centenares de miles de ciudadanos agrupando fuerzas en las Mareas, las asociaciones de afectados por las hipotecas, los movimientos vecinales, las organizaciones de pymes, de consumidores, los movimientos de mujeres, el mundo rural, los sindicatos, las asociaciones de profesionales y estudiantes... Por tanto, derechos, si, sumados. Inseparables. Indivisibles. Inmediatos. Urgentes.