sábado, 29 de marzo de 2014

¿CÓMO SE ENTRA A NEGOCIAR?




En este blog Quim González en Diálogo Social: ¿foto u oportunidad? y un servidor en ¿Hacia un pacto social? hemos dado unas opiniones de urgencia sobre el encuentro reciente entre el Gobierno (con Rajoy al frente), las organizaciones sindicales y las empresariales.  Vaya por delante por coincidencia con lo planteado por Quim González. Y como no se trata de repetir las consideraciones ya expuestas en los anteriores artículos entro de lleno en algo que me parece de gran interés.

 

Mi impresión es que se ha ido a las conversaciones sin una información previa a las estructuras. Esta forma de hacer las cosas, que no viene de ahora, no cuenta con mis simpatías. Porque lo que está en juego es el carácter participativo del sindicato Entre paréntesis: he dicho «participativo». Lo que me lleva a las siguientes consideraciones: ¿hasta dónde puede llegar el poder discrecional de los grupos dirigentes en el sindicato?, ¿qué relación hay entre participación y grupos dirigentes? No son pejiguerías, ni tiquismiquis.

Son interrogantes cuya respuesta delimitaría qué vínculo establece el grupo dirigente con sus propios afiliados y el conjunto de los trabajadores. La red de actos participativos, normados en los Estatutos, establecería una aproximada distinción entre sindicato-de-los-trabajadores y sindicato-para-los-trabajadores. O de o para.

 

Se podría contrarrestar mi preocupación mandándome el siguiente recado: «Oye, no es para tanto, ese encuentro con la patronal y el gobierno era solamente una exploración de las condiciones». Vale, pero –si fuera de esa manera— no era necesaria esa estética. En todo caso, comoquiera que apuesto (lo dije en el artículo que cito arriba) por acuerdos –no hace falta añadir que valgan la pena--  sería de conveniente recibo que la cosa se orientara en un camino participativo, digno de ese nombre: tanto en el inicio (los contenidos de la “plataforma”) como el resultado final. Un resultado final que debería liquidar el viejo estilo: para decir que no se firma basta la decisión de Pedro y Pablo, siendo uno y otro los jefes de fila  de las diversas cofradías políticas en el interior del sindicato.

 

No hace falta que diga que con más participación el conjunto del sindicato es más fuerte y, como hipótesis, más eficaz.  Y también los grupos dirigentes salen más fortalecidos y con una legitimación itinerante que consolida la legitimación de origen.

 

Apostilla. No leerían bien lo que digo quienes piensen que sólo me refiero a los grupos dirigentes confederales porque hay una opinión extendida que entiende que se puede reclamar participación a los de arriba haciendo de su capa un sayo cada cual en su parroquia. 

 

En resumidas cuentas,  el sindicato no es (o no debería ser) una pirámide sino lo que, en geometría, se conoce como un poliedro estrellado.

 


     Radio Parapanda.-- Carlos Arenas en http://encampoabierto.wordpress.com/2014/03/29/contra-el-estado-de-malestar/#more-3846


viernes, 28 de marzo de 2014

SOLIDARIDADES Y ESTADO SOCIAL. Javier Aristu y un servidor



Javier Aristu

       Entro de manera inmediata, no con la  reflexión que necesita una cabeza lenta como la mía, al debate sobre este asunto de la relación entre la crisis del Estado social (estado del bienestar, estado providencia, welfare) y la necesidad de configurar un marco nuevo de solidaridades sociales (*). José Luis López Bulla, con su habitual sagacidad,  me pilló en un renuncio cuando usé la fatídica palabra “expropiar” (despropiar dicen por el agro andaluz con esa imaginación carente de academicismo pero a veces certera) al hablar de la solidaridad nacional del estado. Vamos pues a precisar, de forma sucinta y escalonada, algunas variantes sobre este asunto.


1.                      Quizá el uso del término “expropiar” no sea adecuado, ciertamente. Lo ponía entre comillas para identificar cómo el estado, esa máquina portentosa de acumular fuerza y poder durante siglos, se hizo con la tarea de facilitar la vida y el trabajo de las gentes, asunto que hasta entonces pertenecía a la responsabilidad de cada individuo (supervivencia) o de las organizaciones sociales que se fueron construyendo a lo largo de la historia para salvar a los individuos. José Luis dice que eso es la  “constitucionalización” de los derechos, y me parece impecable. Con aquel otro término, tan querido a los campesinos y jornaleros de mi tierra, se da la impresión de que el estado secuestra, usurpa la fuerza de la solidaridad a las gentes.  Pero en cierto modo así ha sido también; el estado se ha caracterizado por ir absorbiendo cada vez más, desde el siglo XIX, tareas que hasta entonces o no existían o pertenecían al ámbito del individuo y de la sociedad (¿Hablamos de la URSS?). Todo Estado de algún modo capta energía social para solidificarla, fijarla, encerrarla en el marco de la coerción que él ejerce. Y eso significa que hay un doble o contradictorio proceso: al acumular esa energía el estado nos hace en parte más seguros y más libres porque consigue realizar los grandes objetivos de la realización humana de mejor y más potente manera: nuestra salud, nuestra educación, nuestra seguridad a lo largo de la vida —antes de trabajar, cuando trabajamos y después que pasamos la edad laboral— son mejor realizadas por los servicios del estado que por nosotros mismos. Eso es indudable. Pero a la vez, eso nos hace más dependientes del estado, somos más objetos de la atención del estado que sujetos autónomos que decidimos sobre nuestras vidas. En fin, el Estado liberal del XIX es un avance extraordinario en relación con el papel del individuo; el estado social de principios y mediados del siglo XX supone una revolución cuando asume la necesidad de proteger, velar y cuidar del ciudadano como trabajador y de sus circunstancias laborales. 

Nunca el hombre social había sido capaz de asegurar su vida con nada que no fuera su propia inteligencia y sagacidad; a partir de la creación del seguro de vida y seguro de trabajo (Bismarck, Beveridge) el Estado garantiza la seguridad de ese ciudadano trabajador hasta el final de su vida. Sin embargo, es evidente que si algo ha generado a lo largo de ese mismo proceso es una cada vez mayor fortaleza de los instrumentos del estado (antes los llamábamos “aparatos de estado”) que ya no están destinados a proteger sino cada vez más a vigilar, perseguir, controlar y reprimir al ciudadano.  


2.                       No creo que tengamos que tirar por la borda las conquistas del Estado social. ¡No estoy loco! Lo que sí digo es que debemos aprender de estos últimos treinta años para dar salida a la actual crisis de este estado del bienestar. Pierre Rosanvallon (La nueva cuestión social, 1995) nos dice que el Estado social ha pasado por tres tipos de crisis: una, la fiscal en los años 70 del pasado siglo, y aumentada en estos, cuando se produce un crecimiento del gasto y una reducción del ingreso de ese estado; otra, la ideológica, cuando ese Estado providencia —que Ken Loach retrata tan bien en su película El espíritu del 45—,  como empresario social es incapaz de resolver bien a partir de un momento (los años 80) los problemas de la solidaridad, haciéndose cada vez más opaco, más burocrático y más tecnocrático frente a sus propios acreedores, que son los ciudadanos. Desde mi punto de vista, esta crisis ideológica es palpable, terrible y fenomenal en la educación española—la experiencia andaluza en educación es significativa— aunque ahora no me puedo detener en esta decisiva cuestión. Finalmente, dice el pensador francés, hay en estos años de principios de siglo, y tras los acontecimientos económicos y geopolíticos ya conocidos, una tercera crisis de tipo filosófico caracterizada por “la desintegración de los principios organizadores de la solidaridad y el fracaso de la concepción tradicional de los derechos sociales para ofrecer un  marco satisfactorio en el cual pensar la situación de los excluidos”. 


Es decir, y como están ya constatando gente de la que nos podemos fiar (Sennet, Bauman, Sassen, Supiot, etc.), el mundo actual es un conjunto de desagregaciones, de desarticulaciones; cada vez más gente se queda fuera de los circuitos de protección y seguridad, cada vez más millones de personas, no ya en “el tercer  mundo” como antes sino precisamente en la desarrollada, integrada y organizada sociedad europea, están saliendo del sistema de seguridad, no tienen ningún tipo de protección y están “al pairo” en su discurrir vital. El capitalismo los usa y los tira, la antes sociedad solidaria (sindicato, mutua, partido, casa del pueblo, cooperativa de consumo) o no existe ya o no les da cobertura, y el estado benefactor y providencial literalmente los ha echado de sus listas (emigrantes, precarios, trabajadores en negro, mayores de edad, becarios y tantos más). Se trata de una crisis completa del sistema de solidaridad construido en el siglo XX y tenemos por tanto que levantar otro modelo que por un lado mantenga y haga prevalecer lo mejor de aquél pero por otro incorpore nuevos planteamientos y sea capaz de inventar a partir de la práctica de la lucha social. Como siempre ha sido.

3.                      Hay que ir, por tanto, a través de dos caminos que siendo paralelos son convergentes en su destino final. Por un lado la reforma, adaptación y mejora del Estado y de sus poderes y servicios que, en nuestro caso, solo puede ir de la mano de la democratización progresiva y expansiva así como de la integración europea. Ya ningún estado nacional podrá en nuestro continente resolver por sí solo el problema de la “solidaridad nacional”. Por otro, la creación, extensión y desarrollo de “círculos de solidaridad” social y civil (Supiot, L’Esprit de Philadelhie, 2010) que sustituyan, amplíen, mejoren o profundicen la labor del Estado. Esto yo lo tengo clarísimo aunque no sepa cómo articularlo en lo concreto: hay que dejar de ser simples “usuarios de servicios del estado” para desplegar nuestra dimensión como “ciudadanos autónomos” que, en solidaridad con los demás, formemos el auténtico poder de la democracia (we the people…) Como dice mi hipercitado Alain Supiot “la palabra «pobre», en distintas lenguas africanas, no designa eso que el banco Mundial entiende como tal (un ingreso inferior a dos dólares por día): «es pobre aquel que tiene pocas personas», quien no puede contar con la solidaridad del otro”. Y lo dejo aquí para que otros puedan intervenir en esta conversación.



De JLLB a Javier Aristu


Querido Javier, me siento cómodo con este nuevo artículo que nos presentas; Paco Rodríguez de Lecea y tú mismo sabéis que este viejo quisquilloso no lo dice por protocolo. Es más, pienso que has elevado el tono de nuestra conversación, lo que tampoco es cortesía por mi parte. Te agradezco que nos hayas aclarado (yo lo he reclamado vehementemente) que tu primera observación era el interés por relacionar «la crisis del Estado social (estado del bienestar, estado providencia, welfare) y la necesidad de configurar un marco nuevo de solidaridades sociales». En todo caso, para hacer gala de mis condiciones de cascarrabias, expondré algunas observaciones, en tono menor, a lo que has escrito.

1.--  Los tres (Paco Rodríguez, tú mismo y un servidor) sabemos perfectamente lo que Joaquín Aparicio recuerda a los desmemoriados: el Estado social no fue un regalo. Es algo que nos ha faltado explicar suficientemente, especialmente a las nuevas generaciones, que se ha encontrado con un importante acervo de bienes democráticos (siempre parciales, claro está) que no cayeron del cielo sino que fueron el resultado de importantes movilizaciones de nuestros antepasados y de las luchas –todo hay que decirlo— de los de nuestra quinta.

2.--  Dices (después de aclarar las comillas de expropiar  con la misma elegancia que Einstein introdujo su famosa constante cosmológica) que  «el estado se ha caracterizado por ir absorbiendo cada vez más, desde el siglo XIX, tareas que hasta entonces o no existían o pertenecían al ámbito del individuo y de la sociedad». Aquí vuelvo a arrugar la nariz. En todo caso, todavía no hemos valorado (me refiero a nosotros tres) el tránsito del Estado beneficiencia a los primeros andares de un aprendiz de Estado de bienestar, que nos recuerda Aparicio en su artículo sobre el particular (1). Más todavía, las «tareas» que iba «absorbiendo» el Estado fueron, también y especialmente, una consecuencia de las importantes luchas de nuestros tatarabuelos cartistas. Nuestro amigo Trentin caracterizó el Estado social como una «conquista de civilización». Convengamos, pues, que no se compadecen conceptos como conquista de civilización y, en este caso, expropiación, despropiación o desposesión. Por cierto, la gran mayoría de las leyes que se refirieron a mejoras sociales fueron dispuestas por gobiernos conservadores británicos. En casi el mismo orden de cosas, una gran parte de la literatura del abuelo de Tréveris plantea directamente al Estado la exigencia de leyes sobre la jornada laboral, el trabajo infantil, la salud e higiene en el centro de trabajo. Y hasta donde yo sé, aprendido en primero de Marcelino Camacho, Marx no era lassalleano. Por ello me atrevo a decir que el barbudo de Tréveris estaba planteado lo que hoy diríamos la «constitucionalización de los derechos». 

3.--  Dices, amigo Javier, (y dices bien)  «que debemos aprender de estos últimos treinta años para dar salida a la actual crisis de este estado del bienestar». Claro que sí. Si se me permite, no obstante, yo miraría más atrás. Habría que remontarse al difuso momento de la colonización que hizo el fordismo de la política de izquierdas y de los sindicatos. El libro de Trentin, La ciudad del trabajo, nos da pistas suficientes para ello (2). Y no abundo en ello porque tanto Paco Rodríguez como un servidor hemos escrito largo y tendido sobre ello.

Sería necio, no obstante, ignorar ciertas gangas del Estado social. Por ejemplo, su carácter centralista. También que la solidaridad que practicó fue, al decir de Trentin, una «solidaridad oculta», que no es lo mismo que la expropiación, despropiación o desposesión. La cosa tiene su importancia (me refiero a la solidaridad oculta) porque, en parte, fue causa y efecto de la aparición de redes clientelares que laceraban el Estado social. Pero, parafraseando a Richard Sennet, eso fue la «corrosión del carácter, del Estado social. Más todavía, lo que parcialmente provocó la crisis del Estado de bienestar.

Y sobre esta crisis quisiera meterme ahora en un jardín escabroso. Si el movimiento sindical iba consiguiendo nuevas conquistas sociales y no reformaba las fuentes de financiación es claro que la crisis estaba cantada. Si la vaca no tiene un prado verde de donde comer y los mortales (cada vez más) tienen que comer es claro que el generoso animal tenga cada vez menos leche. La metáfora puede ser pedestre pero es, a mi entender, suficientemente clara. O, lo que es lo mismo: si cada conquista social no va acompañada de reformas, nuestros familiares de las izquierdas (políticos y sociales) –y nosotros con ellos--  somos responsables también de la crisis del Estado social. Como dice un personaje del programa humorístico de TV3 «alguien tenía que decirlo».  En definitiva, querido amigo, nuestras críticas al neoliberalismo (global, rajoyano y de Artur Mas) y las movilizaciones que hay en su contra –en unos sitios más que en otras latitudes de Sefarad--  tendrían más rigor si los que no hemos hecho crecer la hierba para la vaca-welfare hubiéramos estado por la labor.

4.— Punto final. Se nos ha quedado en el tintero algo de gran interés: las experiencias de nuevas solidaridades que, aunque minoritarias, merecerían una reflexión (dentro de unos meses) por nuestra parte. Me refiero al banco del tiempo y a la economía de trueque (yo te hago un servicio gratuito a cambio de recibir una compensación no económica por otra persona o por la misma a la que he hecho ese “favor”). De manera que la difusión de este tipo de trabajo, todavía minoritarios, que nada tienen que ver con las mercancías, abre un nuevo horizonte completamente diverso del que tiene el mercado laboral, acercándose a las modalidades de cambio o trueque, donación. Pienso que podríamos haber sido más fructíferos si, desde el principio, hubiésemos caído en la cuenta de estas novedades, de estas solidaridades que, en cierta medida, se relacionan con las dificultades del Estado social.    

(*) Los documentos de referencia son:





miércoles, 26 de marzo de 2014

EL ESTADO SOCIAL NO FUE UN REGALO



Joaquín Aparicio Tovar

En la esfera de Parapanda han parecido unas interesantes aportaciones de los amigos Javier Aristu (1) y Paco Rodríguez de Lecea (2) que suscitan algunas reflexiones críticas.  La tesis central, con todos los riesgos de las simplificaciones, es que la crisis de la izquierda tiene mucho que ver con que mira al pasado, mira al Estado Social que es hijo de una sociedad industrial que ya no existe y a la que servía. La crisis del Estado Social es también la crisis de la izquierda.  “El Estado Social, dice Aristu, hizo posible sustituir las viejas solidaridades interindividuales (a través de la familia, los gremios, las diversas asociaciones de todo tipo que desde la Edad Media han jalonado la historia europea) que hicieron posible que las personas pudieran sobrevivir en mundos hostiles […] El Estado social “expropió” el protagonismo de la solidaridad de la gente y levantó un inmenso edificio de servicios sociales, con fondos aportados por los impuestos”, a lo que Rodríguez de Lecea añade: “me interesa en particular esa idea de la expropiación, de la desposesión de la solidaridad que podían proporcionar los agentes sociales a partir de sus propios recursos […] nos encontramos hoy a la intemperie: huérfanos del welfare al que tanto quisimos y que tanto nos quiso, y privados de la solidaridad paliativa generada antes por la propia sociedad y que fue arrasada de raíz por la poderosa competencia del Estado benefactor”.

Quizá sea conveniente distinguir entre Estado Social y Estado de Bienestar. Para algunos, como Ignacio Sotelo y parece que los amigos con los que aquí se discrepa, el Estado de Bienestar (aún con otro nombre) es una invención de Weimar que tenía como objetivo la superación del capitalismo por métodos democráticos, mientras que el Estado Social, por el contrario, lo reforzaría, aunque dando prestaciones sociales. Pero, si miramos nuestra Constitución (y otras de Europa occidental) lo más correcto es pensar que el Estado Social es distinto del Estado de bienestar porque este último alude a una función del Estado y no a su “configuración global”. Implica “un proceso democrático, más complejo […] que el de la simple democracia política, puesto que ha de extenderse a otras dimensiones”, como dijo García Pelayo. Este es el primer punto de discrepancia con Aristu y Rodríguez de Lecea. El Estado Social ha de verse como lo que es, como un proceso de profundización del principio democrático en el camino de realización de la igualdad real. La democracia no es algo dado para siempre, depende, como enseñó el maestro Josep Fontana, de la capacidad de lucha que se tenga para exigir derechos sociales, que, no olvidemos, son expresión de la igualdad real. No se puede achacar al Estado Social la crisis económica, social, política y ética actual y la consiguiente crisis de la izquierda política. Ya es algo que se venía gestando desde la llamada crisis del petróleo de los años 70 del pasado siglo. Las élites capitalistas entendieron que ya se había demasiado lejos en las realizaciones del Estado Social y para ello lo primero a eliminar fue el pleno empleo, que una vez que existió, socavaba las bases de la autoridad en la empresa y, por ende,  en la sociedad. Que los partidos socialistas de Europa occidental, en el ambiente de la guerra fría, abandonasen el horizonte de emancipación que las fuerzas antifascistas lograron abrir en el pacto constituyente posterior a la segunda guerra mundial, ya es otra cosa.

Otro punto  de discrepancia es que los amigos Aristu y Rodríguez de Lecea tienen una especie de nostalgia de una mítica solidaridad que a lo largo de la historia hizo posible que la gente sobreviviese en mundos hostiles. Que existió solidaridad interpersonal y, en especial, dentro de un grupo profesional definido no cabe la menor duda, pero  tampoco la cabe de que sus resultados fueron deplorables. Las masas de menesterosos y depauperados, de excluidos sociales, fue una lacerante realidad en Europa  hasta después de la segunda guerra mundial. Hasta el Estado Social. La solidaridad no resolvía tan grave problema. No es que no hubiese medios, incluso arbitrados por el Estado, en la lucha contra la miseria (poor laws, beneficencia, asistencia social) pero las prestaciones que dispensaban estigmatizaban a quienes las percibían y por ello el orgullo de mucha gente les hacía alejarse de tan dudosa merced. Si el seguro social, primero, y la Seguridad Social, después, tuvieron éxito y prestigio entre los trabajadores fue porque proveían sus prestaciones con el título de derecho subjetivo, y los derechos no estigmatizan, sino que hacen entrar a la gente en la esfera de la ciudadanía. Esto lo vio claro Lloyd George cuando en 1911 importó a Gran Bretaña el seguro social, criticado por los socialistas fabianos, como los Webb, porque no atajaba las causas de la pobreza, sino sus efectos.  Hay que recordar que ni el seguro social ni la Seguridad Social, que es el núcleo del Estado Social, fueron concesiones graciosas hechas por las clases dominantes a los trabajadores, sino que les fueron ganadas. En el campo de aplicación de los seguros sociales de Bismarck solo entraban los trabajadores de la industria que no superasen un cierto nivel de rentas, es decir, los que apoyaban a los partidos revolucionarios.

Por último, el problema de la ciudadanía. Ser ciudadano es tener derechos y los derechos sociales, propios del Estado Social, hacen pasar a sus titulares de súbditos a ciudadanos.  Después de la Revolución francesa, vino la estabilización liberal, vino el termidor pero ¿se debe renegar por ello de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano?

2.- Contra el Estado de Bienestar. http://lopezbulla.blogspot.com.es/


¿QUÉ ESTADO DE BIENESTAR?

Queridos amigos Javier y Paco:


Creo que estamos en puertas de un debate acerca del pasado y presente del Estado de bienestar que puede levantar algunas ampollas de mucha consideración. Ruego a quienes quieran participar en esta conversación que fijen su atención en el primer párrafo (Javier Aristu) y en el segundo (Paco Rodríguez) y, a partir de ahí, iniciar una primera tanda de intervenciones (1).   


«El Estado social “expropió” el protagonismo de la solidaridad de la gente y levantó un inmenso edificio de servicios sociales, con fondos aportados por los impuestos», señala Javier.


«Me interesa en particular esa idea de la expropiación, de la desposesión de la solidaridad que podían proporcionar los agentes sociales a partir de sus propios recursos. Se puso en marcha una solidaridad mil veces más potente, desideologizada y globalizada. Fue en ese punto del trayecto donde la izquierda abandonó a Marx en masa para seguir a Lassalle. Ahí fue donde nos hicimos estatalistas, donde atisbamos un atajo cómodo para acceder al socialismo de forma indolora», escribe Paco.



En primer lugar digamos que los conceptos de Estado de bienestar, Estado social y welfare state pertenecen al mismo tronco familiar. El primero lo utiliza generalmente la literatura científica en lengua castellana, el segundo la italiana y el último los anglosajones. El que no esté avisado ya lo está. Dicho lo cual, me dispongo a decir la mía sobre los dos importantes pasajes de los no menos importantes artículos de mis dos amigos Javier y Paco. Este artículo intenta reflexionar sobre ambos párrafos tan suculentos.

Queridos amigos, yo veo las cosas de otra manera. Aunque quiero entender que «el Estado social ´expropió´ el protagonismo de la solidaridad de la gente …» (Aristu) no lo comparto, ni aunque esas comillas de «expropió» tuvieran una intención metafórica.  Lo que me lleva a un desencuentro añadido  con Paco Rodríguez. Entre paréntesis, no recuerdo cuando Paco y un servidor disentimos en algo importante. El de ahora es un desacuerdo importante, que no nos priva de echarnos fraternalmente una botellita de verdejo entre pecho y espalda.

Entiendo que el Estado de bienestar no fue nunca un estatuto concedido o una cesión gratuita. El punto de referencia histórico en el que conmúnmente nos movemos, Bismarck, con la creación de los primeros andares del Estado de bienestar tuvo dos claves: a) las luchas del incipiente movimiento sindical alemán y b) el intento del canciller de que los trabajadores y los sindicatos estuvieran al margen del Partido socialista, al que Bismarck había ilegalizado. Y tres cuartos de lo mismo podemos decir de la relación entre grandes movilizaciones y conquistas sociales. Por cierto, no tengo empacho en admitir que además de ese proceso de presión sostenida en Europa, otro factor añadido es que el propio desarrollo del capitalismo precisaba de unos estándares de protección social: una «famélica legión», extenuada, era un freno para la producción y el consumo.

Aristu y Rodríguez de Lecea establecen una relación entre ese Estado social y el protagonismo de la solidaridad. Paco concreta más: «desposesión de la solidaridad que podían proporcionar los agentes sociales a partir de sus propios recursos» (el subrayado es mío). Ahora bien, el mismo Paco nos da una pista a la que me cojo como un clavo ardiendo: tras dicha desposesión «Se puso en marcha una solidaridad mil veces más potente…». Lógico, la construcción de ese gran edificio de tutelas, controles y recursos (siempre insuficiente, por supuesto) no podía hacerse con cuatro chavos por muy solidarios y épicos que fueran. Os pregunto, queridos amigos, ¿la enseñanza pública, la sanidad y otros bienes democráticos se podían hacer sin contar con el Estado? Creo que no.

Recuerdo una conversación en Roma con Fausto Bertinotti. El amigo italiano se deshacía en elogios hacia los viejos tiempos de las Bourses du Tavail francesas donde en las sedes de la CGT se abrieron escuelas para alfabetizar a los obreros. «Es una pena que se haya perdido, José Luis», me decía apesumbrado. Le hice ver a Fausto que me parecía mucho más importante la batalla que dieron los sindicatos y las izquierdas por la escuela pública y gratuita. Me contestó con un enigmático «Eres incorregible, José Luis».

Yo no entiendo que se tratara de una ´estatalización´ del Estado de bienestar, ni que ello tuviera que ver con abandonar a Marx y seguir, en este caso, a Lassalle. Porque no se trata de estatalización sino de constitucionalización. Gradualmente esos bienes democráticos entraron por la puerta grande de las constituciones europeas como han manifestado en reiteradas ocasiones dos sabios de nuestros días, Umberto Romagnoli y Joaquín Aparicio.  Por otra parte, como he dicho antes, la política estatalista  de Lassalle tiene más que ver con la total desconsideración de éste con los sujetos y movimientos sociales (siempre subalternos, según él, de los partidos, cuya función es –dicho esquemáticamente--  hacer la política ´de Estado´ como única forma de intervención. Y, también, de partidos políticos para los ciudadanos y no de los ciudadanos.  

Cuestión diferente es, no obstante, que dichos bienes democráticos fueran gobernados y gestionados (porque sus controles democráticos eran débiles) unilateral y discrecionalmente por los gobiernos de turno. 

En todo caso, esta conversación –si les parece bien a mis amigos Javier y Paco, con el ruego añadido de que Joaquín Aparicio se tire al ruedo--  podría añadir otras consideraciones: a) ¿cómo defender el Estado de bienestar, pasando de la lucha actual (de resistencia) a una fase de alternativa?; b) ¿de qué manera se puede reconstruir un welfare que no sea de resarcimientos; c) ¿qué papel juega la solidaridad en este archipiélago  de situaciones?


(1)                                           Las referencias están en http://encampoabierto.wordpress.com/2014/03/21/nuevas-solidaridades/ (Javier Aristu) y  http://lopezbulla.blogspot.com.es/2014/03/contra-el-estado-de-bienestar.html (Paco Rodríguez de Lecea)


martes, 25 de marzo de 2014

CONTRA EL ESTADO DE BIENESTAR




Paco Rodríguez de Lecea


Un texto reciente de Javier Aristu en el blog hermano En Campo Abierto (1) viene a poner de relieve un problema crucial para la izquierda en nuestro país, y no sólo en nuestro país: un problema, además, que tiende a agravarse de día en día, y que el tiempo por sí solo no va a remediar. Se trata de la “dislexia” (elijo un término metafórico y suave; puede decirse de forma más directa y brutal) existente entre el universo de los movimientos sociales y el de la política institucional. Viene a suceder (otra metáfora) como si hubiera desaparecido un engranaje esencial en el mecanismo de transmisión de los impulsos de una esfera a la otra. La protesta social está alcanzando niveles muy altos de masividad, de confluencia y de madurez, como ha demostrado la jornada del pasado día 22 con la ocupación del centro de Madrid por las columnas de la Marcha por la Dignidad; pero esa protesta resbala en las instituciones y no acaba de generar un movimiento político correspondiente de alguna envergadura. En el parlamento se comenta lo que ocurre en la calle, pero ese comentario no genera una actividad concreta de oposición; seguramente porque nuestras cortes generales trabajan en el vacío. A la inversa, lo que suceda en las Cortes a la calle le trae al pairo.

En apariencia la normalidad democrática es total; el voto ciudadano conforma mayorías y minorías en el quehacer político, y las centrales sindicales mayoritarias revalidan con regularidad su representatividad en los centros de trabajo y en la negociación de acuerdos de orden general. Sin embargo, en la calle se vive una historia paralela. La oleada creciente de protestas alcanza y salpica por igual a izquierdas y derechas, a partidos y sindicatos, todos revueltos en una enmienda radical a la totalidad del sistema.

Javier recuerda en relación con esta crisis lo ocurrido en 1898, cuando algunas cabezas preclaras suspiraban por la aparición de un “cirujano de hierro” que sajara de un tajo valiente la pústula corrompida de nuestras miserias políticas. Y el tal cirujano, en efecto, apareció. Primero con el nombre de Primo de Rivera, luego de forma más prolongada con el de Franco. La historia ha mostrado lo que dan de sí los cirujanos de hierro. La política puede no servir para nada en momentos críticos de bloqueo social; la antipolítica sí que sirve entonces, pero siempre al poder, a la derecha.

Por eso a Mariano Rajoy no le preocupan las manifestaciones de protesta: para él es una cuestión que se arregla con fuerzas antidisturbios, multas administrativas y condenas judiciales. Es la izquierda la que tiene un problema.

La política de la derecha circula de arriba abajo, es verticista y autoritaria. Para la derecha el partido político es sólo una plataforma que vehicula sus intereses en forma de consignas y de promesas (vacías) al electorado. La sociedad es percibida desde este punto de vista como un entramado de intereses, y el partido como una superestructura sin una incidencia real en la sociedad que lo sustenta. El partido ejerce de correa de transmisión de los intereses reales de la derecha; o, dicho de forma más gráfica, de celestino de sus amores ilícitos.

En cambio la política de la izquierda debe circular de abajo arriba, en un contexto en el que el partido político se postula como un mediador necesario ante el poder estatal de los intereses y las reivindicaciones de las clases asalariadas y de los sectores menos favorecidos de la sociedad. La aspiración de la izquierda es el cambio. No existe izquierda sin un modelo de sociedad implícito o explícito diferente del existente.

Una hipótesis de explicación del actual impasse en que se encuentra la izquierda es la siguiente (la expongo con todas las cautelas necesarias, el lector debe entender que generalizo y simplifico de forma abusiva, porque busco aislar e identificar algo que existe sólo tendencialmente): en lugar de mirar adelante, la izquierda mira hoy hacia atrás. El ideal de cambio que propone ya existió antes, es la sociedad industrial avanzada, compacta, con un desempleo reducido y una cobertura social prácticamente universal y completa, de la época de las grandes políticas del welfare. La izquierda se mueve todavía en el paradigma del fordismo-taylorismo, cuando ese sistema productivo está ya obsoleto, desaparecido para no volver.

En el subconsciente de la izquierda es posible rastrear la fijación tenaz del estado del bienestar. Y en este punto es particularmente luminosa la sugerencia de Javier Aristu, sostenida en un análisis de Alain Soupiot.

Regresemos a épocas pasadas, cuando aún no teníamos la televisión. Ya sé que no nos es posible hacerlo con la memoria (¡somos tan jóvenes!), pero no faltan documentos sobre la época. La cohesión social y el adoctrinamiento ideológico tenían lugar entonces, en un pueblo o ciudad de provincia, a través de los sermones del cura párroco por un lado (¡cuánto poder llegó a tener el párroco en la formación de las conciencias! Basta releer La Regentao las historias de Don Camilo), y por otro de las conferencias del ateneo libertario, o de la circulación abierta o clandestina de la prensa de este o aquel partido. No existía un adoctrinamiento uniforme para todos a partir del procedimiento de enchufar el chisme. Y la solidaridad se vehiculaba también de forma diferente para unos u otros a través de las mismas entidades citadas, con el ropero parroquial o la sopa boba del convento para los menesterosos “de bien”, y con el “socorro rojo” para las familias de los presos, los fugitivos y los represaliados.

«El Estado social “expropió” el protagonismo de la solidaridad de la gente y levantó un inmenso edificio de servicios sociales, con fondos aportados por los impuestos», señala Javier. Me interesa en particular esa idea de la expropiación, de la desposesión de la solidaridad que podían proporcionar los agentes sociales a partir de sus propios recursos. Se puso en marcha una solidaridad mil veces más potente, desideologizada y globalizada. Fue en ese punto del trayecto donde la izquierda abandonó a Marx en masa para seguir a Lassalle. Ahí fue donde nos hicimos estatalistas, donde atisbamos un atajo cómodo para acceder al socialismo de forma indolora.

Pero Soupiot y Aristu continúan: «Ese Estado social, construido en Europa a partir de los años 30 del pasado siglo, es un hijo de la sociedad industrial. Ha crecido para servirla y ha heredado de ella rasgos que le incapacitan hoy severamente.» Y así, nos encontramos hoy a la intemperie: huérfanos del welfare al que tanto quisimos y que tanto nos quiso, y privados de la solidaridad paliativa generada antes por la propia sociedad y que fue arrasada de raíz por la poderosa competencia del Estado benefactor.

Esa orfandad genera un resentimiento social tanto más agudo por la forma drástica como se han cercenado las enormes expectativas generadas. Y ahí puede estar una razón (una de las razones) por la que también la izquierda se ve situada en el punto de mira de las iras de los movimientos sociales. Se impone un cambio de actitud por parte de la izquierda “instalada”. Se impone un nuevo gran pacto de ciudadanía, una nueva expectativa, un nuevo modelo de sociedad futura capaz de generar nuevas solidaridades e ilusiones también nuevas en el territorio de la izquierda.

(1)                                                                                   Nuevas solidaridades: http://encampoabierto.wordpress.com/2014/03/21/nuevas-solidaridades/


jueves, 20 de marzo de 2014

¿HACIA UN PACTO SOCIAL?



El Presidente del Gobierno ha llamado a las organizaciones sindicales y patronales a explorar las posibilidades de un pacto social. Hemos visto la foto de ese primer encuentro que es un tanto especial. Se trata de un cuidado escenario (austero y funcional) que nos indica que todos están por la labor.

Primera aproximación al asunto: el Gobierno ha convocado cuando le ha interesado; no lo hizo cuando los sindicatos al inicio de la crisis alertaron del peligro de no acordar instrumentos y políticas anti crisis. Y la crisis desbordó todas las previsiones. El Gobierno plantea ahora ese pacto cuando estamos en puertas de las elecciones europeas y, según afirman personas aproximadamente bien informadas, no corren buenos tiempos para la lírica del Partido popular. Es más, plantea ese pacto cuando ha destartalado mástiles significativos del Estado de bienestar. Por lo demás, dicha convocatoria es consciente de que, antes de los comicios europeos, no habrá acuerdo, pero el guiño sutil es el carácter centrista del Gobierno.

Nunca dí por buenos los argumentos de que negociar era un «balón de oxígeno» para los gobiernos. Ahora tampoco. Los sindicatos deben negociar en función de los intereses materiales de sus representados, al margen de las contingencias políticas. Lo que es exigible es que la decisión de negociar y los contenidos de la misma sean el resultado de una discusión capilar del sujeto social tanto en su interior como con las personas a quien representa.


Ahora bien, los interrogantes que se me aparecen son los siguientes: ¿se van a repetir los planteamientos de las viejas políticas de concertación, que nada tenían que ver con los gigantescos cambios de los aparatos productivos, con las profundas mutaciones de la economía? ¿qué decir de todo ese cúmulo de derechos que han sido apisonados? ¿qué relación se va a establecer entre los representantes y los representados? ¿qué capacidad real de plena independencia y autonomía tiene el sujeto social para meterse en esa harina, que no es precisamente candeal?  

viernes, 14 de marzo de 2014

NACIONALISMOS VERSUS INTERNACIONALISMO

(Borrador para amigos)

Blanes, 15 de Marzo de 2014



De hecho mi intervención es un homenaje a mis lejanos tatarabuelos que hace un siglo y medio fundaron en Londres la Asociación Internacional de Trabajadores, llamada coloquialmente la Primera Internacional, liderada por Marx, Engels y Bakunin. Pero es, a la vez y sobre todo, una invitación a repensar las cuestiones del internacionalismo a la luz de los problemas de nuestro tiempo. Que, en mi opinión, son dos: 1) la gran transformación de los aparatos productivos y de servicios, de toda la economía, en la actual fase de la globalización de la economía, que ya no tiene retorno; y 2) la reaparición e, incluso, la exacerbación fisiológica de los nacionalismos. Sin ningún tipo de protocolo afirmo:  cada vez estoy más convencido que la crisis de la izquierda guarda una estrecha relación con ambas cuestiones. Y en el fondo de ambas la gran crisis económica que es, a la vez, social y, en nuestro país, política y moral.

Primer tranco

Lo más sorprendente es que, en esta coyuntura que viene desde 2008, se ha agravado en España la crisis de la izquierda política.  De un lado, no interpretando los grandes procesos de reestructuración de la economía (y actuando frente a ellos) y, de otro lado, una parte de la izquierda la vemos desempolvando los viejos manuales del nacionalismo. Todavía es la hora que un servidor sepa exactamente qué dice, qué plantea la izquierda política frente a unos procesos agresivos –diré sólo unos cuantos ejemplos actuales--  como los que se están produciendo en el sector de las industrias alimentarias. Pongamos por caso que hablo de   Findus, Pescanova, Puleva, Unilever y los más recientes de  Panrico y Coca Cola, cuyos trabajadores siguen en lucha. Que, como se sabe, todas ellas son trasnacionales.    

Lo chocante, además, es que esa expresión de los procesos de globalización se está produciendo en unos momentos históricos de exacerbación de los nacionalismos. Más adelante hablaremos de lo específicamente catalán. Pero, de momento, podemos sacar una triste conclusión: el neoliberalismo, una ideología global, arrasa por doquier, amparado además por gobiernos neoliberales que se disfrazan de nacionalistas o gobiernos nacionalistas que, en sustancia, son neoliberales. También más adelante hablaremos de ello.

Conocemos en nuestras carnes las consecuencias de esas políticas: un ejército de reserva de millones de parados, a la mayoría de los cuales se les han privado de mecanismos de protección; el elevadísimo índice de impagos de las hipotecas que, en los dos últimos años, se ha incrementado en un 42 por ciento; la desarboladura de importantes tutelas y protecciones en los terrenos de la sanidad y la enseñanza, la vivienda, las pensiones  y el derecho a una justicia gratuita, trasladando gran parte de sus competencias a los negocios privados; el endurecimiento de las políticas mal llamadas de orden público; la ampliación de la pobreza y la ampliación de la distancia entre ricos y pobres; la desnaturalización del sistema democrático a través de políticas autoritarias (eliminando derechos a mansalva) y el retorno a toda una serie de valores de tiempos que creíamos superados mediante una alianza entre la economía,  la política y los altos funcionarios de la Iglesia, avalado todo ello por la ocupación del partido gobernante en los aparatos más sensibles del Estado.  

Frente a ello, la izquierda mayoritaria está perpleja. Y se auto reduce a intervenir, a salto de mata, sólo en las instituciones con una visión exclusivamente aldeana, de campanario.

Sin embargo, el vacío que deja esa izquierda política lo está cubriendo una amplia y diversa izquierda social. Son los sindicatos y los movimientos (a veces sin la necesaria buena amistad) quienes están dando la cara frente al gigantesco proceso de demolición que provoca el neoliberalismo. Se trata de una batalla sostenida desde el mismo inicio de la crisis, con huelgas generales y sectoriales, con potentes manifestaciones de masas que, incluso en este contexto tan agresivo, han conseguido frenar grandes estropicios. Ahí están los siguientes casos, que también deben formar parte de nuestro análisis: la gran huelga de la limpieza de Madrid, la defensa de la sanidad madrileña y el ya legendario barrio de Gamonal de Burgos. Ahora bien, sin pelos en la lengua diré lo siguiente: estas batallas victoriosas se han producido donde la sociedad civil y sus organizaciones no están contaminadas por la adormidera del nacionalismo. Por eso, a nosotros –aquí mismo--  nos cuesta tanto poner ejemplos tan llamativos como los anteriores. Mientras no saquemos las convenientes conclusiones y enseñanzas más áspero será nuestro calvario.

Segundo tranco   

La crisis económica en su versión española ha exacerbado las relaciones entre Catalunya y, digámoslo así, el resto de España. Un enfrentamiento que se azuza de mayor a menor por el gobierno del Partido popular y el Govern de Catalunya. Sin embargo, deberíamos ahondar más en el asunto. Más allá de la parte más visible de ese conflicto, no podemos dejar de lado la plena coincidencia de ambos gobiernos en los terrenos de la economía y las políticas sociales.

Hace años, cuando CiU estaba en la oposición, Artur Mas dio un giro –mejor dicho, hizo público lo que estaba latente en su interior--  en una conferencia que dio en la famosa London School of Economics. Allí explicó las virtudes del neoliberalismo rampante. Avisé a mis amistades de aquel cambio de metabolismo del grupo dirigente de Convergència. A pesar de que el texto de la conferencia era claro, mis amistades consideraron que un servidor empezaba a chochear. Alerté, además, de que Artur Mas estaba buscando la complicidad de los poderes fácticos de la economía para, por así decirlo, darle ´respetabilidad´ a su nacionalismo tradicional. Sólo y solamente cuando volvieron al gobierno, tras la derrota del tripartito, empezaron a verse con claridad hacia dónde apuntaban los tiros. Porque no sólo se trataba de la puesta en marcha de políticas neoliberales (especialmente en sanidad), por supuesto, a cargo de personalidades de esa ideología sino del tipo de argumentos ideológicos que acompañaban tales políticas, saber, la primacía de los negocios sobre lo público, de un lado, y, de otro, el traslado de los enormes recursos financieros del Estado de bienestar al mundo del poder privado. El cambio de metabolismo era, chispa más o menos, como el de la rosa de Alejandría: neoliberales de noche y nacionalistas de día.

Lo que me parece destacable es lo siguiente: los diversos nacionalismos españoles aplican las prácticas neoliberales mientras las izquierdas parecen obligadas a disputar el terreno en términos nacionales o nacionalistas. Es claro que esa asimetría entre economía global e izquierda nacionalista (o contagiada por el nacionalismo) incapacita a esta para ejercer su acción de manera eficaz. Un ejemplo: a finales del año pasado, el patrimonio bajo gestión de los fondos de inversión en todo el mundo se situó en 22,1 billones de euros y el de los fondos de pensiones en 18,1 billones; entre ambos manejan el 75,5 por ciento del PIB mundial.  Es la financiarización que ha cambiado la composición orgánica global del capital.     

Así las cosas, o salimos de este atolladero o la izquierda política se irá debilitando, todavía más, en su conjunto.

Tercer tranco

He dejado conscientemente que la gran cuestión del federalismo sea abordada por los profesores Duarte y Coll. Es sensato dejar tan importantes cuestiones a los que verdaderamente conocen el paño. No obstante, me permito plantear algunas cosas. En primer lugar, mi apuesta es por un federalismo pluralista que haga viable un federalismo social fundado en el protagonismo de la sociedad y, especialmente, en la centralidad el trabajo. Porque el federalismo no es sólo una vía para la mejor articulación territorial del Estado sino el camino más fructífero para una democracia expansiva. 

Entiendo que nos encontramos no sólo ante una democracia envejecida ante las grandes transformaciones de época sino ante una democracia demediada que cada vez más se inscribe en el autoritarismo de matriz bonapartista. Todo ello en el contexto de la corrupción más vergonzosa jamás conocida en el periodo democrático.

Y, de otro lado, ante un conflicto territorial de gran envergadura, que puede llevar al distanciamiento o enfrentamiento, incluso entre los trabajadores de distintas comunidades del Estado español, a pesar de que todos somos agredidos por las políticas indiferenciadas de los gobiernos del PP y de CiU.  Dicho sobriamente: entiendo que el Estado de las autonomías está muy averiado. Una avería de tal magnitud que ya no lo resuelve una o varias manos de pintura. Volver al viejo estado centralista agravaría mucho más la situación.  De manera que no veo otra salida que el Estado federal. No me vale el argumento de que se llega tarde o que parece que somos pocos los federalistas. Estas dos observaciones también podrían haberse hecho en su día a nuestros tatarabuelos que hace siglo y medio fundaron la Primera Internacional. Vale.


Radio Parapanda.    EL MAL EJEMPLO ESPAÑOL (Antonio Baylos)




jueves, 6 de marzo de 2014

¿SÓLO DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER? Un poco de formalidad



«Ponerle nombre a un gato es harto complicado,
desde luego no es un juego para los muy simplones»
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Como muy bien sabe el lector, ese es el incípit de un famoso poema de T.S. Eliot. Dar el nombre apropiado es algo muy importante. Si convenimos en ello, cabe suponer que poner un nombre «a la cosa» debería ser la conclusión de un proceso de averiguación del vínculo entre el significante y el significado. Es tan importante la idoneidad del nombre que, precisamente por ello, la política instalada recurre a metalenguajes para destrozar o mistificar la relación de viejos términos porque la potencia hacia dónde apuntaban es ahora inadmisible para los adversarios de las, según Mariano Rajoy, «ideologías trasnochadas» (1).

Por ejemplo –y este es el motivo de este ejercicio de redacción--  fue importante en su día que el 8 de Marzo fuera declarado Día Internacional de la Mujer trabajadora (sic). La propuesta partió de Clara Zetkin. Y alcanzó mayor relevancia tras  el incendio en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist de Nueva York en marzo de 1911 que costó la vida de 146 mujeres y ocasionó 71 heridas. «Día internacional de la Mujer trabajadora» fue el nombre que tradicionalmente usó la izquierda. Pero no se sabe muy bien por qué a partir de un cierto momento se empezó a amputar lo de “trabajadora”. No sé el motivo, pero puedo tener sospechas que, como tales, son solamente las sospechas de un sindicalista ochentón. En todo caso, aclaro: no es un problema de ortodoxia, sino de ortopraxis.

Pero lo que más me irrita es que, incluso en algunos manifiestos, carteles y murales del sindicalismo, se haya eliminado lo de “trabajadora”. Antes lo hizo la izquierda homeopática. No es irrelevante saber los motivos de esa amputación. ¿Desconocimiento de la historia? ¿Contagio de lo que viene de fuera? Vaya usted a saber, desde que escribir sobre el particular, Metiendo bulla: DÍA INTERNACIONAL ¿DE QUÉ?, no he conseguido despejar esta incógnita.


Apostilla. Soy del parecer que la búsqueda de alianzas se hace desde las señas de identidad propias, no desde su amputación, aunque cabe la posibilidad de que un servidor esté chocheando. 
 






Radio Parapanda. Imprescindible este reportaje: http://www.rtve.es/alacarta/videos/docufilia/docufilia-deportados-1969/2073648/  Estado de excepción 1969: Eduardo Saborido y sus compañeros.