viernes, 30 de noviembre de 2018

Las cazuelas de la independencia de Cataluña


La musa del independentismo catalán escribe hoy, en La Vanguardia, un artículo justificando las palabras de Eduard Pujol (sector Waterloo) donde tildaba de «migajas» las reivindicaciones de los médicos en huelga (1). Es normal, de esta manera cumple el mandato bíblico de «amaos los unos a los otros», siempre y cuando sean de la misma fracción de partido o cofradía. Ambos, por lo que se ve, están suficientemente aposentados y no les afecta si las listas de espera (u otras migajas) son largas o cortas.

Eso sí, la musa debe compensar su amabilidad con Pujol con una advertencia: al Ejecutivo catalán «le falta relato de gobierno». El relato, en este caso, se convierte en un concepto pijo, propio de esas expresiones líquidas que rozan lo gaseoso. Ya no se trata de «acción de gobierno», sino de relato.  Que ya es una palabra que sirve para un cosido o un planchado. Es decir, frente a toda una serie de problemas, viejos y nuevos, sin resolver lo que se destaca es la ausencia de un relato de gobierno. O lo que es lo mismo: la república catalana no tiene un relato que la acompañe.

En todo caso, haya o no relato, la novedad catalana es la reaparición en la escena del conflicto social. Precisamente en el corazón del sector de los empleados públicos. Nos felicitamos de que ayer se llegara a un acuerdo con los médicos que ha motivado la desconvocatoria de la huelga de hoy. Una lección que, sin duda, enseñará a los bomberos y el resto de los empleados públicos a seguir apretando. Con todo, eso de las migajas acompañará toda la vida a ese Pujol que brutalmente ha dejado claro cuál es el relato que viene de Waterloo. Por lo demás, este personaje siempre tendrá una mano generosa que le eche un cable: el significante «independencia» está por encima de las cosas de comer. Siempre tendrá una musa que contravenga el mensaje de Teresa de Ávila: también en los pucheros está el Señor. De ninguna de las maneras, Dios está solamente en las cazuelas de la guilda de estos independentistas.



jueves, 29 de noviembre de 2018

Algo se está rompiendo en Cataluña


Las imágenes hablan por sí solas. Los bomberos de la Generalitat –otra joya de la Corona--  en pie de exigencia. Y los profesores universitarios. Y los médicos por tercer día consecutivo. Todos ellos concentrados en las puertas del Parlament de Catalunya. La calle ha cambiado de color. Ya suenan los claros clarines de la movilización de hoy, jueves.

El gobierno independentista hace aguas por los cuatro costados. Ha estado distraído peleándose entre sí, liando la bronca con Madrid y empeñado en dividir a la ciudadanía entre patriotas y unionistas. Se ha roto el oasis.

En medio de estas movilizaciones Eduard Pujol, del grupo dirigente de la enésima versión de Convergència (fracción Waterloo), ha declarado que «el debate sobre las listas de espera no es esencial». Que lo fundamental es «la república catalana». Más todavía, dicho personaje ha acusado a quienes se han movilizado estos días de «pelearse por las migajas». Es decir, las reivindicaciones salariales, profesionales y de puestos de trabajo son migajas, cuando lo esencial es la república catalana. Son migajas eso de reclamar los atrasos de las pagas extras que se les adeuda a los funcionarios desde los tiempos de los recortes. Paréntesis: Cataluña es la única comunidad que queda en España que no ha pagado las extras. Una bagatela.

En otras palabras, el objeto de este político no es la ciudadanía sino sus propias ensoñaciones. La obscenidad como proyección de la política por otros medios. Como es natural, las palabras del caballero han encabritado todavía más la situación de los diversos conflictos en curso. Se ha roto, en parte, la servidumbre voluntaria que había conseguido el independentismo. Los llamados anticapitalistas, sin embargo, mantienen el apoyo parlamentario a este y otros personajes de la misma calaña. 

Decimos que se ha roto el oasis. Se ha roto la subalternidad de la cuestión social marginada por el procesismo. Y algo más: se ha roto el monopolio de la calle. Y por encima de todo se ha quebrado que la principal fuente del derecho de Puigdemont -- Torra  son los hechos consumados.

Post scriptum.  En los ciber kioskos se encuentra ya el número 14 de Pasos a la Izquierda. Una revista que ya es patrimonio inmaterial de la nube. Recuerdo sus señas: http://pasosalaizquierda.com/?fbclid=IwAR3oOM6CfxwJUgDu2dyIxF_SXxsi7GRe_GyGtMI0gAeXPctKeUrY2_WC_r0 Por cierto, díganme qué revista tiene el coraje de publicar un ensayo de Piero Sraffa. Lo ha hecho Pasos en este número. Felicidades a esa «cuadrilla variopinta» que es Javier Aristu, Paco Rodríguez de Lecea y Javier Tébar.


miércoles, 28 de noviembre de 2018

A Vox lo sacan de las alcantarillas andaluzas: una brevería electoral


Los partidos políticos que intentan repartirse la túnica sagrada en las elecciones andaluzas están haciendo el caldo gordo a Vox, de momento extraparlamentario. Error caballuno. No hay debate, acto u otros momentos electorales donde los cuatro en liza no mienten la bicha.  Unos alertando al miedo, otros en una operación blanqueo. Total, entre unas cosas y otras, este Vox aparece como si de él dependiera algo. Lo único que han conseguido por ahora es sacarlo de las alcantarillas y darle la categoría de sujeto competidor. En definitiva, parte de la campaña de Vox se la han hecho los demás. Gratis, además. Y, más en concreto, una estupidez.

Dicho lo cual, por si voy errado, busco el libro de Carlo Maria Cipolla (1922 – 2000) La teoría de la estupidez y veo que sigue viendo pasar el tiempo.


martes, 27 de noviembre de 2018

Cataluña: huelga general de la Sanidad pública




La de ayer no fue la primera movilización de los médicos de la Sanidad pública catalana, pero sí la más contundente y masiva. Huelga general. Los motivos: la sanidad catalana está hecha unos zorros. La joya del Principado acumula moho de manera preocupante. Es la consecuencia de la ineficacia y abulia de sus dirigentes políticos, que viene de hace muchos años.

Es, además, el resultado de no meter el bisturí en los problemas concretos y dejar su solución a las calendas de cuando Cataluña sea un Estado como dios manda. «Las listas de espera se resolverán cuando alcancemos la independencia», clamó un desparpajado snob como el consejero del ramo,  Toni Comín. Mientras tanto, a joder la marrana.

Pues bien, lo que empezó siendo una serie de disfunciones, se ha convertido en un desbarajuste crónico. Es el resultado de la inacción de los gobiernos soberanistas, más preocupados por el ablativo absoluto que de la salud pública. El modelo sanitario catalán ha entrado en una crisis que, de no remediarse, puede entrar en crisis definitiva.  Suerte que tenemos unos profesionales de todas las categorías de la profesión que nos defienden de sus gestores políticos y administrativos y de esa parábola descendente.

El gobierno de Torra ha fracaso en la gestión. Y esencialmente ha pinchado en hueso en la excusa de que «la culpa la tiene Madrid». Ya no cuela. Se ha manoseado tanto la excusa que se ha vuelto en su contra. La censura general de la profesión lo ha puesto en evidencia.

Con todo, lo peor del asunto es que no hay, ni se percibe, proyecto alguno de redimensionar tan estridentes desperfectos. El reino de Torra no es de este mundo. Es el primer aviso de que las cosas materiales empiezan a contestar a las sobrenaturales.

Mientras tanto en la Torre del Homenaje soberanista se desarrolla el siguiente esperpento: los post convergentes del PDeCAT, que forman parte del Govern, amenazan con no votar los Presupuestos de la Generalitat, que elabora el conceller del ramo, en manos de Esquerra. Los cuchillos se afilan en la puga interna del soberanismo. Pelea a degüello y la casa sin barrer. Es la decadencia. La entropía de lo que fue y ya va dejando de ser. En definitiva, no limpiar ciertos escupitajos se está convirtiendo en un problema de salud pública.


lunes, 26 de noviembre de 2018

El escupitajo o la política por otros medios




Hasta antes de la guerrita verbal de Gibraltar el debate político y mediático se centraba en el escupitajo, virtual o real, de un diputado de ERC al ministro Borrell en el Parlamento. En todo caso digamos que en el acta arbitral –el Diario de Sesiones--  no consta tan insólita acción. Es una lástima que el gran Luis Carandell no esté con nosotros.  Nadie me llevará la contraria: hubiera hecho una crónica salpimentada de ironía. O el mismísimo maestro Vázquez Montalbán, que hubiera hablado, es un suponer, de las diversas tipologías del  bólido gelatinoso: a) la tout court, es decir, la que denominaríamos gargajo, y b) aquella que se disfraza de lanzamiento de huesos de aceituna para no infundir sospechas.

Suerte que tenemos a Antoni Puigvert, que hoy nos deleita en La Vanguardia con una breve historia del escupitajo. Se remonta nada menos que a la baja Edad Media y, concretamente, a los pendencieros condottieri italianos. Gente bravía, que alquilaban sus mesnadas por un quítame allá esas pajas. Con Florencia contra Pisa, hoy; y mañana con Pisa contra Florencia. La mercenaria política de alianzas. Doña Correlación de Fuerzas en manos del parné. Gente bravía que por lo general eran un almacén de cultura y refinamiento.

Puigvert nos refiere un sucedido del famoso condotiero proto renacentista Castruccio Castracani, un capo que merecería haber nacido en Granada por la contundencia de su malafoyá, o sea, la refinada retranca que exhibía a diestro y siniestro. Puigvert nos relata que Castracani hizo una visita a un tal Taddeo Bernardi  y «notando una flema en su garganta le escupió en la cara de su anfitrión que quedó lógicamente turbado. Castracani se explicó: ´No sabía dónde escupir para ofenderte menos´».  (Lo relata Maquiavelo en su "Vita de Castruccio Castracani"). Una respuesta de malafoyá cum laude, granadinamente cruel.

No vamos a reírle las gracias al bravío Castracani, simplemente queremos significar la diferencia de estilo entre el hombre renacentista, que se mantiene en sus trece y quienes, hoy, tiran sus ponzoñas y esconden la mano. Por cierto, si la política se transforma en escupitajos la decadencia está cantada. Ustedes verán.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Antes morir que pactar



Es la izquierda empedernidamente virginal. «Ni muerta pactaré con Susana», clamó jupiterinamente  Teresa Rodríguez, de Adelante Andalucía,  en un mitin electoral. O es un calentón de boca o forma parte de los recursos teatrales de todas las campañas que en el mundo han sido. Si es un calentón podríamos disculparlo ya que las incontinencias fisiológicas suelen acabar en este tipo de deposiciones. Si es un recurso caco retórico la cosa da que pensar porque el tropo parece insinuar una cierta relación entre el acto de negociar y la muerte. En ambos casos, sea uno o lo otro, podríamos estar en la versión andaluza del izquierdismo como enfermedad infantil del que hablara Lenin en sus buenos tiempos.

No queremos que Rodríguez se muera, tanto si pacta como si no pacta. Aunque habría que añadir que la eutanasia debería estar legalizada en España. Queremos que Rodríguez viva, que viva una vida útil a sus representados. Es más, deseamos que se haga mayor como parece que va siendo Pablo Iglesias, el Joven. Con todo, lo más preocupante es que sus discursos carecen de fondo. Puro twitter. Por eso un avezado Eduardo Benjumea exige en su cuenta de Facebook que «en la campaña se escuche más a Antonio Maíllo, coordinador de Izquierda Unida». Por lo menos –añadiría un servidor--  su verbo es más vitalista. Y parece saber que mentar a la muerte siempre –y por extensión en una campaña electoral--  es un mal fario.

Rodríguez necesita ciertas lecturas. Así, a bote pronto, le recomendaría el libro donde Pablo Iglesias y Enric Juliana conversan sobre lo divino y humano. Me refiero a Nudo España. De él podría sacar la siguiente conclusión: cuando el significante es no pactar se corre el peligro de la irrelevancia.

sábado, 24 de noviembre de 2018

¿Aznar, el cirujano de hierro?


José María Aznar se encuentra en una fase de enloquecimiento político progresivo. Lleva un tiempo de forzada auto emulación. Se diría de retorno a las nieves de antaño cuando exhibió, en sus años mozos, sus ataques furibundos a la Constitución y su orgullo como «falangista independiente». Eran sus tiempos como inspector de Hacienda junto a su amigo Blesa.
Miren estos siete artículos publicados en La Nueva Rioja donde tiene a gala declararse «falangista revolucionario». Nunca se retractó de lo escrito. Ahora camina en busca del tiempo perdido. Aznar, como diría Baroja, es ansí.

Este hombre se nos auto propone como el nuevo «cirujano de hierro», capaz de evitar que España se rompa. El cirujano de hierro fue un planteamiento recurrente en Miguel Primo de Rivera, padre de José Antonio, el fundador de la Falange, y considerada por don Enrique Tierno Galván como claramente protofascista.  Primo de Rivera retomó la idea original de Joaquín Costa y la desnaturalizó todo lo que pudo. 

La nueva aznaridad es, pues, el potente tóxico del momento. Su propósito es conformar un frente nacional ultraderechista, no una derecha ilustrada.  Se aprovecha de que la derecha ilustrada ha dimitido de hacer política. Aznar o el granito escurialense: o yo o el caos. 

Ahora bien, ¿cómo explicar la reaparición de Aznar en el tablero político español? Esbozo la siguiente hipótesis: se debe al fracaso del Partido Popular, en quien había puesto todas sus complacencias,  en el problema fundamental: la «cuestión catalana». Un problema que le ha llevado a ser irrelevante en Cataluña con unas expectativas más mediocres todavía, y, quizá, a perder la condición de partido alfa de las derechas españolas.

En todo caso, su indisimulada obsesión en ser el cirujano de hierro choca hoy, dicho esquemáticamente, con ciertas interferencias: de un lado, choca con el mundo de la globalización y, de otro lado, topa con los poderes autonómicos. Lo máximo que puede aspirar la nueva aznaridad es a impedir que pueda gestarse una derecha civilizada. Lo que, de hecho, no es poca cosa. No sería ya el cirujano de hierro sino el veterinario de guardia de las derechas asilvestradas.

¡Golpistas! ¡Fascistas!: Dos tristes tropos en el trópico político


Javier Tébar

Una memoria del franquismo, y en este caso me refiero a la de sus partidarios, reverbera todavía hoy en el espacio público, sin absorberse por completo. Son las últimas notas de una antigua melodía como nos lo recuerda la existencia de una Fundación “Nacional” con el nombre del dictador que ha venido recibiendo dinero público para exaltar su figura, una absoluta anomalía en el marco de los países de nuestro entorno. Esa memoria del franquismo estaba ahí, sin embargo, su activación política se produjo a partir del pasado mes de julio, cuando el nuevo gobierno del socialista Pedro Sánchez hizo sus primeras declaraciones sobre el traslado de los restos del dictador que todavía continúan en la basílica del Valle de los Caídos. Un acto de justicia, sin duda, pero también, sin duda, tardío y que formaría parte de los déficits del período democrático en España.
    
Pero más allá de la polémica sobre esta anomalía ¿qué queda hoy de la memoria del Franquismo? Hoy queda una retórica y una imagen identificada con lo que hace años se denominó el “franquismo sociológico” y que más bien debería ya calificarse como “post-memoria franquista”. Esta consiste en rememorar y exaltar la etapa final de la dictadura, con la benevolente caracterización de un régimen que cumpliría supuestamente la función de modernizar el país «desde arriba», preparando el terreno para la «transición» de un sistema autoritario a uno democrático. Con este esquema, de paso, se ignoran tanto la crisis larvada en esos mismos años como la dureza y los efectos que tuvo posteriormente durante la década de los ochenta. Unos efectos que fueron gestionados durante la consolidación de una frágil democracia española.

     La necesidad de revertir esta visión dual del Franquismo pasa fundamentalmente por la crítica a la imagen de un «crecimiento sin democracia», presentando sin matiz algún tipo de «correlación positiva» –nunca realmente desentrañada– entre desarrollo económico y falta de libertades. Esta asociación es un riesgo siempre, pero se ve acrecentado en los tiempos de crisis. Y los tiempos que vivimos lo son.

Que esto sea así no justifica determinados fenómenos que se vienen observando en la sociedad española, pero puede ayudarnos a entenderlos. En la actualidad algunos de las descalificaciones más insistentemente repetidas son ¡Golpistas! O bien ¡Fascistas! Ayer sucedió en el propio hemiciclo del Congreso de los Diputados. La Cámara baja de los representantes se constituyó, de forma vergonzosa y vergonzante, en un centro de emisión de ese mensaje: ¡Golpistas! ¡Fascistas! Se estableció una dialéctica con la que expresaba la frivolidad, la banalización y por momentos un punto cómico -incluido escupitajo o bufido, no se sabe- que no alcanzaba ni siquiera al género del vodevil representado con dignidad. Pero siendo esto inquietante, cabe añadir que el Congreso también viene cumpliendo en la actual dinámica política el papel de caja de resonancia de aquello que circula y comienza a instalarse en la sociedad, expresado en la calle analógica y en el patio de la redes sociales, una cuestión igual o más inquietante todavía. Es la expresión de la abundancia del exabrupto y el grito atados ambos a tristes tropos en un espacio público sin palabras, de manera similar a la planteada no hace mucho por Mark Thompson para el lenguaje político en el ámbito anglosajón (https://www.elcultural.com/revista/letras/Sin-palabras-Que-ha-pasado-con-el-lenguaje-de-la-politica/39483) Es imprescindible mantener las palabras todavía, junto a la capacidad y voluntad de entender las razones del otro, con la finalidad de establecer un dique frente al desenfreno de las emociones instrumentales que hoy, como en otras etapas históricas, se movilizan a través de la política.

A modo de tropos, estos calificativos ¡Golpistas! ¡Fascistas! de un tiempo a esta parte son empleados como un automatismo con la intención de definirse y de definir a los otros no como adversarios sino como enemigos. La imposibilidad del diálogo político, de la misma política, me atrevería a decir, cuando ésta pierde su principal cometido social. La apelación a ambos términos en el discurso público ha pasado de ser frecuente a constituirse entre determinados grupos en permanente. Este no es un fenómeno particular o exclusivo de nuestro país. Se ha manifestado a lo largo de la crisis del proyecto europeo y de Europa como proyecto de manera tan frecuente como permanente a partir de la Gran Recesión iniciada en 2008. Se ha expresado con la extensión y fuerza relativa del fenómeno de las extremas derechas en el continente y también en EEUU, con la llegada de un personaje como Donald Trump a la Casa Blanca en enero de 2017.

Esta situación, ha dado pie a un uso abusivo del concepto “fascismo”. Se utiliza para designar actitudes, discursos, prácticas y adversarios políticos que pueden ser conservadores, autoritarios e incluso reaccionarios, pero que no son fascistas. Por otro lado, en realidad, el vocablo empleado es más bien el de "facha". De este modo, se invoca el término no como una caracterización, sino como un insulto político utilizado como un instrumento más en la arena política. Es cierto que el caso español, algo similar ha sucedido con la permanente apelación al “golpismo” independentista a raíz de los hechos sucedidos en Cataluña entre septiembre-noviembre de 2017, esquema y retórica utilizadas por las derechas españolas con representación parlamentaria, PP y Ciudadanos, y por una tercera derecha extraparlamentaria y con expectativas crecientes a la espera réditos en las próximas contiendas electorales.

Pero volviendo ahora al término “fascismo”, cabe añadir que los tópicos y las falacias que circulan a través de frases hechas ocultan más que muestran la verdadera naturaleza de los cambios, innegables por otro lado, que se están produciendo en los sistemas políticos y en las sociedades occidentales. Estamos ante el surgimiento del fenómeno que el historiador Enzo Traverso ha calificado como “pos-fascismo”: una transición en curso cuyo desenlace no se conoce y que, al mismo tiempo, es síntoma de la crisis actual por la que atraviesa la democracia liberal y el actual marco político. Esto exige un esfuerzo por comprender e interpretar las nuevas realidades. No sirve conformarse con los viejos esquemas para el análisis de los nuevos fenómenos.

Pero además, en la progresiva degradación del discurso público también se ha desdibujado la diferencia entre dictadura y democracia. Predominan las calificaciones o descalificaciones en función de las cuitas del presente, ensalzando el concepto de “democracia” con una actitud de reapropiación por parte de grupos políticos y de las bases sociales que conectan con ellos. Se defiende, de este modo, un tipo de “democracia exclusivista” o de “exclusivismo democrático”. A esto contribuye el uso político del pasado de unos y de otros, conduciendo a escenas cínicas, de indecencia extrema, en la utilización de símbolos y signos para las disputas de los que se presentan, así mismos, como bandos enfrentados.
Algunos parece que necesitan caricaturizar una democracia, en este caso la española, que efectivamente está sumida en una crisis múltiple. Sin embargo, sus causas proceden de las propias consecuencias de la aplicación de un modelo neoliberal que somete al estado y a su soberanía a las iniciativas de los mercados de la economía global. Las popularizadas “razones del mercado” nos hablan, tal vez, de que no es el Estado sino su relación con el Mercado la que nos ofrecería claves para interpretar la situación actual.

     
       Javier Tébar es Historiador. Doctor en Historia y Director del  Archivo Histórico                         de CC.OO de Cataluña

viernes, 23 de noviembre de 2018

14 D, el día que paralizamos España


Nota.--  Está ya a  la venta el libro “14D, historia y memoria de la huelga general. El día que se paralizó España”. José Babiano y Javier Tébar ((coordinadores.)
Prólogo
Unai Sordo

La huelga general del 14 de diciembre de 1988 alude directamente al imaginario colectivo en España: el 14D fue la huelga total. Supone un cierto punto de inflexión entre la explorada vertiente épica del sindicato sustentada en la lucha antifranquista y el decidido trabajo en favor de la consolidación democrática en nuestro país, así como el papel posterior como fundamental agente vertebrador de un modelo social y de relaciones laborales, que en el año 1988 presentaba aún enormes deficiencias. El 14D fue el golpe encima de la mesa para situar a CCOO y la UGT como actores sociales autónomos que reivindicaban su rol decisivo en la modernización pendiente que tenía España en cuestiones tan dorsales como su sistema impositivo, el desarrollo de las políticas universales de sanidad, pensiones, etc. El país sufría las consecuencias sociales de un agresivo proceso de reestructuración económica, en un momento de intenso crecimiento en términos macroeconómicos. Al modelo de devaluación interna (entonces aún con la posibilidad de devaluación de la moneda) se añadía una ofensiva normativa desregulatoria en materia de contratación, con una apuesta estratégica (que aún hoy pagamos) por la temporalidad como forma de ajuste del volumen de trabajo al ciclo económico, y con especial énfasis en la inserción de las personas jóvenes en condiciones de pobreza laboral. Aquella “deriva liberal” del Gobierno de Felipe González encontró una réplica sin precedentes en la huelga del 14D, posteriormente acompañada por procesos de negociación y nuevas convocatorias de huelgas generales pocos años después.

El periodo que transcurre entre el final de la década de los ochenta y los años noventa suele ser menos apelado que otros, en el país en general y en el imaginario sindical en particular. En los últimos años se han reavivado polémicas sobre el significado del franquismo y la dictadura (recientemente revividas por el revisionismo seudohistórico ante la exhumación de los restos del dictador), así como sobre la singular expresión de la transición política en España y la evaluación (a veces un tanto ventajista) de aquel proceso de adecuación de nuestro sistema político al entorno europeo.

En este contexto, CC OO ha tratado de poner en valor el papel de la organización, antes y después de nuestra legalización, a través de numerosos actos, conmemoraciones, publicaciones, etc. Se trata, sin duda, de un ejercicio legítimo de reivindicación de nuestro lugar en la historia del país. Y lo hemos hecho porque el relato de la transición ha contemplado solo colateralmente la decisiva participación del movimiento obrero y la singular experiencia de aquellas CC OO a la hora de descarrilar el proyecto de transición que simbolizaba Arias Navarro. Aquellas “galernas de huelgas” y aquellas negativas a una legalización de fuerzas políticas y sindicales “a plazos” contribuyeron de forma importante a configurar aquellos años convulsos. Y porque la transición ni fue tan lineal ni fue tan pacífica.

Pero además de este ejercicio legítimo en unos años tan significativos como son los aniversarios de la Asamblea de Barcelona, del Proceso 1001 o el emocionado recuerdo de la matanza de Atocha, hay otra etapa de la historia de las CC OO que debemos poner muy especialmente en valor, y que tiene en la huelga del 14 de diciembre de 1988 un punto de relevancia igualmente histórica.

La llegada del Partido Socialista al poder con un enorme caudal de legitimidad electoral, el difícil asentamiento de la democracia, las profundas crisis de empleo, el obsoleto aparato productivo español, la incorporación a la Comunidad Económica Europea y los condicionantes para ello (incluida la apuesta atlantista) o el deficitario marco normativo que regulaba las relaciones eco­ nómicas, laborales o fiscales constituyen algunas de las aristas del complejísimo poliedro que era la España de finales de los ochenta.

Si la transición política tiene la efervescencia de los hitos, los siguientes lustros tienen el poso de los procesos. Quizás por ello tiene menos peso en nuestro propio imaginario colectivo, pero seguramente tiene mucha más relevancia a la hora de explicar nuestras fortalezas y debilidades, la propia composición socioeconómica del país y las paulatinas derivas sociológicas y sociopolíticas que particularmente en la izquierda se estaban dando y que se acelerarían con la posterior caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética y la dialéctica de bloques.

Me atrevo a decir, con toda la prudencia y distancia de periodos históricos distantes y distintos, que la combinación de crisis económicas que acarreaban cambios radicales en el tipo de tejido productivo, superada en términos macro a través de políticas des­ igualitarias, así como un cierto cambio en las formas representativas en las que se interpretaba la izquierda, aportan más similitudes con la actual fase de crisis social, económica y política que invitan a repensar la acción sindical.

En aquel contexto, la huelga del 14D supuso una renovación del vínculo sindical con la sociedad que nos otorgaba un reconocimiento producto del cercano bagaje de la lucha antifranquista, pero que requería una actualización en términos de penetración sindical porque esa misma sociedad cambiaba de forma soterrada, como la década de los noventa se encargó de dejar claro. Necesitábamos mejorar nuestra fortaleza como interlocutor social real, más allá del que se deriva del reconocimiento constitucional, impulsar de verdad nuestra afiliación, la densidad representativa en el marco de las elecciones sindicales o gobernar los procesos de negociación colectiva para extender la cobertura de la misma. Lo hacíamos tras un relevo en la Secretaría General que había llevado a Antonio Gutiérrez a simbolizar ese cambio de época, que se iba a convertir en un cambio de paradigma en la sociedad española.

En más de una ocasión, y al hilo del debate de las últimas ponencias que se aprobaron en el XI Congreso de CC OO, he comentado que, entre otras cosas, necesitamos una relegitimación social del hecho sindical. Lo creo así porque la vieja legitimidad de la épica antifranquista, y la que se deriva de hitos de movilización como singularmente fue el 14D, no sirven ante una sociedad en la que las formas de representación y de mediación democrática clásicas son cuestionadas, lo que dificulta la agregación de intereses colectivos que un sindicato de clase como CC OO aspira a representar.

Y ese proceso de relegitimación presenta al menos dos bloques de retos. En primer lugar, se trata de resituar al sindicato en el centro de trabajo como un agente organizador y no solo, o principalmente, representativo. La forma representativa del sindicato nace en el marco de la empresa y el centro de trabajo, pero la forma organizada del sindicato debe hacer frente a las múltiples realidades objetivas y subjetivas ante las que se encuentra la actual clase trabajadora, heterogénea y fragmentada.

En segundo lugar, debemos englobar la acción del sindicato en una perspectiva sociopolítica que nos aleje de convertirnos en una marca de intereses corporativos agregados. Y ello teniendo en cuenta que nos movemos en un contexto no exento de hostilidad, configurado, por un lado, por la horizontalización de la información que, a su vez, se debate en una tensión entre la democratización y la banalización de la misma. Por otro, nos desenvolvemos en una fase histórica en la que (y no solo desde la vertiente más conservadora del aparato mediático) se obvia sistemáticamente el hecho sindical como expresión sociopolítica del trabajo organiza­ do. Se trata, por último, de una fase también con débiles referencialidades políticas, en la que se conjuga la combinación de la crisis de la socialdemocracia y el alejamiento de las nuevas formas de expresión política progresista de la acción material del sindicalismo (exceptuando las expresiones conflictuales, percibidas  “extramuros” del sindicato y más cercanas al terreno de la simbología, que de una verdadera puesta en valor del hecho sindical).

Hay momentos históricos de ruptura de consensos de una manera más o menos explícita que requieren formas de renovación de legitimidades. El fin del franquismo sin duda fue el más obvio, por el propio cambio en la forma política del Estado y la concurrencia electoral que configuró de forma sorpresiva (para muchos) el nuevo escenario pos-transición. La parte final de la década de los ochenta, tras la reestructuración del país, demandaba nuevos modelos para una sociedad que en la década de los noventa iba a cambiar de fisonomía social. Si bien ese cambio no se refería a opciones representativas, sí era de relajación del vínculo político de la mayoría social. Esto indirectamente afectaba al vínculo de clase, por lo que el sindicato debía articular sus autoreferencias autónomas. La ruptura del modelo de “crecimiento dopado” previo a la crisis de 2008 ha hecho emerger una crisis de legitimidad del aparato representativo con pocos precedentes, en una sociedad que atravesó prácticamente dos décadas de despolitización e individualismo creciente, lo que hace particularmente complejo el reto de relegitimación sindical.

Sin duda este trabajo puede contribuir a entender desde diversos prismas lo que supuso el 14D. Con toda seguridad, producto de la lucidez y la calidad de los autores y autoras, permitirá un ejercicio de aprendizaje histórico, que no de nostalgia, y una ayuda para entender el papel de aquel hito en el proceso más general del periodo, lo que seguro será útil para orientar el momento actual.


jueves, 22 de noviembre de 2018

Llamaos fascistas los hunos a los hotros


Hasta hace un tiempo la poquedad política se expresaba mediante una jerga aproximadamente cantinflesca. Lo que provocaba el estupor de la ciudadanía que se echaba las manos a la cabeza ante tanto sofisma. Ahora las cosas han cambiado rotundamente. Del cantinfleo se ha pasado a un temerario lenguaje tabernario a destajo. La regla, en todo caso, se mantiene: ayer, a más falacia vertida, menor capacidad de dirección política; hoy, a más insultos, menos proyecto. Es la hora del diputado jabalí. Esa expresión, «jabalí», nos viene de un discurso de don José Ortega y Gasset en las Cortes Constituyentes de la II República española: «Es de plena evidencia que hay, sobre todo, tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí». Estamos en tiempos de los jabalíes. Son unos tiempos en los que, a cosica hecha, los jabalíes a falta de poder explicativo se han instalado en el eructo retórico. Lenguaje de graderío. Que entiende que Doña Correlación de Fuerzas se mueve en torno a bravuconadas de estos jabalíes de moqueta.

Es un lenguaje cañí que ni siquiera es antipolítica. Tiene, ante todo, la estética de los matones. Es el ataque ad hominem como resultado de una considerable pobretería intelectual. La sesión parlamentaria de ayer haría sonrojar a cualquier miembro del patio de Monipodio. La gente del bronce suele ser más comedida.

La presidenta del Parlamento, ante tan descomunal batahola,  decidió tirar por la calle de en medio. Se borrarán del Diario de Sesiones las palabras fascista y golpista que profieran los diputados. No lo comparto. Lo que se dice, dicho está. Es más, ese lenguaje no es el problema de fondo. La clave la da Paco Rodríguez de Lecea: «Mucho me temo que Sor Virginia sea impotente para reducir la hinchazón virulenta del mal político que aqueja a un país cuyos representantes electos consideran la agresión verbal y el desplante pinturero como el complemento más adecuado del ejercicio de la soberanía y el mejor método para ejercer su función» (1).

Efectivamente, es un parche sor Virginia, cuyas facultades milagreras nunca fueron suficientemente probadas, ni siquiera por la Madre Superiora de su congregación. 



miércoles, 21 de noviembre de 2018

Esa ley ignominiosa. Los partidos se retratan impúdicamente


Los mosquitas muertas de la llamada nueva política y los graníticamente viejunos se han puesto de acuerdo en el texto que renueva la  Ley de Protección de datos. Con nocturnidad silenciosa y alevosía otoñal. Ayer se aprobó por unanimidad. Cuando las cámaras, Parlamento y Senado, son un hervidero, una zahúrda de alto voltaje, la discusión de esta ley se ha desarrollado con hermandad franciscana. Por lo demás, ya es chocante que la prensa y los tertulianos huelebraguetas nada hayan dicho sobre el particular. Han estado distraídos en otros menesteres.

Ayer se aprobó por unanimidad la expansión del control de los partidos sobre la ciudadanía. Quienes decían que venían a renovar la política han caído en brazos de sus corporativamente intereses creados. Sin duda es un triunfo, y no menor, de los partidos de siempre. Se ha aprobado la invasión de la actividad política partidaria en los chismes tecnológicos que, como nueva ortopedia, tenemos a nuestra disposición.

Edwar Coke, un abogado que fue juez y más tarde parlamentario, es recordado por una cita: «La casa de un inglés es para él como su castillo». Lo dijo en tiempos antiguos y convulsos. Daba a entender que el domicilio es inviolable. No es este, sin embargo, el carácter de esta ley. Oído al dato: «Los partidos políticos, coaliciones y agrupaciones electorales podrán utilizar datos personales obtenidos en páginas web y otras fuentes de acceso público para la realización de actividades políticas durante el periodo electoral».  Un texto de abre la veda a una invasión no deseada.

Mi castillo, así las cosas, ya no tiene el famoso cartel de «reservado el derecho de admisión». Ahora es como una taberna donde puede entrar cualquier partido político, coalición y agrupación electoral sin pedir permiso. Sin, ni siquiera, dar los buenos días. La nueva política ha perdido el acné juvenil y la vieja consolida sus poderes de siempre.

«Stalin lo ve todo, camarada», afirmaba un personaje de la novela Vida y destino, de Vasili Grossman. No, no era verdad. Stalin no lo veía todo. Lo que sabía era lo que le decían centenares de miles de estalinillos. Ahora, con esta ley ignominiosa, los partidos lo pueden ver casi todo. Inquietante.

martes, 20 de noviembre de 2018

Oído, sindicalistas: la huelga de jueces y fiscales


Por cuarta vez las togas y los  mazos han ido a la huelga. De manera intencionada quiero señalar solamente un punto de esta interesante movilización. A saber, los convocantes han gestionado ellos mismos el conflicto. Es decir, han indicado cómo debería desarrollarse la huelga. En ello debería fijarse la praxis del sindicalismo confederal. Me explico.

Siempre he estado en contra de una ley de huelga. Afortunadamente no la hay, a pesar de los intentos de algunos gobiernos de implantarla. Sin embargo, deberíamos caer en la cuenta de que, en la práctica, se producen ante cada conflicto una serie de interferencias que hacen palidecer la eficacia del mismo. Me estoy refiriendo a los servicios mínimos. También he estado en contra de los mismos. Mantengo mi postura. En mi opinión, el sujeto convocante es el único que debe gestionar el conflicto.

Por desgracia el sindicalismo no ha tenido una actitud clara ante dicho problema. Es más, en algunas ocasiones ha mantenido una doblez, una patológica simulación:  en no pocas ocasiones algún que otro sindicato ha denunciado los servicios mínimos por abusivos, pero en el fondo –y de manera indisimulada--  los esperaba para justificar el raquítico  nivel de seguimiento. Lo hemos visto en el sector del transporte y fundamentalmente en los ferrocarriles y el metro. Doble moral.

He defendido desde hace cuarenta años que la alternativa a los servicios mínimos es la auto regulación de la huelga. Sobre ello he vuelto a insistir en mi libro No tengáis miedo de lo nuevo. (Con Javier Tébar. Plataforma Editorial, 2017). Al libro me remito para una ampliación de la propuesta.

En todo caso, vale la pena aclarar ahora algunas cosas: 1) la autorregulación de la huelga indica que sólo –y solamente- quien convoca la acción debe gestionar sus modalidades prácticas; 2) lo que implica que ningún sujeto externo a la convocatoria  --público o privado--  debe intervenir en ello. 

Yendo por lo derecho: mientras exista el corsé de los servicios mínimos la huelga siempre estará demediada.


lunes, 19 de noviembre de 2018

Las violetas imperiales de Pablo Casado

Pablo Casado está probando diversas recetas para, de un lado, resistir el embate de Vox y, de otro lado,  impedir el adelanto de Ciudadanos en las próximas elecciones andaluzas. Pablo Casado vocifera a destajo. Son recetas de granítico retorno al pasado. Al tiempo de las violetas imperiales. “España no colonizó a América. Gibraltar español”. De vuelta a lo que hemos ido dejando atrás de una manera fatigosa. No tardará en reivindicar los Tercios de Flandes.  «España y yo somos así, señora», que dijera Eduardo Marquina. El macizo de la raza. Olor a chotuno de aquella asignatura tóxica que padecimos en mis tiempos de adolescente: la Formación del Espíritu Nacional.  

No hace falta decir que esta verborrea de Casado tiene un interés no disimulado: rebañar votos en todos los sectores del microcosmos de las derechas ultras buscando hacer un pleno al catorce. Desde los que siguen cantando Montañas nevadas hasta los que gritan el «¡A por ellos, que son de regadío!».

Es de juzgado de guardia la inculta intromisión de Casado en la historia. Pero, todavía, lo es más la ofensa a los pueblos latino--americanos. Hasta la presente, nadie de su partido le ha llamado al orden. Ni nadie le ha hecho ver la convergencia entre su revisionismo histórico y las fábulas de cierta historiografía independentista.

Pero son peores los problemas que puede crear este caballero. Especialmente con Europa. Precisamente en unos momentos de tensión entre la Unión Europea a propósito del brexit, el presumible candidato a la presidencia del gobierno español se descuelga con el castizo «Gibraltar español». Por no decir con el Reino Unido. En suma, el caballerete está creando más problemas a una convulsa Europa, que sólo le faltaba esto. Éramos pocos y parió la abuela.  

El Consejo General del Poder Judicial no huele a ámbar




Fue un canalla redomado: la mano derecha del tristemente célebre  senador norteamericano Mc Carthy. Su nombre Roy M. Cohn, abogado.  Tal para cual. Su manera de obrar queda resumida en una sola frase: «No me interesa saber qué dice la ley; lo que quiero saber es quién es el juez». Sin pelos en la lengua y por lo derecho. Las huellas de ese planteamiento podrían ser las siguientes: no me interesan las funciones del Consejo General del Poder Judicial, sólo me importa quiénes son sus miembros.

No me gusta el cabildeo de los partidos mayoritarios que han negociado la composición del CGPJ. No me gustan algunos de los nombres que han sido pasteleados. En todo caso, diré que es una consecuencia del método de cómo se designan los componentes de este organismo. En resumidas cuentas, es la traslación de la política partidaria a la Judicatura por otros medios. Es la toga subalterna, la granítica adhesión de los nominados a los partidos que les designan.

Se ha perdido la oportunidad de conformar un Consejo de transición mientras se pensaba qué tipo de organismo es el más idóneo. Se consolida, fatalmente, el método de la partidización del Consejo, el estilo del reparto por lotes (lottizazzione). Precisamente en unos momentos en los que la Justicia española está vista con reparos en Europa.

Es el estilo tradicional del PSOE y del PP. Pero, en esta ocasión, han contado –al menos, por el momento— con el concurso  de Podemos, que edulcora la operación. Los de Iglesias susurran que no podían estar al margen, a pesar de ser contrarios al método. O sea, era de noche y, sin embargo, llovía. Han optado, así las cosas, por el mandamiento bíblico de contagiaos los unos a los otros. En pocas palabras, también Podemos utiliza las triquiñuelas de los rábulas de tres al cuarto. Oído, cocina: se llama rábula al picapleitos convicto y confeso.       

domingo, 18 de noviembre de 2018

La metáfora de los zapatos de Juncker



Escribe El Dómine Cobra

No se trata de un fake. La prensa  auto considerada  seria (La Vanguardia y El Periódico) reproduce otro, llamémosle así, desliz de Juncker, luxemburgués y presidente de la Comisión Europea: el caballero se presenta en la rueda de prensa luciendo unos zapatos de dos colores distintos. Alguien le avisa del error y, raudo como una centella, el caballero desaparece para corregir el desperfecto. Este es el segundo error. El jerarca ha metido la pata por partida doble.

Juncker tendría que haber aguantado el tipo y, sobre todo, exhibir la extravagancia en positivo. Esto es, intentando crear moda, nuevo estilo. Marcando tendencia. ¿Acaso no hay presentadores de televisión que aparecen, a cosica hecha, con calcetines distintos? Juncker ha perdido la ocasión de abanderar una nueva estética. Y, tal vez, dado el alto índice de papanatismo, no sería extraño que, en unos cuantos días, políticos de secano y regadío, ejecutivos de alto y medio postín y otros exponentes de la zoología urbana le seguirían los pasos. De paso, el sector del calzado de nuestra industria patria se vería favorecida con un incremento de las ventas consolidando la frágil recuperación de nuestra economía. Este caballero reincide en su falta de reflejos. En otra ocasión sus zapatos del mismo color no obedecieron la orden de mantener la vertical. Unos zapatos díscolos que estaban en poder de las uvas.

En esta ocasión los maliciosos podríamos entender que la disparidad zapateril del mandatario es una metáfora del desorden de la Unión Europea. ¿Sería una interpretación exagerada?