Por
cuarta vez las togas y los mazos han
ido a la huelga. De manera intencionada quiero señalar solamente un punto de
esta interesante movilización. A saber, los convocantes han gestionado ellos
mismos el conflicto. Es decir, han indicado cómo debería desarrollarse la
huelga. En ello debería fijarse la praxis del sindicalismo confederal. Me
explico.
Siempre
he estado en contra de una ley de huelga. Afortunadamente no la hay, a pesar de
los intentos de algunos gobiernos de implantarla. Sin embargo, deberíamos caer
en la cuenta de que, en la práctica, se producen ante cada conflicto una serie
de interferencias que hacen palidecer la eficacia del mismo. Me estoy
refiriendo a los servicios mínimos. También he estado en contra de los mismos.
Mantengo mi postura. En mi opinión, el sujeto convocante es el único que debe
gestionar el conflicto.
Por
desgracia el sindicalismo no ha tenido una actitud clara ante dicho problema.
Es más, en algunas ocasiones ha mantenido una doblez, una patológica
simulación: en no pocas ocasiones algún
que otro sindicato ha denunciado los servicios mínimos por abusivos, pero en el
fondo –y de manera indisimulada-- los
esperaba para justificar el raquítico nivel
de seguimiento. Lo hemos visto en el sector del transporte y fundamentalmente
en los ferrocarriles y el metro. Doble moral.
He
defendido desde hace cuarenta años que la alternativa a los servicios mínimos
es la auto regulación de la huelga. Sobre ello he vuelto a insistir en mi libro
No tengáis miedo de lo nuevo. (Con Javier Tébar. Plataforma Editorial, 2017). Al libro me
remito para una ampliación de la propuesta.
En
todo caso, vale la pena aclarar ahora algunas cosas: 1) la autorregulación de
la huelga indica que sólo –y solamente- quien convoca la acción debe gestionar
sus modalidades prácticas; 2) lo que implica que ningún sujeto externo a la
convocatoria --público o privado-- debe intervenir en ello.
Yendo
por lo derecho: mientras exista el corsé de los servicios mínimos la huelga
siempre estará demediada.
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