Oigan, no quiero tirarme un pegote, pero les aseguro que si
un servidor hubiera estado en la última conferencia de prensa de Donald Trump, cuando este expulsó de la sala a Jim Acosta, me habría levantado y animado a los periodistas a dejar sólo a tan
violento personaje. No lo duden, lo hubiera hecho, sabiendo que tendría el
apoyo de una buena parte de la opinión pública norteamericana y mundial.
Trump está más nervioso que de costumbre. Hay que reconocer
que tiene motivos: los resultados de las recientes elecciones norteamericanas
han significado un puntapié en la cruz de sus pantalones. El presidente puso
toda su carne en el asador, una carne en forma de billetes, billetes verdes. El
presidente ha perdido las elecciones para la Cámara de Representantes. Tempestad
sobre Estados Unidos. En todo caso, vale la pena considerar que no sólo es la
derrota, sino principalmente cómo se ha dado este varapalo. Justamente lo más
odiado por Trump le ha vencido. Le han ganado la mano las mujeres. No hay tila
en el mundo para apaciguar al hombre rubio.
Le han ganado la mano jóvenes como Alexandria Ocasio—Gómez, joven portorriqueña, camarera,
militante socialista; le han doblado el pulso dos mujeres latinas que se
presentaban por Texas, el «macizo de la raza»; le han mojado la oreja dos
musulmanas, Rashida
Tlaib (Michigan) e
Ilhan Omar (Minesota). Seguidas todas ellas por
118 mujeres. Tempestad sobre Washington. En resumidas cuentas, todo lo que provoca el
odio más enfermizo de Trump le ha derrotado en buena lid. Su reacción ha sido
esperpéntica: «No hay novedad, señora Baronesa».
Primeras conclusiones provisionales: 1) en Estados Unidos hay
todavía mucha tela que cortar; y 2) los resultados significan una interferencia
a la amenaza de los movimientos ultras de la vieja Europa. En otras palabras, Sísifo no desmaya.
Nervios en el convento de la madrileña calle Génova.
Retortijones en el bazar de Ciudadanos.
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