Javier Tébar
Una memoria del franquismo, y en este caso me refiero a la de sus
partidarios, reverbera todavía hoy en el espacio público, sin absorberse por
completo. Son las últimas notas de una antigua melodía como nos lo recuerda la
existencia de una Fundación “Nacional” con el nombre del dictador que ha venido
recibiendo dinero público para exaltar su figura, una absoluta anomalía en el
marco de los países de nuestro entorno. Esa memoria del franquismo estaba ahí,
sin embargo, su activación política se produjo a partir del pasado mes de
julio, cuando el nuevo gobierno del socialista Pedro Sánchez hizo sus primeras
declaraciones sobre el traslado de los restos del dictador que todavía
continúan en la basílica del Valle de los Caídos. Un acto de justicia, sin
duda, pero también, sin duda, tardío y que formaría parte de los déficits del
período democrático en España.
Pero más allá de la polémica sobre esta
anomalía ¿qué queda hoy de la memoria del Franquismo? Hoy queda una retórica y
una imagen identificada con lo que hace años se denominó el “franquismo
sociológico” y que más bien debería ya calificarse como “post-memoria
franquista”. Esta consiste en rememorar y exaltar la etapa final de la
dictadura, con la benevolente caracterización de un régimen que cumpliría supuestamente
la función de modernizar el país «desde arriba», preparando el terreno para la
«transición» de un sistema autoritario a uno democrático. Con este esquema, de
paso, se ignoran tanto la crisis larvada en esos mismos años como la dureza y
los efectos que tuvo posteriormente durante la década de los ochenta. Unos
efectos que fueron gestionados durante la consolidación de una frágil
democracia española.
La
necesidad de revertir esta visión dual del Franquismo pasa fundamentalmente por
la crítica a la imagen de un «crecimiento sin democracia», presentando sin
matiz algún tipo de «correlación positiva» –nunca realmente desentrañada– entre
desarrollo económico y falta de libertades. Esta asociación es un riesgo
siempre, pero se ve acrecentado en los tiempos de crisis. Y los tiempos que
vivimos lo son.
Que esto sea así no justifica determinados
fenómenos que se vienen observando en la sociedad española, pero puede
ayudarnos a entenderlos. En la actualidad algunos de las descalificaciones más
insistentemente repetidas son ¡Golpistas! O bien ¡Fascistas! Ayer sucedió en el
propio hemiciclo del Congreso de los Diputados. La Cámara baja de los
representantes se constituyó, de forma vergonzosa y vergonzante, en un centro
de emisión de ese mensaje: ¡Golpistas! ¡Fascistas! Se estableció una dialéctica
con la que expresaba la frivolidad, la banalización y por momentos un punto
cómico -incluido escupitajo o bufido, no se sabe- que no alcanzaba ni siquiera
al género del vodevil representado con dignidad. Pero siendo esto inquietante,
cabe añadir que el Congreso también viene cumpliendo en la actual dinámica
política el papel de caja de resonancia de aquello que circula y comienza a
instalarse en la sociedad, expresado en la calle analógica y en el patio de la
redes sociales, una cuestión igual o más inquietante todavía. Es la expresión
de la abundancia del exabrupto y el grito atados ambos a tristes tropos en un
espacio público sin palabras, de
manera similar a la planteada no hace mucho por Mark Thompson para el lenguaje
político en el ámbito anglosajón (https://www.elcultural.com/revista/letras/Sin-palabras-Que-ha-pasado-con-el-lenguaje-de-la-politica/39483) Es imprescindible
mantener las palabras todavía, junto
a la capacidad y voluntad de entender las razones del otro, con la finalidad de
establecer un dique frente al desenfreno de las emociones instrumentales que
hoy, como en otras etapas históricas, se movilizan a través de la política.
A modo de tropos, estos calificativos
¡Golpistas! ¡Fascistas! de un tiempo a esta parte son empleados como un automatismo
con la intención de definirse y de definir a los otros no como adversarios sino
como enemigos. La imposibilidad del diálogo político, de la misma política, me
atrevería a decir, cuando ésta pierde su principal cometido social. La
apelación a ambos términos en el discurso público ha pasado de ser frecuente a
constituirse entre determinados grupos en permanente. Este no es un fenómeno
particular o exclusivo de nuestro país. Se ha manifestado a lo largo de la
crisis del proyecto europeo y de Europa como proyecto de manera tan frecuente
como permanente a partir de la Gran Recesión iniciada en 2008. Se ha expresado
con la extensión y fuerza relativa del fenómeno de las extremas derechas en el
continente y también en EEUU, con la llegada de un personaje como Donald Trump
a la Casa Blanca en enero de 2017.
Esta situación, ha dado pie a un uso
abusivo del concepto “fascismo”. Se utiliza para designar actitudes, discursos,
prácticas y adversarios políticos que pueden ser conservadores,
autoritarios e incluso reaccionarios, pero que no son fascistas. Por otro
lado, en realidad, el vocablo empleado es más bien el de "facha". De
este modo, se invoca el término no como una caracterización, sino como un
insulto político utilizado como un instrumento más en la arena política. Es
cierto que el caso español, algo similar ha sucedido con la permanente
apelación al “golpismo” independentista a raíz de los hechos sucedidos en
Cataluña entre septiembre-noviembre de 2017, esquema y retórica utilizadas por
las derechas españolas con representación parlamentaria, PP y Ciudadanos, y por
una tercera derecha extraparlamentaria y con expectativas crecientes a la
espera réditos en las próximas contiendas electorales.
Pero volviendo ahora al
término “fascismo”, cabe añadir que los tópicos y las falacias
que circulan a través de frases hechas ocultan más que muestran la verdadera
naturaleza de los cambios, innegables por otro lado, que se están produciendo
en los sistemas políticos y en las sociedades occidentales. Estamos ante el
surgimiento del fenómeno que el historiador Enzo Traverso ha calificado como “pos-fascismo”: una
transición en curso cuyo desenlace no se conoce y que, al mismo tiempo, es
síntoma de la crisis actual por la que atraviesa la democracia liberal y el
actual marco político. Esto exige un esfuerzo por comprender e interpretar las
nuevas realidades. No sirve conformarse con los viejos esquemas para el
análisis de los nuevos fenómenos.
Pero además, en la progresiva degradación
del discurso público también se ha desdibujado la diferencia entre dictadura y
democracia. Predominan las calificaciones o descalificaciones en función de las
cuitas del presente, ensalzando el concepto de “democracia” con una actitud de
reapropiación por parte de grupos políticos y de las bases sociales que
conectan con ellos. Se defiende, de este modo, un tipo de “democracia
exclusivista” o de “exclusivismo democrático”. A esto contribuye el uso
político del pasado de unos y de otros, conduciendo a escenas cínicas, de
indecencia extrema, en la utilización de símbolos y signos para las disputas de
los que se presentan, así mismos, como bandos
enfrentados.
Algunos parece
que necesitan caricaturizar una democracia, en este caso la española, que
efectivamente está sumida en una crisis múltiple. Sin embargo, sus causas
proceden de las propias consecuencias de la aplicación de un modelo neoliberal
que somete al estado y a su soberanía a las iniciativas de los mercados de la
economía global. Las popularizadas “razones del mercado” nos hablan, tal vez,
de que no es el Estado sino su relación con el Mercado la que nos ofrecería
claves para interpretar la situación actual.
Javier Tébar es
Historiador. Doctor en Historia y Director del Archivo Histórico de CC.OO de Cataluña
No hay comentarios:
Publicar un comentario