sábado, 24 de noviembre de 2018

¡Golpistas! ¡Fascistas!: Dos tristes tropos en el trópico político


Javier Tébar

Una memoria del franquismo, y en este caso me refiero a la de sus partidarios, reverbera todavía hoy en el espacio público, sin absorberse por completo. Son las últimas notas de una antigua melodía como nos lo recuerda la existencia de una Fundación “Nacional” con el nombre del dictador que ha venido recibiendo dinero público para exaltar su figura, una absoluta anomalía en el marco de los países de nuestro entorno. Esa memoria del franquismo estaba ahí, sin embargo, su activación política se produjo a partir del pasado mes de julio, cuando el nuevo gobierno del socialista Pedro Sánchez hizo sus primeras declaraciones sobre el traslado de los restos del dictador que todavía continúan en la basílica del Valle de los Caídos. Un acto de justicia, sin duda, pero también, sin duda, tardío y que formaría parte de los déficits del período democrático en España.
    
Pero más allá de la polémica sobre esta anomalía ¿qué queda hoy de la memoria del Franquismo? Hoy queda una retórica y una imagen identificada con lo que hace años se denominó el “franquismo sociológico” y que más bien debería ya calificarse como “post-memoria franquista”. Esta consiste en rememorar y exaltar la etapa final de la dictadura, con la benevolente caracterización de un régimen que cumpliría supuestamente la función de modernizar el país «desde arriba», preparando el terreno para la «transición» de un sistema autoritario a uno democrático. Con este esquema, de paso, se ignoran tanto la crisis larvada en esos mismos años como la dureza y los efectos que tuvo posteriormente durante la década de los ochenta. Unos efectos que fueron gestionados durante la consolidación de una frágil democracia española.

     La necesidad de revertir esta visión dual del Franquismo pasa fundamentalmente por la crítica a la imagen de un «crecimiento sin democracia», presentando sin matiz algún tipo de «correlación positiva» –nunca realmente desentrañada– entre desarrollo económico y falta de libertades. Esta asociación es un riesgo siempre, pero se ve acrecentado en los tiempos de crisis. Y los tiempos que vivimos lo son.

Que esto sea así no justifica determinados fenómenos que se vienen observando en la sociedad española, pero puede ayudarnos a entenderlos. En la actualidad algunos de las descalificaciones más insistentemente repetidas son ¡Golpistas! O bien ¡Fascistas! Ayer sucedió en el propio hemiciclo del Congreso de los Diputados. La Cámara baja de los representantes se constituyó, de forma vergonzosa y vergonzante, en un centro de emisión de ese mensaje: ¡Golpistas! ¡Fascistas! Se estableció una dialéctica con la que expresaba la frivolidad, la banalización y por momentos un punto cómico -incluido escupitajo o bufido, no se sabe- que no alcanzaba ni siquiera al género del vodevil representado con dignidad. Pero siendo esto inquietante, cabe añadir que el Congreso también viene cumpliendo en la actual dinámica política el papel de caja de resonancia de aquello que circula y comienza a instalarse en la sociedad, expresado en la calle analógica y en el patio de la redes sociales, una cuestión igual o más inquietante todavía. Es la expresión de la abundancia del exabrupto y el grito atados ambos a tristes tropos en un espacio público sin palabras, de manera similar a la planteada no hace mucho por Mark Thompson para el lenguaje político en el ámbito anglosajón (https://www.elcultural.com/revista/letras/Sin-palabras-Que-ha-pasado-con-el-lenguaje-de-la-politica/39483) Es imprescindible mantener las palabras todavía, junto a la capacidad y voluntad de entender las razones del otro, con la finalidad de establecer un dique frente al desenfreno de las emociones instrumentales que hoy, como en otras etapas históricas, se movilizan a través de la política.

A modo de tropos, estos calificativos ¡Golpistas! ¡Fascistas! de un tiempo a esta parte son empleados como un automatismo con la intención de definirse y de definir a los otros no como adversarios sino como enemigos. La imposibilidad del diálogo político, de la misma política, me atrevería a decir, cuando ésta pierde su principal cometido social. La apelación a ambos términos en el discurso público ha pasado de ser frecuente a constituirse entre determinados grupos en permanente. Este no es un fenómeno particular o exclusivo de nuestro país. Se ha manifestado a lo largo de la crisis del proyecto europeo y de Europa como proyecto de manera tan frecuente como permanente a partir de la Gran Recesión iniciada en 2008. Se ha expresado con la extensión y fuerza relativa del fenómeno de las extremas derechas en el continente y también en EEUU, con la llegada de un personaje como Donald Trump a la Casa Blanca en enero de 2017.

Esta situación, ha dado pie a un uso abusivo del concepto “fascismo”. Se utiliza para designar actitudes, discursos, prácticas y adversarios políticos que pueden ser conservadores, autoritarios e incluso reaccionarios, pero que no son fascistas. Por otro lado, en realidad, el vocablo empleado es más bien el de "facha". De este modo, se invoca el término no como una caracterización, sino como un insulto político utilizado como un instrumento más en la arena política. Es cierto que el caso español, algo similar ha sucedido con la permanente apelación al “golpismo” independentista a raíz de los hechos sucedidos en Cataluña entre septiembre-noviembre de 2017, esquema y retórica utilizadas por las derechas españolas con representación parlamentaria, PP y Ciudadanos, y por una tercera derecha extraparlamentaria y con expectativas crecientes a la espera réditos en las próximas contiendas electorales.

Pero volviendo ahora al término “fascismo”, cabe añadir que los tópicos y las falacias que circulan a través de frases hechas ocultan más que muestran la verdadera naturaleza de los cambios, innegables por otro lado, que se están produciendo en los sistemas políticos y en las sociedades occidentales. Estamos ante el surgimiento del fenómeno que el historiador Enzo Traverso ha calificado como “pos-fascismo”: una transición en curso cuyo desenlace no se conoce y que, al mismo tiempo, es síntoma de la crisis actual por la que atraviesa la democracia liberal y el actual marco político. Esto exige un esfuerzo por comprender e interpretar las nuevas realidades. No sirve conformarse con los viejos esquemas para el análisis de los nuevos fenómenos.

Pero además, en la progresiva degradación del discurso público también se ha desdibujado la diferencia entre dictadura y democracia. Predominan las calificaciones o descalificaciones en función de las cuitas del presente, ensalzando el concepto de “democracia” con una actitud de reapropiación por parte de grupos políticos y de las bases sociales que conectan con ellos. Se defiende, de este modo, un tipo de “democracia exclusivista” o de “exclusivismo democrático”. A esto contribuye el uso político del pasado de unos y de otros, conduciendo a escenas cínicas, de indecencia extrema, en la utilización de símbolos y signos para las disputas de los que se presentan, así mismos, como bandos enfrentados.
Algunos parece que necesitan caricaturizar una democracia, en este caso la española, que efectivamente está sumida en una crisis múltiple. Sin embargo, sus causas proceden de las propias consecuencias de la aplicación de un modelo neoliberal que somete al estado y a su soberanía a las iniciativas de los mercados de la economía global. Las popularizadas “razones del mercado” nos hablan, tal vez, de que no es el Estado sino su relación con el Mercado la que nos ofrecería claves para interpretar la situación actual.

     
       Javier Tébar es Historiador. Doctor en Historia y Director del  Archivo Histórico                         de CC.OO de Cataluña

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