Nota.-- Está ya a la venta el libro “14D, historia y memoria de
la huelga general. El día
que se paralizó España”. José Babiano y Javier Tébar ((coordinadores.)
Prólogo
Unai Sordo
La
huelga general del 14 de diciembre de 1988 alude directamente al imaginario
colectivo en España: el 14D fue la huelga total. Supone un cierto punto de
inflexión entre la explorada vertiente épica del sindicato sustentada en la
lucha antifranquista y el decidido trabajo en favor de la consolidación
democrática en nuestro país, así como el papel posterior como fundamental
agente vertebrador de un modelo social y de relaciones laborales, que en el año
1988 presentaba aún enormes deficiencias. El 14D fue el golpe encima de la mesa
para situar a CCOO y la UGT como actores sociales autónomos que reivindicaban
su rol decisivo en la modernización pendiente que tenía España en cuestiones
tan dorsales como su sistema impositivo, el desarrollo de las políticas
universales de sanidad, pensiones, etc. El país sufría las consecuencias
sociales de un agresivo proceso de reestructuración económica, en un momento de
intenso crecimiento en términos macroeconómicos. Al modelo de devaluación
interna (entonces aún con la posibilidad de devaluación de la moneda) se añadía
una ofensiva normativa desregulatoria en materia de contratación, con una
apuesta estratégica (que aún hoy pagamos) por la temporalidad como forma de
ajuste del volumen de trabajo al ciclo económico, y con especial énfasis en la
inserción de las personas jóvenes en condiciones de pobreza laboral. Aquella
“deriva liberal” del Gobierno de Felipe González encontró una réplica sin
precedentes en la huelga del 14D, posteriormente acompañada por procesos de
negociación y nuevas convocatorias de huelgas generales pocos años después.
El
periodo que transcurre entre el final de la década de los ochenta y los años
noventa suele ser menos apelado que otros, en el país en general y en el
imaginario sindical en particular. En los últimos años se han reavivado
polémicas sobre el significado del franquismo y la dictadura (recientemente
revividas por el revisionismo seudohistórico ante la exhumación de los restos
del dictador), así como sobre la singular expresión de la transición política
en España y la evaluación (a veces un tanto ventajista) de aquel proceso de
adecuación de nuestro sistema político al entorno europeo.
En
este contexto, CC OO ha tratado de poner en valor el papel de la organización,
antes y después de nuestra legalización, a través de numerosos actos,
conmemoraciones, publicaciones, etc. Se trata, sin duda, de un ejercicio
legítimo de reivindicación de nuestro lugar en la historia del país. Y lo hemos
hecho porque el relato de la transición ha contemplado solo colateralmente la
decisiva participación del movimiento obrero y la singular experiencia de
aquellas CC OO a la hora de descarrilar el proyecto de transición que
simbolizaba Arias Navarro. Aquellas “galernas de huelgas” y aquellas negativas
a una legalización de fuerzas políticas y sindicales “a plazos” contribuyeron
de forma importante a configurar aquellos años convulsos. Y porque la
transición ni fue tan lineal ni fue tan pacífica.
Pero
además de este ejercicio legítimo en unos años tan significativos como son los
aniversarios de la Asamblea de Barcelona, del Proceso 1001 o el emocionado
recuerdo de la matanza de Atocha, hay otra etapa de la historia de las CC OO
que debemos poner muy especialmente en valor, y que tiene en la huelga del 14
de diciembre de 1988 un punto de relevancia igualmente histórica.
La
llegada del Partido Socialista al poder con un enorme caudal de legitimidad
electoral, el difícil asentamiento de la democracia, las profundas crisis de
empleo, el obsoleto aparato productivo español, la incorporación a la Comunidad
Económica Europea y los condicionantes para ello (incluida la apuesta
atlantista) o el deficitario marco normativo que regulaba las relaciones eco
nómicas, laborales o fiscales constituyen algunas de las aristas del
complejísimo poliedro que era la España de finales de los ochenta.
Si
la transición política tiene la efervescencia de los hitos, los siguientes
lustros tienen el poso de los procesos. Quizás por ello tiene menos peso en
nuestro propio imaginario colectivo, pero seguramente tiene mucha más
relevancia a la hora de explicar nuestras fortalezas y debilidades, la propia
composición socioeconómica del país y las paulatinas derivas sociológicas y
sociopolíticas que particularmente en la izquierda se estaban dando y que se
acelerarían con la posterior caída del muro de Berlín y la desaparición de la
Unión Soviética y la dialéctica de bloques.
Me
atrevo a decir, con toda la prudencia y distancia de periodos históricos
distantes y distintos, que la combinación de crisis económicas que acarreaban
cambios radicales en el tipo de tejido productivo, superada en términos macro a
través de políticas des igualitarias, así como un cierto cambio en las formas
representativas en las que se interpretaba la izquierda, aportan más
similitudes con la actual fase de crisis social, económica y política que
invitan a repensar la acción sindical.
En
aquel contexto, la huelga del 14D supuso una renovación del vínculo sindical
con la sociedad que nos otorgaba un reconocimiento producto del cercano bagaje
de la lucha antifranquista, pero que requería una actualización en términos de
penetración sindical porque esa misma sociedad cambiaba de forma soterrada, como
la década de los noventa se encargó de dejar claro. Necesitábamos mejorar
nuestra fortaleza como interlocutor social real, más allá del que se deriva del
reconocimiento constitucional, impulsar de verdad nuestra afiliación, la
densidad representativa en el marco de las elecciones sindicales o gobernar los
procesos de negociación colectiva para extender la cobertura de la misma. Lo
hacíamos tras un relevo en la Secretaría General que había llevado a Antonio
Gutiérrez a simbolizar ese cambio de época, que se iba a convertir en un cambio
de paradigma en la sociedad española.
En
más de una ocasión, y al hilo del debate de las últimas ponencias que se
aprobaron en el XI Congreso de CC OO, he comentado que, entre otras cosas,
necesitamos una relegitimación social del hecho sindical. Lo creo así porque la
vieja legitimidad de la épica antifranquista, y la que se deriva de hitos de
movilización como singularmente fue el 14D, no sirven ante una sociedad en la
que las formas de representación y de mediación democrática clásicas son
cuestionadas, lo que dificulta la agregación de intereses colectivos que un
sindicato de clase como CC OO aspira a representar.
Y
ese proceso de relegitimación presenta al menos dos bloques de retos. En primer
lugar, se trata de resituar al sindicato en el centro de trabajo como un agente
organizador y no solo, o principalmente, representativo. La forma
representativa del sindicato nace en el marco de la empresa y el centro de
trabajo, pero la forma organizada del sindicato debe hacer frente a las
múltiples realidades objetivas y subjetivas ante las que se encuentra la actual
clase trabajadora, heterogénea y fragmentada.
En
segundo lugar, debemos englobar la acción del sindicato en una perspectiva
sociopolítica que nos aleje de convertirnos en una marca de intereses
corporativos agregados. Y ello teniendo en cuenta que nos movemos en un
contexto no exento de hostilidad, configurado, por un lado, por la
horizontalización de la información que, a su vez, se debate en una tensión
entre la democratización y la banalización de la misma. Por otro, nos
desenvolvemos en una fase histórica en la que (y no solo desde la vertiente más
conservadora del aparato mediático) se obvia sistemáticamente el hecho sindical
como expresión sociopolítica del trabajo organiza do. Se trata, por último, de
una fase también con débiles referencialidades políticas, en la que se conjuga
la combinación de la crisis de la socialdemocracia y el alejamiento de las
nuevas formas de expresión política progresista de la acción material del
sindicalismo (exceptuando las expresiones conflictuales, percibidas “extramuros” del sindicato y más cercanas al
terreno de la simbología, que de una verdadera puesta en valor del hecho
sindical).
Hay
momentos históricos de ruptura de consensos de una manera más o menos explícita
que requieren formas de renovación de legitimidades. El fin del franquismo sin
duda fue el más obvio, por el propio cambio en la forma política del Estado y
la concurrencia electoral que configuró de forma sorpresiva (para muchos) el
nuevo escenario pos-transición. La parte final de la década de los ochenta,
tras la reestructuración del país, demandaba nuevos modelos para una sociedad
que en la década de los noventa iba a cambiar de fisonomía social. Si bien ese
cambio no se refería a opciones representativas, sí era de relajación del
vínculo político de la mayoría social. Esto indirectamente afectaba al vínculo
de clase, por lo que el sindicato debía articular sus autoreferencias
autónomas. La ruptura del modelo de “crecimiento dopado” previo a la crisis de
2008 ha hecho emerger una crisis de legitimidad del aparato representativo con
pocos precedentes, en una sociedad que atravesó prácticamente dos décadas de
despolitización e individualismo creciente, lo que hace particularmente
complejo el reto de relegitimación sindical.
Sin
duda este trabajo puede contribuir a entender desde diversos prismas lo que
supuso el 14D. Con toda seguridad, producto de la lucidez y la calidad de los
autores y autoras, permitirá un ejercicio de aprendizaje histórico, que no de nostalgia,
y una ayuda para entender el papel de aquel hito en el proceso más general del
periodo, lo que seguro será útil para orientar el momento actual.
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