viernes, 23 de noviembre de 2018

14 D, el día que paralizamos España


Nota.--  Está ya a  la venta el libro “14D, historia y memoria de la huelga general. El día que se paralizó España”. José Babiano y Javier Tébar ((coordinadores.)
Prólogo
Unai Sordo

La huelga general del 14 de diciembre de 1988 alude directamente al imaginario colectivo en España: el 14D fue la huelga total. Supone un cierto punto de inflexión entre la explorada vertiente épica del sindicato sustentada en la lucha antifranquista y el decidido trabajo en favor de la consolidación democrática en nuestro país, así como el papel posterior como fundamental agente vertebrador de un modelo social y de relaciones laborales, que en el año 1988 presentaba aún enormes deficiencias. El 14D fue el golpe encima de la mesa para situar a CCOO y la UGT como actores sociales autónomos que reivindicaban su rol decisivo en la modernización pendiente que tenía España en cuestiones tan dorsales como su sistema impositivo, el desarrollo de las políticas universales de sanidad, pensiones, etc. El país sufría las consecuencias sociales de un agresivo proceso de reestructuración económica, en un momento de intenso crecimiento en términos macroeconómicos. Al modelo de devaluación interna (entonces aún con la posibilidad de devaluación de la moneda) se añadía una ofensiva normativa desregulatoria en materia de contratación, con una apuesta estratégica (que aún hoy pagamos) por la temporalidad como forma de ajuste del volumen de trabajo al ciclo económico, y con especial énfasis en la inserción de las personas jóvenes en condiciones de pobreza laboral. Aquella “deriva liberal” del Gobierno de Felipe González encontró una réplica sin precedentes en la huelga del 14D, posteriormente acompañada por procesos de negociación y nuevas convocatorias de huelgas generales pocos años después.

El periodo que transcurre entre el final de la década de los ochenta y los años noventa suele ser menos apelado que otros, en el país en general y en el imaginario sindical en particular. En los últimos años se han reavivado polémicas sobre el significado del franquismo y la dictadura (recientemente revividas por el revisionismo seudohistórico ante la exhumación de los restos del dictador), así como sobre la singular expresión de la transición política en España y la evaluación (a veces un tanto ventajista) de aquel proceso de adecuación de nuestro sistema político al entorno europeo.

En este contexto, CC OO ha tratado de poner en valor el papel de la organización, antes y después de nuestra legalización, a través de numerosos actos, conmemoraciones, publicaciones, etc. Se trata, sin duda, de un ejercicio legítimo de reivindicación de nuestro lugar en la historia del país. Y lo hemos hecho porque el relato de la transición ha contemplado solo colateralmente la decisiva participación del movimiento obrero y la singular experiencia de aquellas CC OO a la hora de descarrilar el proyecto de transición que simbolizaba Arias Navarro. Aquellas “galernas de huelgas” y aquellas negativas a una legalización de fuerzas políticas y sindicales “a plazos” contribuyeron de forma importante a configurar aquellos años convulsos. Y porque la transición ni fue tan lineal ni fue tan pacífica.

Pero además de este ejercicio legítimo en unos años tan significativos como son los aniversarios de la Asamblea de Barcelona, del Proceso 1001 o el emocionado recuerdo de la matanza de Atocha, hay otra etapa de la historia de las CC OO que debemos poner muy especialmente en valor, y que tiene en la huelga del 14 de diciembre de 1988 un punto de relevancia igualmente histórica.

La llegada del Partido Socialista al poder con un enorme caudal de legitimidad electoral, el difícil asentamiento de la democracia, las profundas crisis de empleo, el obsoleto aparato productivo español, la incorporación a la Comunidad Económica Europea y los condicionantes para ello (incluida la apuesta atlantista) o el deficitario marco normativo que regulaba las relaciones eco­ nómicas, laborales o fiscales constituyen algunas de las aristas del complejísimo poliedro que era la España de finales de los ochenta.

Si la transición política tiene la efervescencia de los hitos, los siguientes lustros tienen el poso de los procesos. Quizás por ello tiene menos peso en nuestro propio imaginario colectivo, pero seguramente tiene mucha más relevancia a la hora de explicar nuestras fortalezas y debilidades, la propia composición socioeconómica del país y las paulatinas derivas sociológicas y sociopolíticas que particularmente en la izquierda se estaban dando y que se acelerarían con la posterior caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética y la dialéctica de bloques.

Me atrevo a decir, con toda la prudencia y distancia de periodos históricos distantes y distintos, que la combinación de crisis económicas que acarreaban cambios radicales en el tipo de tejido productivo, superada en términos macro a través de políticas des­ igualitarias, así como un cierto cambio en las formas representativas en las que se interpretaba la izquierda, aportan más similitudes con la actual fase de crisis social, económica y política que invitan a repensar la acción sindical.

En aquel contexto, la huelga del 14D supuso una renovación del vínculo sindical con la sociedad que nos otorgaba un reconocimiento producto del cercano bagaje de la lucha antifranquista, pero que requería una actualización en términos de penetración sindical porque esa misma sociedad cambiaba de forma soterrada, como la década de los noventa se encargó de dejar claro. Necesitábamos mejorar nuestra fortaleza como interlocutor social real, más allá del que se deriva del reconocimiento constitucional, impulsar de verdad nuestra afiliación, la densidad representativa en el marco de las elecciones sindicales o gobernar los procesos de negociación colectiva para extender la cobertura de la misma. Lo hacíamos tras un relevo en la Secretaría General que había llevado a Antonio Gutiérrez a simbolizar ese cambio de época, que se iba a convertir en un cambio de paradigma en la sociedad española.

En más de una ocasión, y al hilo del debate de las últimas ponencias que se aprobaron en el XI Congreso de CC OO, he comentado que, entre otras cosas, necesitamos una relegitimación social del hecho sindical. Lo creo así porque la vieja legitimidad de la épica antifranquista, y la que se deriva de hitos de movilización como singularmente fue el 14D, no sirven ante una sociedad en la que las formas de representación y de mediación democrática clásicas son cuestionadas, lo que dificulta la agregación de intereses colectivos que un sindicato de clase como CC OO aspira a representar.

Y ese proceso de relegitimación presenta al menos dos bloques de retos. En primer lugar, se trata de resituar al sindicato en el centro de trabajo como un agente organizador y no solo, o principalmente, representativo. La forma representativa del sindicato nace en el marco de la empresa y el centro de trabajo, pero la forma organizada del sindicato debe hacer frente a las múltiples realidades objetivas y subjetivas ante las que se encuentra la actual clase trabajadora, heterogénea y fragmentada.

En segundo lugar, debemos englobar la acción del sindicato en una perspectiva sociopolítica que nos aleje de convertirnos en una marca de intereses corporativos agregados. Y ello teniendo en cuenta que nos movemos en un contexto no exento de hostilidad, configurado, por un lado, por la horizontalización de la información que, a su vez, se debate en una tensión entre la democratización y la banalización de la misma. Por otro, nos desenvolvemos en una fase histórica en la que (y no solo desde la vertiente más conservadora del aparato mediático) se obvia sistemáticamente el hecho sindical como expresión sociopolítica del trabajo organiza­ do. Se trata, por último, de una fase también con débiles referencialidades políticas, en la que se conjuga la combinación de la crisis de la socialdemocracia y el alejamiento de las nuevas formas de expresión política progresista de la acción material del sindicalismo (exceptuando las expresiones conflictuales, percibidas  “extramuros” del sindicato y más cercanas al terreno de la simbología, que de una verdadera puesta en valor del hecho sindical).

Hay momentos históricos de ruptura de consensos de una manera más o menos explícita que requieren formas de renovación de legitimidades. El fin del franquismo sin duda fue el más obvio, por el propio cambio en la forma política del Estado y la concurrencia electoral que configuró de forma sorpresiva (para muchos) el nuevo escenario pos-transición. La parte final de la década de los ochenta, tras la reestructuración del país, demandaba nuevos modelos para una sociedad que en la década de los noventa iba a cambiar de fisonomía social. Si bien ese cambio no se refería a opciones representativas, sí era de relajación del vínculo político de la mayoría social. Esto indirectamente afectaba al vínculo de clase, por lo que el sindicato debía articular sus autoreferencias autónomas. La ruptura del modelo de “crecimiento dopado” previo a la crisis de 2008 ha hecho emerger una crisis de legitimidad del aparato representativo con pocos precedentes, en una sociedad que atravesó prácticamente dos décadas de despolitización e individualismo creciente, lo que hace particularmente complejo el reto de relegitimación sindical.

Sin duda este trabajo puede contribuir a entender desde diversos prismas lo que supuso el 14D. Con toda seguridad, producto de la lucidez y la calidad de los autores y autoras, permitirá un ejercicio de aprendizaje histórico, que no de nostalgia, y una ayuda para entender el papel de aquel hito en el proceso más general del periodo, lo que seguro será útil para orientar el momento actual.


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