José Luis
López Bulla
Reeditamos “por
entregas” el texto de la Conferencia en
la Facultad de Ciencias Sociales y del Trabajo. Universidad de Zaragoza. 18
Octubre 2011.
Ultimo tranco
El nuevo paradigma. Entiendo que hemos dejado atrás el fordismo tanto en su personalidad en el centro de trabajo como en la influencia social y de vida. La situación actual es radicalmente nueva. Algunos la calificamos –por pura rutina expositiva—“posfordista”; otros la denominan “sociedad informacional” (Manuel Castells); y, comoquiera que todo el mundo tiene un cierto deseo de ser puntilloso a la hora de las definiciones, hay quien la llama, también con fundamento, “capitalismo molecular” (Riccardo Terzi). Sea como fuere, el caso es que, definitivamente, el fordismo ha pasado a ser, en sus rasgos fundamentales, pura quincallería. No ocurre exactamente lo mismo con el sistema taylorista que parece disfrazarse de noviembre para no infundir sospechas. Es decir, el taylorismo sigue vigente, aunque sobre él han caído varias manos de pintura con la intención de hacerle la manicura y aparentar un cierto rostro humano. Ahora bien, tengo para mí que lo más visible es la potente innovación-reestructuración de los aparatos de producción y de servicios que, de manera acelerada y profunda, está laminando el mundo tal como lo hemos vivido a lo largo del siglo XX. Es más, soy del parecer que ahí está la madre del cordero del gigantesco proceso de globalización. Todo ello tiene sus vastas repercusiones en el universo del trabajo, en la condición asalariada y en cómo los trabajadores se perciben a sí mismos. Digamos que el sindicalismo es hijo putativo de una forma de capitalismo que hoy ya no existe. Acordemos que el sindicalismo se desarrolló esencialmente en el Estado nacional, que hoy ya no cuenta con los poderes de antaño. Convengamos en que el sindicalismo creció y se generalizó con el dedo índice apuntando al crecimiento ilimitado, que hoy se ve interferido por las muy serias amenazas medioambientales. Recordemos, además, que las grandes conquistas de civilización que consiguió el sindicalismo –junto a toda una serie de actores políticos, más o menos cercanos-- se dieron en el marco del Estado nacional como, por ejemplo, las protecciones públicas del welfare state, que hoy se ven interferidas por la innovación-reestructuración y el desvanecimiento de los grandes poderes de los estados nacionales.En realidad la impresión que tengo es que parecen subsistir, quizá de manera inconsciente, una vieja idea y una antigua resignación. La vieja idea: los cambios que están en curso son algo así como una conspiración contra los trabajadores y los sindicatos. La antigua resignación: la organización del trabajo es cosa de los poderes unilaterales del empresario; en esa tesitura, el sindicalismo contesta el abuso de la organización del trabajo que le viene dada, pero no el uso de la misma: tres cuartos de lo mismo que hacíamos en mis tiempos cuando contestábamos el abuso del fordismo-taylorismo, pero no su uso que también nos venía impuesto.Lo diré enfáticamente: el sindicalismo, al menos en las primeras décadas del siglo XXI, debe ajustar las cuentas con el paradigma tecnológico realmente existente. Ello quiere decir que debe intervenir en todo el escenario de la organización del trabajo. Ahí se mide, en primer lugar, la independencia y la alternatividad del sujeto social con relación a su contraparte. Medirse en el terreno de la organización del trabajo significaría abordar en la práctica real de la contractualidad el gran problema de la flexibilidad. Precisamente para conseguir que deje de ser una patología y se convierta en instrumento de autonomía personal. Me permito una observación que va más allá del carácter de letraherido que uno pueda tener: no debe confundirse la flexibilidad con la flexibilización. Estoy con Bruno Trentin cuando afirma: “El uso flexible de las nuevas tecnologías, el cambio que provocan en las relaciones entre producción y mercado, la frecuencia de la tasa de innovación y el rápido envejecimiento de las tecnologías y las destrezas, la necesidad de compensarlas con la innovación y el conocimiento, la responsabilización del trabajo ejecutante como garante de la calidad de los resultados… harán efectivamente del trabajo (al menos en las actividades más innovadas) el primer factor de competitividad de la empresa. Son unos elementos que confirman el ocaso del concepto mismo de `trabajo abstracto´, sin calidad, --como denunciaba Marx, pero que fue el parámetro del fordismo-- y hacen del trabajo concreto (el trabajo pensado), que es el de la persona que trabaja, el punto de referencia de una nueva división del trabajo y de una nueva organización de la propia empresa. Esta es la tendencia cada vez más influyente que, de alguna manera, unifica dadas las nuevas necesidades de seguridad que reclaman las transformaciones en curso) un mundo del trabajo que está cada vez más desarticulado en sus formas contractuales e incluso en sus culturas; un mundo del trabajo que, cada vez más, vive un proceso de contagio entre los vínculos de un trabajo subordinado y los espacios de libertad de un trabajo con autonomía”.
El nuevo paradigma. Entiendo que hemos dejado atrás el fordismo tanto en su personalidad en el centro de trabajo como en la influencia social y de vida. La situación actual es radicalmente nueva. Algunos la calificamos –por pura rutina expositiva—“posfordista”; otros la denominan “sociedad informacional” (Manuel Castells); y, comoquiera que todo el mundo tiene un cierto deseo de ser puntilloso a la hora de las definiciones, hay quien la llama, también con fundamento, “capitalismo molecular” (Riccardo Terzi). Sea como fuere, el caso es que, definitivamente, el fordismo ha pasado a ser, en sus rasgos fundamentales, pura quincallería. No ocurre exactamente lo mismo con el sistema taylorista que parece disfrazarse de noviembre para no infundir sospechas. Es decir, el taylorismo sigue vigente, aunque sobre él han caído varias manos de pintura con la intención de hacerle la manicura y aparentar un cierto rostro humano. Ahora bien, tengo para mí que lo más visible es la potente innovación-reestructuración de los aparatos de producción y de servicios que, de manera acelerada y profunda, está laminando el mundo tal como lo hemos vivido a lo largo del siglo XX. Es más, soy del parecer que ahí está la madre del cordero del gigantesco proceso de globalización. Todo ello tiene sus vastas repercusiones en el universo del trabajo, en la condición asalariada y en cómo los trabajadores se perciben a sí mismos. Digamos que el sindicalismo es hijo putativo de una forma de capitalismo que hoy ya no existe. Acordemos que el sindicalismo se desarrolló esencialmente en el Estado nacional, que hoy ya no cuenta con los poderes de antaño. Convengamos en que el sindicalismo creció y se generalizó con el dedo índice apuntando al crecimiento ilimitado, que hoy se ve interferido por las muy serias amenazas medioambientales. Recordemos, además, que las grandes conquistas de civilización que consiguió el sindicalismo –junto a toda una serie de actores políticos, más o menos cercanos-- se dieron en el marco del Estado nacional como, por ejemplo, las protecciones públicas del welfare state, que hoy se ven interferidas por la innovación-reestructuración y el desvanecimiento de los grandes poderes de los estados nacionales.En realidad la impresión que tengo es que parecen subsistir, quizá de manera inconsciente, una vieja idea y una antigua resignación. La vieja idea: los cambios que están en curso son algo así como una conspiración contra los trabajadores y los sindicatos. La antigua resignación: la organización del trabajo es cosa de los poderes unilaterales del empresario; en esa tesitura, el sindicalismo contesta el abuso de la organización del trabajo que le viene dada, pero no el uso de la misma: tres cuartos de lo mismo que hacíamos en mis tiempos cuando contestábamos el abuso del fordismo-taylorismo, pero no su uso que también nos venía impuesto.Lo diré enfáticamente: el sindicalismo, al menos en las primeras décadas del siglo XXI, debe ajustar las cuentas con el paradigma tecnológico realmente existente. Ello quiere decir que debe intervenir en todo el escenario de la organización del trabajo. Ahí se mide, en primer lugar, la independencia y la alternatividad del sujeto social con relación a su contraparte. Medirse en el terreno de la organización del trabajo significaría abordar en la práctica real de la contractualidad el gran problema de la flexibilidad. Precisamente para conseguir que deje de ser una patología y se convierta en instrumento de autonomía personal. Me permito una observación que va más allá del carácter de letraherido que uno pueda tener: no debe confundirse la flexibilidad con la flexibilización. Estoy con Bruno Trentin cuando afirma: “El uso flexible de las nuevas tecnologías, el cambio que provocan en las relaciones entre producción y mercado, la frecuencia de la tasa de innovación y el rápido envejecimiento de las tecnologías y las destrezas, la necesidad de compensarlas con la innovación y el conocimiento, la responsabilización del trabajo ejecutante como garante de la calidad de los resultados… harán efectivamente del trabajo (al menos en las actividades más innovadas) el primer factor de competitividad de la empresa. Son unos elementos que confirman el ocaso del concepto mismo de `trabajo abstracto´, sin calidad, --como denunciaba Marx, pero que fue el parámetro del fordismo-- y hacen del trabajo concreto (el trabajo pensado), que es el de la persona que trabaja, el punto de referencia de una nueva división del trabajo y de una nueva organización de la propia empresa. Esta es la tendencia cada vez más influyente que, de alguna manera, unifica dadas las nuevas necesidades de seguridad que reclaman las transformaciones en curso) un mundo del trabajo que está cada vez más desarticulado en sus formas contractuales e incluso en sus culturas; un mundo del trabajo que, cada vez más, vive un proceso de contagio entre los vínculos de un trabajo subordinado y los espacios de libertad de un trabajo con autonomía”.
Ahora bien, abordar la flexibilidad (que ya no es un instrumento de contingencia sino de muy largo recorrido) quiere decir situar como elemento central de la organización del trabajo el instrumento de la co-determinación de las condiciones de trabajo. Alerto, no estoy hablando del instituto de la cogestión; estoy planteando la codeterminación. Debe entenderse por codeterminación el permanente instrumento negocial de todo el universo de la organización del trabajo que queremos que vaya saliendo gradualmente de la actual lógica taylorista. Es decir, la codeterminación como método de fijación negociada, como punto de aproximado encuentro, entre el sujeto social y el empresario, anterior a decisiones "definitivas" en relación, por ejemplo, a la innovación tecnológica, al diseño de los sistemas de organización del trabajo y de las condiciones que se desprenden de ella. Esa actividad permanente (esto es, cotidiana) le ofrece otra dimensión, itinerante, al convenio colectivo. Claro que sí, se está hablando de un nuevo derecho de ciudadanía social en el centro de trabajo, de un imprescindible acompañante de la flexibilidad que, por tanto, es plenamente negociada. Pero hay más, la codeterminación de las condiciones de trabajo (que no implica, por supuesto, confusión de los roles del sujeto social y del dador de trabajo) podría ser el instrumento que abordara globalmente –y no de manera parcializada— las condiciones de trabajo, que hasta la presente dan la impresión de ser abordadas como variables independientes las unas de las otras. Por ejemplo, la necesaria reordenación de los tiempos de trabajo, a través de la codeterminación, podría abordarse de mejor manera, no –como es costumbre inveterada— en tanto que variable desvinculada del resto de las condiciones de trabajo. En definitiva, lo substancial es que la acción colectiva del sindicalismo confederal se incardine gradual y plenamente en el nuevo paradigma postfordista o como quiera llamársele. Lo que, dicho a la pata la llana, expresaría que toda la acción contractual debe tener esa característica: estar insita en el nuevo paradigma de esta época axial. Una manera para ello sería el establecimiento de un compromiso de largo respiro: el Pacto social por la innovación tecnológica. Justamente para intervenir en toda la marea de la reestructuración in progress de los sectores de la economía toda. Imprescindible, por lo demás, para abordar los desafíos que nos presenta el welfare. ¿Por qué? Porque no es posible entrar de lleno en tan notables materias si no es a través de un nuevo enfoque. Un pacto social que, naturalmente, también comportaría un cuadro de derechos de nueva generación en lo que, a partir de ahora, llamaremos el ecocentro de trabajo.
En suma, se trataría, en mi opinión, de un gran acuerdo con la misma
voluntad estratégica que el sustentado, tiempo ha, que dio paso a los avances
del Estado de bienestar. Diré que las políticas de welfare tradicionales han
entrado en crisis, tal vez definitiva. Primero por los embates que recibe de
los gigantescos procesos de innovación-reestructuración. Segundo porque la
globalización le provoca enorme desajustes. Tercero porque las bases
keynesianas y fordistas que le sustentaron durante tantos años ya no existen.
Cuarto porque el aluvión (a veces desordenado) de peticiones que recibe no le
permite sostenibilidad. No proceder a darle una nueva dimensión al welfare
–esto es, mantener el edificio como si nada hubiera cambiado a lo largo del
tiempo— hace que los ataques ideologicistas contra el welfare encuentren un
caldo de cultivo. Porque, no se olvide, el claro interés del ataque neoliberal
no es otro que procurar que los grandes capitales públicos se orienten hacia el
bussines privado. En esas condiciones es imprescindible reordenar nuestro
Estado de bienestar con la idea de que sea más fuerte y tuitivo. Primero, en
una dirección que supere el carácter de resarcimiento que le caracteriza para
darle una orientación de promoción. Segundo, vinculado –lo que quiere decir
situar las compatibilidades de todas sus tutelas y promociones-- al hecho
tecnológico. O, dicho con criterios negativos: no se puede mantener un welfare
de naturaleza fordista, cuando este sistema ha pasado a mejor vida. Y, en
parecida orientación: el mencionado Pacto social por la innovación tecnológica
podría suponer una hipótesis plausible de más adecuada relación, estableciendo
vínculos y compatibilidades, con el paradigma medioambiental. Lo que quiero
enfatizar es: no habrá posibilidad de reconstruir el Estado de bienestar si no
es a través de la puesta en marcha de un nuevo compromiso sociopolítico, a
saber, el Pacto social por la innovación tecnológica.
Vamos a dejar las cosas aquí. La situación difícil que existe con este cúmulo de crisis superpuestas que arranca de la del 2008 no es motivo de esta ponencia.
Vamos a dejar las cosas aquí. La situación difícil que existe con este cúmulo de crisis superpuestas que arranca de la del 2008 no es motivo de esta ponencia.
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