Nota editorial.--- Les aseguro que el confinamiento se
pasa mejor con buenas lecturas. A mí, leyendo, se me pasan los días volando.
Tengo encima de mi escritorio, como si estuviera en lista de espera, la
biografía novelada de Benito
Mussolini. Su autor es Antonio Scurati. Me la recomendaron diversos amigos de cuya
fundamentada opinión hago caso. Uno de ellos es el autor de esta recensión, que
publicó esa revista digital tendencialmente global que se llama Pasos a la Izquierda.
Plantearse la lectura de un libro de 800 páginas no es tarea
fácil de entrada; más si este conlleva un componente de análisis histórico tras
un texto de ficción. Sin embargo, este relato histórico (¿es
quizás novela, es a lo mejor crónica novelada?) te
atrapa desde el primer momento y te engulle dentro de un ovillo de hechos y
personajes que la propia historia los ha convertido en emblemáticos y
representativo de toda una época. Un relato histórico de época, de
una época que a los que tenemos más del medio siglo de edad biológica nos
envolvió en su torbellino. No la vivimos, no fuimos testigos ni actores de la
misma, pero las consecuencias de aquellas oscilaciones dramáticas nos marcaron
de por vida. Todos nosotros somos hijos de ese siglo repleto de violencia y de
tragedia.
La violencia, precisamente, marca toda la línea argumental y
fáctica del relato de Scurati. La historia de M(ussolini) es la historia de la
violencia aplicada a la conquista del poder; una violencia desmesurada, nada
gratuita, encaminada a destruir al enemigo, al adversario, al oponente
político. Y este no es otro que el movimiento obrero de matriz socialista
salido de las entrañas del siglo XIX y del pensamiento político de Marx. Es la
historia, también, de la violencia surgida de la frustración de una primera
guerra mundial que supuso la derrota del ser humano como criatura solidaria.
Sigamos la línea roja que llevó a Mussolini y a sus escuadras
fascistas al poder.
Primero: una parte del movimiento socialista italiano,
neutralista y no intervencionista en aquella guerra imperialista, se pasa al
bando de los intervencionistas, rompiendo la clásica resistencia pacifista del
socialismo italiano. Un periodista, voz a su vez del sector más radical de
aquel socialismo, de nombre Benito Mussolini, se convierte en ardiente defensor
del intervencionismo bélico. A partir de esa toma de postura durante la guerra
se va a generar el movimiento más agresivo y violento que conoce la historia
italiana del siglo XX.
Segundo: Los arditi (los osados), fuerza
militar de choque que combate en los frentes italianos de aquella guerra de
1914-1917, tras ser desmovilizados, pasan a constituirse en la conciencia
derrotada, en la voz de un sector de agraviados que consideran que la clase
política ha traicionado al pueblo. Según escribe Gramsci en noviembre de 1921,
la descomposición de la democracia italiana tras la confusión creada por el
final de la guerra, llevó a la polarización de la sociedad italiana escindida
entre el componente proletario industrial, el componente agrario organizado en
torno al partido popular de matriz católica, y el fascismo como organizador de
una pequeña burguesía frustrada entre la presión ejercida por el nuevo
capitalismo industrial-financiero italiano por un lado, y el proletariado
urbano por el otro. Aquellos deshechos del sector belicista y militarista
pasarán a constituirse en la fuerza de choque de la nueva guerra social.
De arditi pasan a denominarse fascii di combatimento,
tropas de asalto que, pagados primero por los patronos agrícolas del valle del
Po, se dedican a destruir y aniquilar las redes de apoyo y de organización
social que el socialismo había ido construyendo desde finales del siglo XIX en
las tierras del centro y norte de Italia. Las páginas del relato de Scurati se
convierten en una excelente vía de conocimiento de cómo actuó aquella violencia
salvaje, perfectamente organizada y financiada, verdadero instrumento del
capitalismo agrario en la moderna guerra social. Ahí estarían algunos de los
elementos que se convirtieron en los puntos de conflicto dentro del propio
fascismo: por un lado, el partido fascista de las grandes urbes (Milán, Turín,
etc.) agrupados en torno a una pequeña burguesía comercial y mercantil; y por
el otro, el fascismo más salvaje e intransigente, radicado en las zonas
agrarias de ese centro-norte y que será, en algunos momentos, el bastión de
confrontación interna más poderoso contra el propio duce Mussolini.
El bastón, el puñal, el manganello vienen a sustituir en manos
de aquellos arditi al viejo fusil y la bomba usada en las
trincheras. Ahora el enemigo no es el austriaco, es el campesino de la Romagna,
de la Emilia, de la Toscana, transmutándose en la imaginación de aquellos
animales en nuevas bestias a las que hay que aniquilar.
Tercero: la violencia de aquellos matones no fue posible sin
tener en cuenta otros elementos que hacen posible ese estado de violencia
generalizado entre 1920 y 1922. En primer lugar, la indefinición y carencia de
respuesta organizada del propio partido del socialismo italiano y de sus redes
sociales. En segundo lugar, la colaboración del aparato del Estado liberal con
aquellas bandas de desalmados. La policía, el propio ejército, la judicatura,
colaboraban en las razzias ocultando o disculpando a sus
responsables. Es un caso clásico de cómo un Estado liberal trata de utilizar la
violencia de unos marginales (los fascistas de camisa negra) para destruir al
adversario (el socialismo) siendo finalmente devorado por las propias bandas a
cuyo frente hay un verdadero líder sin ideas pero con un desmedido afán de
poder (Mussolini). Aquel antipartido reflejo de la antipolítica contra
las castas gobernantes y opositoras del Estado italiano pasa a constituirse en
el catalizador de las pasiones, odios, deseos de la gente, convirtiéndose en un
«hecho de costumbre» (Gramsci). Tras aquel Mussolini y aquel fascismo de los
años 1919-1920 ya se está gestando «un original sistema de poder, basado en el
monopolio de la fuerza y de la política, impuesto mediante la violencia y la
supresión de derechos fundamentales del ciudadano por obra de un partido único»
(Emilio Gentile). En aquellas escuadras negras lanzadas al incendio y la
destrucción de las Cámaras del Lavoro se incuba el monstruo de la nueva
política, la política del odio y de la eliminación física del adversario.
La lectura de este excelente relato, colmado de fechas,
acontecimientos y personajes todos ellos constatados en las crónicas
históricas, nos revela un factor original de aquel movimiento: la velocidad con
que logra imponerse en la sociedad italiana, la potencia de su arrastre y la
capacidad de destrucción del viejo régimen y de construcción del nuevo. Las 810
páginas del libro nos llevan desde el 23 de marzo de 1919, cuando Mussolini
funda los Fascii di Combatimento en la plaza San Sepolcro de
Milán («cien personas escasas, todos hombres de esos que casi no cuentan», nos
dice Scurati), hasta el 3 de enero de 1925, cuando en la Cámara de diputados,
Mussolini asume «yo solo, la responsabilidad política, moral, histórica de todo
lo que ha ocurrido…». Lo que ha ocurrido no es solo el
asesinato de un líder político como Giacomo Matteotti, secuestrado y
salvajemente apaleado y asesinado por unos facinerosos fascistas; lo
que ha ocurrido es también el aceite de ricino y las porras, lo
que ha ocurrido es la magnífica pasión de la mejor juventud italiana,
si el fascismo ha sido una asociación criminal, «¡soy yo el jefe de esa
asociación criminal!», concluye Mussolini, máximo dirigente del gobierno y del
partido fascista. Cinco años después de San Sepolcro, con 42 años, Mussolini
está culminando su toma del poder e inicia la construcción del Nuevo Estado.
Sobre las ruinas del Estado liberal. Comienza el siglo XX.
Javier Aristu. Ha sido profesor de Lengua y Literatura
Española. Coordina el blog de opinión En Campo Abierto y es coeditor de Pasos a la izquierda.
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